Proseguimos hablando del trabajo que, para los creyentes, ha tenido un singular protagonista al haberlo ennoblecido con sus “manos divinas” y también “humanas”. Nos referimos, respectivamente, a la persona de Dios-Padre y a la de su Hijo encarnado: Cristo. Pero ¿hay “manos divinas”? Cabe afirmarlo cuando leemos en el Génesis: Dios formó al hombre del polvo de la tierra, insufló en sus narices aliento de vida” (Gén 2, 7). Con lenguaje inspirado en el oficio del alfarero, imaginamos a Dios-Padre, modelando al hombre; pero no Él solo, sino con su Hijo y su Espíritu, como si fueran sus “manos divinas”. Y los Tres confían al hombre -varón y mujer- desarrollar las potencialidades de la creación, que “no salió plenamente acabada de las manos del Creador. Fue creada ‘en estado de vía’ (…) hacia una perfección última todavía por alcanzar, a la que Dios la destinó” (Catecismo de la Iglesia, n. 302).
Dios mismo, en Cristo, se nos ofrece como modelo perfecto en esa misión. Su trabajo tenía dimensiones humanas cuando, en Nazaret, laboraba para sus paisanos; y a la vez motivaciones divinas para gloria de su Padre celestial y redención nuestra. Lo dice él dirigiéndose al Padre: Yo te he glorificado en la tierra: he terminado la obra que Tú me has encomendado que hiciera (Jn 17, 4). El Catecismo lo expresa así: “Toda la vida de Cristo es Misterio de Redención. La Redención nos viene ante todo por la sangre de la cruz (cf. Ef 1, 7; Col 1, 13-14; 1P 1, 18-19), pero este misterio está actuando en toda la vida de Cristo” (n. 517). En Nazaret, pues, al trabajar la madera con sus manos, y en el Calvario al dejárselas clavar en el madero de la cruz.
El trabajo creador fue perfecto:Y vio Dios que era muy bueno cuanto había hecho (Gen 1, 31) Lo mismo el de Cristo, como decía la gente: Todo lo ha hecho bien (Mc 7, 31) ¿Dónde está el secreto para que también nuestro trabajo merezca igual comentario? Sugeriría tres condiciones que, a modo de pilares de un trípode, lo sustenten y hagan digno de Dios.
La primera atañe a la tarea concreta, en sí misma considerada: es decir, que resulte valiosa, “competitiva” diríamos hoy, porque nadie que se precie hace trabajos impresentables, ya sea confeccionar un menú, proyectar un rascacielos o lo que fuere. Sin duda, los trabajos salidos del taller de Nazaret o los hechos en las casas de sus vecinos, más de una vez, suscitarían comentarios elogiosos.
Una segunda condición afecta al entorno humano, a las personas por y para quienes se trabaja. Por bueno que un trabajo sea, si no vaya acompañado de cercanía humana, perdería uno de los pilares de la obra perfecta. Un amigo, catedrático de Medicina, me decía que al impartir un seminario de ética médica, en la primera clase presentaba el caso de un estudiante, publicado en una revista americana. Transcribo parte del relato:
“… A medianoche, un sábado de mucho trabajo, trajeron a urgencias a una chica que había intentado suicidarse cortándose la arteria radial. Le pusimos un torniquete, canulamos una vena (…), transfundimos sangre. Una vez estabilizada, vino el residente de cirugía y tuve que ayudarle. Me daba lástima ver el desaliento en la cara y en los ojos de la muchacha. (…) A ratos sollozaba y decía que la vida era un asco (…). De pronto, el residente le dijo: La próxima vez, ¿por qué no te tiras desde el puente? Y deja de lloriquear. No lo aguanto. Al oír eso, me quedé mudo… El residente, con gran destreza, terminó de reparar la arteria y se marchó sin decir palabra. Intenté consolar a la chica. Le dije que el hombre estaba agotado, que había tenido demasiado trabajo…”. El suceso habla por sí solo: impecable trabajo médico, empobrecido por el deplorable comportamiento humano.
Un tercer pilar del buen trabajo sería la motivación de quien lo realiza. Aquí, el protagonista es el amor, en una escala que va desde hacer algo “por amor al arte” -todo enamorado de su trabajo-, hasta la motivación suprema: hacerlo por amor a Dios. Entre esos extremos tenemos otros amores que también lo inspiran: muy en primer lugar la familia por y para quien trabajamos. Respetada la jerarquía, son todos amores incluyentes.
Viene a mi recuerdo un comentario de san Josemaría, a propósito de “motivación suprema”. Terminadas unas obras de albañilería, realizábamos una primera limpieza; espátula en mano, quitaba pequeños trocitos de cemento adheridos al suelo. Llegó en aquellos momentos y desde lejos me preguntó: ¿Qué estás haciendo, hijo mío? Apenas tuve tiempo de contestarle porque al aproximarse un poco más y ver la pequeñez de mi ocupación, comentó con espontaneidad: Mira: eso que haces es una insignificancia, pero si pones amor de Dios, ¡tiene mucho valor! Difícilmente haya tarea más exigua que la que estaba haciendo; anima pensar que a Dios le bastan pequeñeces para agradarle y, a la vez, engrandecer menudencias. Lo ha dicho el mismo Jesús: Cualquiera que os diere un vaso de agua en mi nombre, porque sois de Cristo, en verdad os digo que no perderá su recompensa (Mc 9, 41). El principio rector de todas las acciones en la vida de Cristo fue ese: su amor al Padre y, por Él, a todos nosotros. Decía que su alimento era querer la voluntad del Padre y llevar a cabo su obra (Jn 4, 34).
En el Museo Hermitage, un óleo de G. van Honthorst que tituló “La infancia de Cristo”, sería buen logotipo para este artículo. Representa el taller de Nazaret, al anochecer. Un Jesús, como de doce años, vela en mano, alumbra la tarea de José que, empuñando escoplo y martillo, trabaja un madero. Aquella obra saldría perfecta porque pensaría también en el sustento para Jesús y su Madre; y, sin olvidar al cliente para quien trabajase, lo primero sería el amor a Dios-Padre por haberle confiado semejante tarea, junto al Hijo que le estaba ayudando.