Yo soy el pan de vida; el que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá nunca sed (Jn 6, 35).
A mediados de mayo viajaba desde Bilbao a Extremadura; pasé por Ávila y subí al Santuario de Sonsoles. A la entrada, en un santiamén me vi rodeado de un grupo de niñas y niños que, llenos de alegría, gritaban repetidamente: ¡El domingo que viene vamos a hacer la Primera Comunión! Yo vestía clergyman y quizá relacionaron al Señor con la persona del sacerdote que se lo daría a comulgar.
Llegué al pueblo extremeño, en cuya entrada está la Ermita de su Patrona, María de Sopetrán. También me acerqué a saludarla y ¡no podía creerlo!: la mismísima escena vivida dos horas antes, se repitió en el atrio de la Ermita. Varios niños y niñas se acercaron gritando: ¡El domingo que viene hacemos la Primera Comunión! Quién sabe si por aquello de que “no hay dos sin tres”, de haber seguido hasta Cádiz, hubiera encontrado allí otro grupo igualmente jubiloso.
Confieso que este recuerdo me lleva a escribir ahora pensando en quienes, con el paso del tiempo, hayan dejado de comulgar. Los mayores damos por descontado que alegría y Primera Comunión son como dos caras de la misma moneda. Y siendo verdad, alguna vez tendríamos que preguntarnos: ¿De dónde y por qué ese gozo infantil? Toda alegría límpida tiene algo de inaprensible porque, en su raíz, late una chispa de misterio y trascendencia. Pero en la de Primera Comunión se diría que hay todavía un plus, como un pálpito divino de espiritualidad, únicamente conocido por el Señor, porque solo Dios sondea los corazones (Pr 21, 2). Es una alegría distinta de otras de esos mismos años, aunque se le parezcan: por ejemplo, la de los Reyes Magos; ésta se esfumará pronto: en cuanto distingan el hecho histórico de los regalos al Niño-Dios en Belén, de la fiesta mágica en la noche de Reyes. El encanto de la Primera Comunión también pasará, pero el hecho de la presencia real de Jesús en la Eucaristía permanecerá por mucho que la fe se debilite, o incluso algunos -supuesta o realmente- la hayan perdido al irse haciendo mayores.
La alegría de la Primera Comunión tiene vocación de supervivencia porque lo esencial no son los regalos, la novedad, ni la fiesta externa, sino la recepción de Cristo, oculto en el pan eucarístico: la comunión de Dios que es mi gozo y mi alegría (Sal 43, 4). Que la alegría perviva con los años, requiere no haber perdido la fe y que las dos se hayan hecho adultas. La fe, al profundizar en las verdades creídas y en las razones por las que creemos. Y la alegría, al madurar y fortalecerse en el combate y vaivenes de la vida.
Por eso, aunque en la alegría de los niños falte el vigor que hay en la del adulto, las dos son genuinas, porque lo esencial permanece: alimentarse con el Cuerpo y Sangre de Cristo, que sacia el hambre y la sed de amor y alegría que Dios ha sembrado en nuestro corazón. Estos anhelos vitales se satisfacen con la Comunión, como bien dejó a entender Jesús: Yo soy el pan de vida; el que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá nunca sed (Jn 6, 35). Su promesa sigue en pie y sólo espera que probemos a hacerla realidad. Cristo desea que la alegría de la Primera Comunión se recupere, si se hubiera perdido, o que se haga aún más honda en quienes comulguen con frecuencia. Vienen a cuento dos testimonios que cada uno, a su manera, confirman lo dicho.
El primero nos lo ofrece, como una “perla teológica”, san Agustín, cuando dice que Dios tiene sed de que el hombre tenga sed de Él (Quaest 64, 4) Descubrió esa “sed mutua” cuando la luz de la fe iluminó su vida y, entonces, la sació en la fuente del Dios-Amor, que se nos ofrece especialmente en Cristo pan de vida. Reconoció con dolor sus muchos años alejado del hontanar de la alegría; por eso, escribió con pena y gozo a la vez: ¡Tarde os amé, Dios mío, Hermosura tan antigua y tan nueva, tarde os amé! Vos estabais dentro de mi alma y yo distraído fuera, (…) Me disteis a gustar vuestra dulzura, y ha excitado en mi alma un hambre y sed muy viva. En fin, Señor, me tocasteis y me encendí en deseos de abrazaros. (Conf 10, 27-38). Nunca es tarde para ese abrazo de alegría.
Otro testimonio y “perla” no menos valiosa, es el de Bernardo, en su carta de agradecimiento a quienes tuvieron la idea de instalar una capilla con Sagrario, en el piso 33 del edificio Torre Espacio, en Madrid; y así, pudo vencer su insomnio. La carta, dada a conocer, la transcribo casi íntegramente porque vale la pena. Se presentaba escribiendo: “Soy un jubilado y desde hace un año viudo de la mujer más maravillosa del mundo. (...) Desde que falleció mi mujer, no he sido capaz de dormir serenamente; la echo mucho en falta y a la hora de acostarme, siempre asomaba la inquietud a mi corazón: no está Lourdes conmigo..., y llegaba hasta tener miedo y necesitaba dejar la luz de mi cuarto encendida, como hacía con mi hijo pequeño cuando, asustado, me decía que no podía dormirse.
“Hace ahora un mes, descubrí a la hora de acostarme que desde mi ventana -en el horizonte- se veía una luz verde en el edificio de Torre Espacio: aquella luz me intrigó; me parecía llamativa, bonita, en medio de la oscuridad de la noche. Pregunté qué era esa luz y alguien me explicó que señalaba el lugar donde había un Sagrario... ¡Qué alegría me dio, saber que por la noche tenía al alcance de mi mirada la luz de un Sagrario!
“Ese fue el bálsamo que necesitaba, esa era la luz que me devolvió la tranquilidad; esa luz pienso que me la hizo descubrir mi mujer, porque a partir de ese día, dormí ya tranquilo..., y con la luz apagada.”
Bastó la lucecita verde señalando la presencia de Dios a lo lejos, para hacer renacer la alegría en su corazón ¡Qué no hará en el nuestro alimentarnos con el Cuerpo y Sangre de Cristo presente en el Sagrario! Ojalá estas experiencias ayuden a frecuentar de nuevo la Eucaristía. Y, si ya lo hacemos, a vivirla con más amor y agradecimiento.