¿Es posible hablar de santidad en este siglo XXI? ¿A alguien le interesa ser santo hoy?
Pero, ¿es posible hablar de santidad en este siglo XXI? ¿A alguien le interesa ser santo hoy? En algunos sectores el lenguaje de la santidad sigue utilizándose y algunas personas se preocupan por ser santas. Pero no es la conversación más cotidiana, ni el interés de la mayoría. Eso sí, a la gente del S.XXI le interesa la felicidad, la busca y no deja de tener planes y proyectos, aunque abunden las dificultades. ¿Será que esta búsqueda de felicidad tiene algo que ver con la santidad o es totalmente ajena a ella?
Todo depende de cómo concibamos la santidad. Si santo es separarse de este mundo y buscar una perfección personal, lo más seguro es que no interesa a muchos. Pero si nos apropiamos de la llamada a la santidad que hizo el Vaticano II “para todos” (y no sólo para la vida consagrada o para el ministerio ordenado), la propuesta puede ir muy de la mano de quien busca la felicidad y el sentido de su vida.
El Papa Francisco en su Exhortación Gaudete et Exultate (2016) retoma el tema y, sobre todo, lo centra en lo más importante: la perfección en el amor. Como en la mayoría de sus escritos, vuelve a enfatizar en la importancia del “pueblo de Dios”, porque somos llamados a la santidad como pueblo, en comunidad. Por razones históricas la experiencia comunitaria de los orígenes se fue privatizando y hasta el día de hoy muchas personas cultivan ese tipo de espiritualidad y, lo que es preocupante, algunos de los nuevos movimientos laicales también van por esa línea, añadiendo además un rigorismo moral exagerado. No es ese el horizonte de Vaticano II.
Pero bien, el Papa habla de “los santos de la puerta de al lado” que son los varones y mujeres del pueblo de Dios: “los padres que crían con tanto amor a sus hijos, los hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su casa, los enfermos, las religiosas ancianas que siguen sonriendo (…) son aquellos que viven cerca de nosotros y son un reflejo de la presencia de Dios” (n.7). También el Papa dice que la santidad excede los límites de la iglesia católica porque el Espíritu suscita signos de su presencia, que ayudan a los mismos discípulos de Cristo” (n. 9).
Señala dos peligros para la santidad valiéndose de dos herejías antiguas: el gnosticismo y el pelagianismo. La santidad no es una doctrina que se aprende (gnosticismo) pero tampoco es una perfección humana que se consigue a fuerza de voluntad (pelagianismo). La santidad es don de Dios que se acoge y ella da fruto en nuestra vida.
La santidad es la “perfección en el amor”, y el Papa profundiza esta afirmación refiriéndose a dos textos imprescindibles de la vida cristiana. Las bienaventuranzas (Mt 5) que son el plan de vida del creyente y el juicio final (Mt 25), en el que la única condición para poder entrar al reino del Padre es reconocer al Señor en el hambriento, en el sediento, etc. “porque todo lo que hiciste con uno de estos más pequeños, a mí me lo hiciste”. Es otra manera de explicar lo que Juan, en su primera carta dice claramente: “quien no ama al prójimo a quien ve, no puede amar a quien no ve” (Jn 4, 20).
En la exhortación el Papa hace una larga explicación de cada una de las Bienaventuranzas porque, en verdad, daría mucha riqueza a la vida cristiana, centrarse más en ellas y no solamente en los 10 mandamientos, como normalmente se acostumbra.
La santidad es “ser pobres de espíritu” -según el evangelio de Mateo- que significa alcanzar la libertad interior, pero también vivir una existencia austera y despojada -como dice Lucas- al referirse a “Felices los pobres” (Lc 6, 20)
La santidad es “ser manso, para poseer la tierra” a diferencia del orgullo que se cultiva en la sociedad. Los discípulos de Cristo están llamados a la mansedumbre -fruto del espíritu-, propio de quien deposita toda su confianza en Dios.
La santidad es “saber llorar con los demás”, compartir el sufrimiento ajeno y afrontar las situaciones dolorosas. No dejarse llevar por la indiferencia sino solidarizarse con el sufrimiento del mundo para transformarlo.
La santidad es “tener hambre y sed de justicia”, porque estas necesidades básicas han de ser cubiertas para todo ser humano y es un clamor que los profetas ya hacían desde antiguo: “Buscad la justicia, socorred al oprimido, proteged el derecho del huérfano, defended a la viuda” (Is 1, 17).
La santidad es “ser misericordiosos” (Lc 6, 36-38) mucho más diciente que el “ser perfectos” del evangelista Mateo (Mt 5, 48) porque nos remite a ese servicio incondicional hacia los demás como Dios mismo lo hace con cada uno de nosotros.
La santidad es tener “un corazón limpio para poder ver a Dios” que significa tener un corazón sencillo, sin doblez, auténtico, transparente.
La santidad es “trabajar por la paz” que supone el no excluir a nadie. Más aún, se nos llama a ser artesanos de la paz porque esta no se da fácilmente, no significa ausencia de conflicto, sino construcción continua de la búsqueda de consenso, de armonía, de posibilidad de vida para todos.
La santidad es “ser perseguidos a causa de la justicia” porque el reino de Dios reclama una sociedad justa y en paz y esto no se puede hacer sin una gran dosis de entrega personal para contrarrestar todos los obstáculos a la justicia que nacen de los intereses personales y los egoísmos grupales que, una y otra vez, retrasan la plenitud del reino.
En definitiva, cada una de las bienaventuranzas merece una reflexión detenida que permite entender la profundidad de la propuesta del reino. Pero, como lo propone el Papa, en definitiva “el gran protocolo por el que seremos juzgados” (Mt 25) es el de la misericordia que tuvimos con los demás viendo en ellos al mismo Cristo que sufre y reclama nuestro amor.
Los “santos de la puerta de al lado” son todos los varones y mujeres que día a día construyen la vida social y ponen todo de su parte para sembrar el bien, el perdón, la justicia y la paz. A esta santidad estamos todos llamados. No decaigamos en el deseo de formar también parte de estos “santos de la puerta de al lado”.
Consuelo Vélez, en religiondigital.org/
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