Dios no quiere vernos arrastrados y humillados por el peso de nuestros pecados, pero si nuestra autosatisfacción nos lleva a vernos mejores que los demás… no sólo los pies, sino hasta el corazón ha llegado el barro
Una de las parábolas más impactantes del evangelio es la conocida como “parábola del fariseo y el publicano”, que recoge el evangelista Lucas en su capítulo 18. Sorprende, en primer lugar, que Cristo ponga como ejemplo “de bueno” al fariseo, teniendo en cuenta que no eran precisamente sus mejores amigos, y el resto de la historia no tiene desperdicio alguno.
La realidad es que Dios no soporta la suficiencia: la tentación de estar tan satisfecho con uno mismo que terminamos considerándonos la medida de todas las cosas. Esa es la suficiencia del publicano, de aquel que, seguramente, hacía muchas “cosas buenas” pero las había reducido, en su interior, a un ejercicio de mera autorrealización y que, además, mira de reojo al que considera pecador, impuro e imperfecto.
El publicano es la encarnación de esa actitud de arrogancia que, como señala Charles J. Chaput, no pocas veces, encontramos en nuestras iglesias: “¿Cuántas homilías y canciones no hacen otra cosa que acariciar sutilmente la vanidad? ¿Cuántas plegarias, en efecto, dicen: «Gracias, Dios, por hacernos tan geniales. Ayúdanos a ser todavía mejores de lo que ya somos»?”, pregunta con ironía el arzobispo emérito de Filadelfia en Extranjeros en tierra extraña.
Y es así. No pocas veces, se nos nubla un pelín el juicio, a causa de ese pecado capital llamado soberbia que tan lejano puede parecer y tan sibilino es en realidad. La soberbia “en pequeñito”, la que se nos mete en el corazón con forma de aplauso a nuestra imagen en un espejo, hasta tomar posesión por completo de nuestro amor. Es entonces cuando no vemos a Dios como Padre misericordioso sino como “dador de premios”: “Oh Señor, has de concederme esto porque yo soy estupendo (como bien ves)”.
Nos acercamos a Dios esperando que nos dé una medallita por los maravillosos dones que hemos conseguido por nuestros propios medios… Como el publicano. Estamos encantados de habernos conocido y más encantados aún de “no ser como ese otro”. Y, por lo que cuenta Lucas, esto al Señor no le hace especial ilusión.
No porque Dios desee vernos tristes, quejumbrosos, arrastrados y humillados por el peso de nuestros pecados, sino porque, cuando nuestra autosatisfacción nos lleva a vernos mejores que los demás, una especie impoluta de torre de marfil que bien podría servir de ejemplo, cuando imaginamos nuestra hagiografía con capítulos y portada… no sólo los pies, sino hasta el corazón ha llegado el barro.
Recuerdo cuando el Papa Francisco publicó aquella carta del 20 de agosto de 2018 en la que, pidiendo perdón por los abusos a menores, señalaba: “con vergüenza y arrepentimiento, como comunidad eclesial, asumimos que no supimos estar donde teníamos que estar, que no actuamos a tiempo reconociendo la magnitud y la gravedad del daño que se estaba causando en tantas vidas”. Escuché, entonces, a una persona que daba “lecciones de moral”, afirmar que le había parecido injusto que el Papa metiese a todos en “el mismo saco porque él no tenía que pedir perdón por nada de esas características”, y efectivamente, así era; como tú y yo seguramente. Pero se le olvidaba aquel punto clave de nuestra fe llamado Comunión de los santos y por el que estamos todos, de alguna forma, en ese “mismo saco”: publicanos y fariseos. Más aún, porque somos unas veces uno y otras veces, el otro. Porque siempre podemos volver al templo a reconocer que, al fin y al cabo, si algo hemos de decir ante Dios se resume en esas tres palabras de un santo moderno: gracias, perdón y ayúdame más.