A pesar de todas las limitaciones personales, un rasgo esencial de los cristianos ha de ser su amabilidad, el querernos unos a otros, el empeño esforzado para que nuestras relaciones humanas estén presididas por una amable benevolencia que se comprometa en la práctica en el cuidado de los demás
Acabo de terminar el último libro de Josep Maria Esquirol, Humano, más humano. Una antropología de la herida infinita (Acantilado, 2021). Cada nuevo libro de este filósofo catalán es una verdadera fiesta del espíritu por lo muy pensado y por lo bien escrito que está. En esta ocasión es un libro quizá más difícil, porque se adentra en lo esencial, en el repliegue del sentir y pensar humanos, pero en él todo está dicho −o al menos se pretende− con sencillez y claridad.
Con expresión de Ricoeur, Esquirol da mucho que pensar. Anoté unos cuantos pasajes del libro. Por ejemplo, me impresionó una cita del teórico marxista Theodor Adorno (1903-1969) que Esquirol comenta así (p. 126): «En un texto de título elocuente: La educación después de Auschwitz [1966], Adorno sostiene que la principal finalidad de la educación no debería ser otra que la de combatir la insensibilidad. Con mucho acierto, considera equivalentes frialdad, insensibilidad e indiferencia, y reconoce lo inquietante que es cuando un determinado contexto social promueve la existencia de hombres “especialmente fríos”. Aprovecha, de paso, para hacer notar [Adorno] que es aquí donde falló el cristianismo: “Uno de los grandes impulsos del cristianismo, impulso que no se identificaba de manera directa con el dogma, fue el de extirpar la frialdad que todo lo penetra. Pero este intento fracasó, precisamente porque dejó intacto el ordenamiento social que produce y reproduce la frialdad” [Consignas, 93]».
Estoy del todo de acuerdo con la tesis de Adorno de que la educación −y así procuro con mis alumnos− ha de favorecer la sensibilidad. En cambio, me duele su comentario anticristiano, quizá porque me parece que en algún sentido acierta, esto es, dice algo muy profundo que invita también a pensar. Mientras Jesús y sus primeros discípulos encarecían a quienes les escuchaban a amarse los unos a los otros y los primeros cristianos eran admirados por cómo se amaban, la imagen distorsionada −y muchas veces falsa e injusta− de la Iglesia católica en los medios de comunicación se concentra en las cruzadas, la Inquisición, los anatemas de condenación, los penosos delitos de clérigos pederastas o tantas otras cosas que no reflejan el rostro amable de Jesús.
Cavilando sobre este trágico contraste, venía a mi memoria aquello que escribió el papa filósofo Juan Pablo II a propósito de la misión a él confiada: «Te doy como tarea la verdad, la gran verdad de Dios, destinada a la salvación del hombre; pero esta verdad no puede ser predicada y realizada de ningún otro modo más que amando» (Cruzando el umbral de la esperanza, 161). Los primeros cristianos dieron la vuelta a la sociedad romana gracias al protagonismo de las mujeres y a la atención de los más débiles, los pobres y los necesitados (R. Stark, La expansión del cristianismo). Incluso Juliano el Apóstata, el último emperador pagano, reconocía en el año 362 que «los galileos ateos (esto es, los cristianos) sustentan no solo a los suyos, sino también a los nuestros, cuando los nuestros carecen a menudo de nuestra ayuda» (C. Markschies, Estructuras del cristianismo antiguo, 123).
Los cristianos del tercer milenio en medio de una sociedad secularizada, individualista y fría, están llamados a una tarea semejante. Cualquiera que viaje a un país del llamado tercer mundo descubre enseguida que con los más pobres de los pobres quienes están son de ordinario −junto con las hijas de la madre Teresa de Calcuta− una monja vasca de Amorebieta, un fraile navarro de Caparroso o un abnegado médico español, que se desviven por sacar a la gente adelante: nunca encontrarás con los más necesitados al Estado; siempre encuentras a la Iglesia católica. Sin ir más lejos, lo mismo pasa ahora en las grandes ciudades españolas en torno a algunas parroquias u otras organizaciones similares: allí se da de comer con cariño y sin preguntas.
Me encantó la encíclica del papa FranciscoFratelli tutti y su cordial invitación a recuperar la amabilidad en el espacio público y en todos los ámbitos sociales, comenzando por la familia: «Todavía es posible optar por el cultivo de la amabilidad. Hay personas que lo hacen y se convierten en estrellas en medio de la oscuridad» (n. 222). Copio las primeras líneas del n. 224: «La amabilidad es una liberación de la crueldad que a veces penetra las relaciones humanas, de la ansiedad que no nos deja pensar en los demás, de la urgencia distraída que ignora que los otros también tienen derecho a ser felices. Hoy no suele haber ni tiempo ni energías disponibles para detenerse a tratar bien a los demás, a decir “permiso” [“por favor”, en España], “perdón”, “gracias”. Pero de vez en cuando aparece el milagro de una persona amable, que deja a un lado sus ansiedades y urgencias para prestar atención, para regalar una sonrisa, para decir una palabra que estimule, para posibilitar un espacio de escucha en medio de tanta indiferencia. Este esfuerzo, vivido cada día, es capaz de crear esa convivencia sana que vence las incomprensiones y previene los conflictos».
A pesar de todas las limitaciones personales, un rasgo esencial de los cristianos ha de ser su amabilidad, el querernos unos a otros, el empeño esforzado para que nuestras relaciones humanas estén presididas por una amable benevolencia que se comprometa en la práctica en el cuidado de los demás. Solo así será posible transformar nuestra gélida sociedad individualista en un hogar cálido y acogedor en el que todos podamos sentirnos en casa.