Volvamos, pues, al lugar no sólo de dónde somos, sino al lugar “que somos”, a la familia divina y humana de la que formamos parte, y hagámoslo con todas sus consecuencias
El lugar al que se vuelve. Así define el filósofo Rafael Alvira la familia. Así se titula un libro de reflexiones que, a pesar de tener ya unos años, sigue siendo un referente para entender qué ocurre hoy con la institución familiar y, sobre todo, cómo recuperar su valor.
A la familia volvemos, más tarde o más temprano. De manera más o menos consciente, pero volvemos. Somos hijos de la sangre que corre por nuestras venas. A pesar de todas las locuras genéticas que vemos en la actualidad, nunca será posible vaciarnos de nuestra genética y sustituirla por otra: la limitación de ser criaturas, fruto del “trabajo ajeno” es lo que nos hace ser nosotros. Por eso, cuando hablamos de la familia de todos los cristianos, de los hijos de Dios, no estamos teorizando sobre un nivel más o menos amable de convivencia, sino de la misma sangre, la misma carne, así, sin paños calientes.
A la familia volvemos, con nuestro cuerpo y con nuestra alma. Lo vemos continuamente en esas personas de avanzada edad que recuerdan con más nitidez la infancia que el día anterior. Retornar a la familia (si hablamos, evidentemente, de una familia enraizada en el amor y el respeto) no es otra cosa que la respuesta natural de cada uno al entorno en el que se es amado por lo que se es, no por lo que se tiene.
Las páginas iniciales de ese libro de Alvira antes citado, contienen unos breves pero profundos trazos acerca de la infinitud vital de la familia: “en ella somos conservadores, pues deseamos mantenerla, tenemos un motivo para conservar; somos sociales, ya que ahí aprendemos a apreciar a los demás; somos liberales, puesto que cada uno adquiere personalidad propia en ella; somos progresivos, dado que es la institución del crecimiento, y en la que inventamos para ofrecer algo bueno a los demás”.
El trabajo de cada uno: joven, viejo, adolescente o nonato es, indefectiblemente, jugar su lugar dentro de la familia. Pesar sobre la familia es pensar sobre “el todo” de nuestra vida. Por ello, plantear a un padre, a una madre, o a un hijo, la elección entre “trabajo o familia” constituye, directamente un atentado contra el derecho básico de toda persona. Más aún, esa elección no existe: no se puede poner al mismo nivel una cosa que otra.
Año de la familia es cada año, aunque, en especial, estemos este Año Amoris laetitia, por ejemplo, dentro de una reflexión global sobre la familia y, en especial, de la familia cristiana.
“También este es un momento para reflexionar sobre cómo valoramos y respetamos la familia de mi vecino, la de mis subordinados o compañeros…”
Ciertamente, nunca está de más reflexionar sobre la familia. Sobre la nuestra, sí. Considerar cómo cuidamos, valoramos y respetamos a cada uno de sus miembros. También, éste es un año para pensar en la familia de los otros. Un momento para reflexionar sobre cómo valoramos y respetamos la familia de mi vecino, la de mis subordinados o compañeros… porque quizás, arrastrados por este mundo hedonista y utilitario podemos caer en ser de ésos que, lejos de facilitar y proclamar la alegría del amor y la familia, llegamos a pedir, a quienes nos rodean, que elijan entre trabajo, sustento, proyección, ocio… y familia.
Volvamos pues al lugar no sólo de dónde somos, sino al lugar “que somos”, a la familia divina y humana de la que formamos parte, y hagámoslo con todas sus consecuencias. Tenemos un año, o dos, o más bien, toda la vida.