El matemático y el poeta se asoman a la inmensidad del infinito amor explicando la perfección tangible de una rosa
La búsqueda del matemático comparte afán con la del poeta, ambos se nutren de anhelos, de pasión, de abismo. Ambos se asoman a la inmensidad del infinito amor explicando la perfección tangible de una rosa. Y como puente entre ambos lenguajes, el compositor.
Cuando me planteé este primer acercamiento a la idea de la Belleza, establecí, muy prudente y voluntariosa, un orden en el que tratar distintas hebras en esta serie de artículos. Estas semanas debía centrar mi observación en las ideas, en todo aquello a lo que el Hombre es capaz de llegar sin más herramienta material que su cerebro. Tiene su aquel que, en mi afán por plantear cierto orden en esta primera aproximación, me encuentre ahora mismo sentada en una plaza, rodeada de flores y aromas, pintores, visitantes consultando rutas de patios, niños vestidos de Primera Comunión, familias celebrando, sol, alegría, gente que viene y va, y yo pretendiendo soltar toda esta vida renaciente que percibo con mis sentidos para centrarme en pensamientos desnudos y todo aquello que, sin soporte material, explica el mundo y dibuja las emociones. A ver quién acalla todo este bullicio ahora. ¿Quién querría acallarlo precisamente ahora?
Desde el reloj de la plaza, una guitarra anuncia por soleares que es la una de la tarde.
Si un matemático estuviera sentado conmigo en esta mesa, podría explicarme cómo vectores imaginarios atraviesan a cada una de estas personas, y a nosotros mismos, en una suerte de representación de las distintas magnitudes de tiempo, fuerza y movimiento, describiendo con exactitud cada una de las acciones que están teniendo lugar ante mis ojos y las superficies que ocupamos todos: personas, animales, edificios y demás objetos. Y quizá, cuando consiguiera entenderlo, podría seguir su razonamiento matemático hasta definir en una elegante fórmula la esencia del principio que sea que prime sobre los demás en una situación así. Pero solo puedo asombrarme de la capacidad del matemático de entender más allá de unos niños jugando con los chorros del agua, las palomas o un perrillo.
El álgebra y la geometría, esos poemas que el Universo recita y solo unos pocos saben leer, y la poesía, el lenguaje que solo unos pocos pueden componer, abrigados por la música.
Dicen que las matemáticas son el lenguaje en el que Dios escribió el Universo, y el Hombre se acerca a ellas con toda su capacidad intelectual y de observación en una suerte de descubrimiento de ese mundo abstracto del que depende este plano físico en el que nos movemos. Algo así como ver a través de los agujeros de la caja en la que que estamos metidos. El alcance de ese mundo abstracto no deja de ser un acercamiento a una sabiduría mayor que nos sostiene. Es aquí donde, a cada avance intelectual en método, fórmula y resultado, el Hombre es consciente no solo de ese mismo avance, sino de todo lo que aún le queda por descubrir, por aprender, animándolo a seguir indagando sobre sí y sobre el mundo hasta llegar al centro mismo de la esencia.
Esa necesaria conciencia de lo que no se sabe, o de que no se sabe todo, es la carga de humildad que acompaña siempre al orgulloso buscador inteligente, pues solo aceptando los límites que habitamos podemos seguir avanzando en la constante búsqueda del confín. Esa es mi admiración. Me fascina la sensación de ir desvelando estancias del Templo con reverencia intelectual. Me atrae, en cierto modo. Quizá porque el ser humano está hecho para la Verdad, y tiende a ella, aunque su manera concreta de llegar sea diferente para cada uno. Y según cada talento, uno abre camino y otro acompaña. Una Verdad que ha de ser bella en su formulación y en su método, elegante, como bien describen los matemáticos a lo largo de la Historia.
La búsqueda del matemático comparte afán con la búsqueda del poeta, ambos se nutren de anhelos, de pasión, de abismo. Ambos se asoman a la inmensidad del infinito amor explicando la perfección tangible de una rosa. Y como puente entre ambos lenguajes, el compositor. El genio que consigue ver la música en su cabeza antes de traducir esos elementos abstractos que son las notas para que todos los demás la podamos oír.
El álgebra y la geometría, esos poemas que el Universo recita y solo unos pocos saben leer, y la poesía, el lenguaje que solo unos pocos pueden componer, abrigados por la música, que solo unos pocos pueden formular antes de que los demás la podamos escuchar.
Es al unir en la conversación matemáticas, poesía y música cuando podemos presentir la belleza del lenguaje universal de la abstracción, el que podemos aplicar a infinidad de realidades y que puede, a su vez, ser descubierto o vislumbrado desde tan dispares puntos de partida, pues solo aquel que explica el mundo puede ser intuido desde todo él.
Vuelve a sonar la guitarra del reloj de Las Tendillas, marca las dos con su soleá. Recuerdo ahora el taller del luthier en la Huerta de La Reina. Allí, entre maderas, cola, moldes, lijas y barnices, se detenía el tiempo. Cada sección del taller presentaba una fase diferente de la guitarra española: acá las planchas de madera sin tratar, colgadas a cierta altura, secando en su molde, en aquella esquina, una prensa. Al fondo del pasillo que arrancaba detrás del mostrador, entraba el sol por la ventana sobre otra de las estancias del taller, no se ve bien desde la puerta pero se adivina otra mesa de trabajo, y virutas por doquier. Y en un rincón, en la intimidad de la estancia, sentado en una silla flamenca de enea, el luthier va a probar por primera vez una guitarra. Acaricia el instrumento con el cariño, familiaridad y firmeza de quien lo ha parido, y rasga las cuerdas con suavidad y determinación. Después de tanto tiempo dándole forma, escucha, por fin, gracias a unas notas con compás flamenco, el verdadero nombre de su guitarra. Su primer sonido.
Yo estuve allí y lo escuché. Por alegrías.
Estrella Fernández-Martos, en eldebatedehoy.es/
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