Esa tarea transformadora corresponde sustancialmente a los laicos, en uso de su responsabilidad con máxima libertad
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No es misión de la Jerarquía dar soluciones, pues eso corresponde a la iniciativa de los fieles, especialmente de los laicos, en uso de su responsabilidad con máxima libertad
Terminó en Roma el Sínodo de los obispos, sobre los retos actuales de la evangelización.
Centrado en la persona de Cristo y en la vida profunda de los misterios de la fe, no ha dejado de tener presentes las necesidades de paz y justicia en el mundo, dentro de una seria invitación al diálogo con las demás religiones, y con la cultura y ciencia.
Frente a las críticas más o menos tópicas de espiritualismo cuando prevalece el mensaje específico de la fe, los padres sinodales han tenido presente el criterio del Concilio Vaticano II, en Gaudium et Spes 57: «Los cristianos, en marcha hacia la ciudad celeste, deben buscar y gustar las cosas de arriba, lo cual en nada disminuye, antes por el contrario, aumenta, la importancia de la misión que les incumbe de trabajar con todos los hombres en la edificación de un mundo más humano. En realidad, el misterio de la fe cristiana ofrece a los cristianos valiosos estímulos y ayudas para cumplir con más intensidad su misión y, sobre todo, para descubrir el sentido pleno de esa actividad que sitúa a la cultura en el puesto eminente que le corresponde en la entera vocación del hombre».
Por eso, en Roma se han escuchado muchas voces sobre el diálogo, como resumía el mensaje final: «con la cultura, que necesita una nueva alianza entre fe y razón; con la educación; con la ciencia que, cuando no encierra al hombre en el materialismo, se convierte en una aliada de la humanización de la vida; con el arte; con el mundo de la economía y el trabajo; con los enfermos y los que sufren; con la política, a la cual se pide un compromiso desinteresado y transparente del bien común; con las otras religiones. En particular, el Sínodo insiste en que el diálogo interreligioso contribuye a la paz, rechaza el fundamentalismo y denuncia la violencia contra los creyentes».
En ese contexto, me ha venido a la memoria la reflexión que expresaba Benedicto XVI en la homilía de la misa de la Jornada Mundial de la Juventud en Colonia el 21 de agosto de 2005, a partir de la Última Cena: «Haciendo del pan su Cuerpo y del vino su Sangre, anticipa su muerte, la acepta en lo más íntimo y la transforma en una acción de amor. Lo que desde el exterior es violencia brutal ―la crucifixión―, desde el interior se transforma en un acto de un amor que se entrega totalmente. Esta es la transformación sustancial que se realizó en el Cenáculo y que estaba destinada a suscitar un proceso de transformaciones cuyo último fin es la transformación del mundo hasta que Dios sea todo en todos (cf. 1 Co 15, 28). (...) Este es, ahora, el acto central de transformación capaz de renovar verdaderamente el mundo: la violencia se transforma en amor y, por tanto, la muerte en vida».
Esa tarea transformadora corresponde sustancialmente a los laicos, en uso de su responsabilidad con máxima libertad. Por esto, dentro del Año de la Fe, parece interesante prestar atención a las exigencias sociales que proceden del núcleo cristiano. El propio Benedicto XVI lo recordó en su primera Encíclica, Deus caritas est, de 2005, y le dedicó luego un texto específico: la Caritas in veritate, de 2009. Ponía de relieve —y tiene mucha actualidad— que «la doctrina social de la Iglesia es un elemento de evangelización», subrayando que «no se puede leer la doctrina social fuera del contexto del evangelio y de su anuncio», ya que «nace y se interpreta a la luz de la revelación».
Esa última Encíclica confirma una tradición: las enseñanzas sociales de la Iglesia se han ido construyendo poco a poco a lo largo de la historia en función de acontecimientos y del conjunto de la evolución de los pueblos. Refleja el juego de naturaleza y libertad, ley y conciencia, ineludible en todo comportamiento humano. Al comienzo fue prioritaria la asistencia a las viudas y a los pobres, que hoy, paradójicamente, vuelve a ser tema central de la acción de los cristianos. Entonces, tras la fallida vida comunitaria de los primeros cristianos, san Pablo tuvo que impulsar las colectas a favor de los fieles de Jerusalén. Así, hasta los retos que la globalización plantea ahora a creyentes y personas de buena voluntad. Fracasado el materialismo dialéctico, se impone una profunda revisión cultural, antropológica y ética del materialismo práctico, y de las pretensiones prometeicas de unos y otros.
Pero no es misión de la Jerarquía dar soluciones, pues eso corresponde a la iniciativa de los fieles, especialmente de los laicos. Con expresión lacónica, se reitera que la doctrina social de la Iglesia propone principios de reflexión, extrae criterios de juicio, da orientaciones para la acción. A los laicos incumbe, con expresión también del Concilio, en Lumen Gentium 33, «la preclara empresa de colaborar para que el divino designio de salvación alcance más y más a todos los hombres de todos los tiempos y en todas las partes de la tierra». Al cabo, como decía san Pablo a los de Tesalónica sobre Timoteo, somos colaboradores de Dios en el evangelio de Cristo: eso sí, sin soluciones únicas ni confesionales, con máxima iniciativa y creatividad, operando activamente la propia responsabilidad.