Habría que defender el título de este artículo, sin tergiversarlo: una mascarilla del corazón, protectora de la libertad y de la vida
Por fin, ¿fuera o no, las mascarillas…? Sentimos gran alivio al desprendernos ya del dichoso bozalito azul, blanco o de colorines que fuese, y volver a respirar como Dios manda. La molesta experiencia de ir embozados por la vida me ha suscitado algunas consideraciones que deseo compartir con el lector.
Para empezar, reconozcamos que el artilugio ha tenido su lado positivo: impedir que otros nos contagiasen y que nosotros hiciéramos lo mismo con ellos. Hasta Perogrullo me dice que la salud corporal ha sido la única razón por la que hemos soportado la mascarilla: el amor a esta vida ha primado por encima de todo. Todavía, el miedo al contagio sigue ahí como he comprobado el otro día, por un comentario que oí al tomar un ascensor en un edificio público. Siempre el amor a la vida.
Pero como “no de solo pan vive el hombre” sino también de ideas, proyectos, ilusiones y amores que llenan nuestros días, tendríamos que preguntarnos: además de la salud y vida corporal, valores compartidos con cualquier animal, ¿cómo anda en mí esa “otra vida” menos biológica y más honda, la propiamente humana, esa que nos distingue de los irracionales? Porque ésta es la vida que máximamente importa, aunque lo animal y racional, a Dios gracias, vayan unidos. Esa “otra vida”, ya presente antes, durante y que seguirá después de las mascarillas, es la que interesa preservar, y evitarle contagios que la hagan morir. A ver…
Aunque ahora no se lleve el latín, ¿quién no ha oído alguna vez y sabe lo que significa, eso de mens sana in corpore sano? Hace nada menos que 20 siglos ya lo dijo Juvenal, un poeta romano; y con mucha razón porque comprobamos que en esa batalla seguimos: mantener cabeza y cuerpo sanos. No solo el cuerpo: hace falta también que lo esté nuestra mente, nuestro espíritu, nuestro corazón, en una palabra, tan necesitado de cuidados y hasta de mascarilla para no contaminarnos con ideas y vivencias tóxicas −siempre al acecho− que hagan morir lo mejor de nosotros. He escrito en cursiva corazón porque quiero resaltar su centralidad, como morada −también en cursiva− donde confluyen pensamientos, emociones, sentimientos y las vivencias humanas propiamente dichas. Ese corazón que no es solo ni principalmente emotividad y sentimientos porque los irracionales también los tienen. En cambio, los del corazón humano están transidos de racionalidad, de espíritu y transcendencia, en dos palabras: embebidos de razonado pensamiento y de amor.
En el corazón humano siempre resuenan −procedentes de la inteligencia− veredictos y juicios sobre nosotros mismos y sobre las realidades del mundo circundante, que nos afectan y condicionan nuestra vida. Juicios y principios de actuación que si reflejan la verdad de lo que somos y son las cosas, resultan liberadores del corazón y de la vida misma, porque actuaremos respirando el aire puro de lo veraz, y no de lo mentiroso que contamina y ahoga. Desgraciadamente, las mentiras no se cruzan de brazos y anidan en aquellos juicios e ideas no conformes a la realidad de lo que somos y del mundo en que vivimos; y, como virus inmateriales, resultan contaminadoras y tóxicas para la mens sana de Juvenal y para la de todo hijo de vecino.
Sobre este telón de fondo hasta aquí desplegado, proyectemos ahora algunas situaciones de nuestros días: ejemplos de virus tan reales y peligrosos para la mens sana como lo ha sido el Covid-19, para el corpore sano. El sentido común señala uno de esos virus cuando nos dice que ya no haría falta que llegase desde China del Covid-19 para liquidar la vida, pues el Parlamento Europeo acaba de declarar que el aborto es un derecho universal porque −según los votos− es un derecho humano. Y más grave aún si introduce la variante de menoscabar el derecho a la objeción de conciencia de los profesionales de la salud: los del corpore sano, que diría Juvenal, pero sin importar para nada la mens sana de esos profesionales y del resto de los mortales.
Este ejemplo recientísimo se presenta en la sociedad de lo “políticamente correcto” donde ya han entrado a golpe de ideología y de leyes injustas −por contrarias al bien común−, otros “derechos” que hacen chirriar la inteligencia y el corazón, tales como el de la mal llamada “muerte digna” o, dicho con toda propiedad, del suicidio asistido. Pasamos así de un extremo a otro: del derecho a suprimir la vida en su mismo inicio reprimiendo su curso natural, hasta acabar con ella antes también de su fin natural. Parece que lo natural de “la ecología humana” estorbase cuando debería ser motivo de respeto, ahora que tanto hablamos de preservar el planeta.
Otros ejemplos y leyes de ese estilo serían las que ponen cortapisas al derecho de los padres para educar a sus hijos según sus convicciones morales. O para colmo −se puede leer en las redes sociales− la reciente manifestación de UNICEF, declarando que impedir a los menores el acceso a la pornografía puede «infringir sus derechos humanos». Hemos tocado fondo porque su lógica consecuencia sería que los padres deben estarse calladitos, y dejar que sus hijos infeccionen su mente y su corazón consumiendo material pornográfico.
Ante semejante panorama y para curarse en salud −mental y corporal− habría que defender el título de este artículo, sin tergiversarlo: una mascarilla del corazón, protectora de la libertad y de la vida. Una mascarilla que, inseparable de una inteligencia que razona serenamente, está hecha de amor a la verdad y, por lo mismo, que desea impedir virus nocivos que la contaminen. Una mascarilla, en fin, que nos ayude a vivir y respirar en amor y en libertad.
Por cierto: Juvenal −paisano de santo Tomás de Aquino− se habría enfadado conmigo si terminara este artículo sin decir que, antes de defender la mens sana in corpore sano, él antepuso este requisito: para conseguir esa meta hay que rezar. Su frase completa es: Orandum est ut sit mens sana in corpore sano. Casi contemporáneo de Cristo, no me consta que fuera cristiano; pero esto no quita que defendiese la oración como ayuda para un razonar conforme a la verdad en todos sus campos. Quién sabe si Juvenal, fiel a sus propias palabras, no lo pediría a los dioses romanos; entonces, y quizá sin darse cuenta, estaría anhelando −como fundamento de todo vivir sabio y sereno− las luces de Dios que, en Cristo, ha dicho Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida (Jn 14, 6).