Poner orden en nuestra vida, en nuestros asuntos, es la tarea que debemos emprender
La Cizaña es el título de uno de los cómics de Astérix. Roma decide poner fin a la resistencia de la pequeña aldea del norte de la Galia. Como hasta ahora ha sido invencible, deciden enviar a un turbio personaje, Perfectus Detritus, que tiene la gran habilidad de sembrar cizaña por donde va. Es experto en crear desconfianza, dividir, caldear el ambiente. Todo un experto desestabilizador. Así, dividiendo la población del poblado, piensan que será fácil conquistar.
También hay personajes pacificadores, personas que tienden puentes, que unen. Todos los años se concede a unos de estos el famoso premio Nobel de la Paz, no estaría mal que estuviéramos entre los nominados de este año. Tener como cometido en nuestra vida dar paz, unir, descubrir lo positivo, animar y dar esperanza; sobre todo, en el ámbito familiar.
Tradicionalmente la paz se ha entendido como consecuencia de la lucha: “Si vis pacem para bellum” reza el adagio clásico; aunque su autor, Vegecio, decía: “si realmente deseas la paz, prepárate para la guerra”. De aquí toma su nombre la tristemente famosa arma de los terroristas vascos “la parabelum”. Según el autor, para lograr la paz, hay que prepararse: es un logro, una adquisición, el resultado de una contienda. Así entendida, la paz es fruto de la imposición, de la fuerza. Se logra por las armas, esto justifica los gastos en armamentos: son disuasivos.
El Evangelio de este domingo nos relata la aparición del Resucitado a los Apóstoles, su saludo es: “¡Shalom, paz a vosotros!”. Llama la atención que el primer fruto de la Pasión y Resurrección del Señor sea la paz ¡Qué bien tan precioso debe ser! Además, esta oferta se repite por tres veces en esta perípoca.
En boca de Benedicto XVI: “no es un simple saludo; es mucho más: es el don de la paz prometida, conquistada por Jesús con el precio de su sangre; es el fruto de su victoria en la lucha contra el espíritu del mal”. La auténtica paz viene de Dios y está relacionada con el bien moral, sus armas no son la imposición, la prepotencia, incluso diría que la verdad; se logra con la bondad, con la mansedumbre, con la sangre del Cordero derramada por amor.
Pienso que todos agradecemos la paz: tenerla interiormente y vivir en un entorno tranquilo, pacífico. Podemos contribuir a la paz lográndola para nosotros y así la podremos transmitir a los demás. Según lo que hemos visto, la paz es un don y una tarea. Me comentaba un amigo que no se sentía cómodo con el silencio, en ese entorno escuchaba la voz de la conciencia. La solución no es el jaleo, el activismo, el ruido. En estos casos es mejor entrar a fondo, pensar, reflexionar, enderezar lo torcido, pedir ayuda para recuperarla.
Un camino que nos indica el Evangelio de hoy es acudir al sacramento del perdón. “Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les son perdonados; a quienes se los retengáis, les son retenidos”. Hace unos días escuché a un señor que acaba de confesarse: “¡Qué paz! ¡Qué alegría siento ahora! Muchas gracias”. Después de confesar estaba feliz, lleno de paz.
Según san Agustín, la paz es “tranquilidad en el orden”. Poner orden en nuestra vida, en nuestros asuntos, es la tarea que debemos emprender. El orden no es solo material, es sobre todo en las ideas, en los principios, tener unas buenas coordenadas que nos indiquen lo que es realmente importante. Poner a Dios y sus enseñanzas en primer lugar. Vivir con coherencia y rectificar siempre que haga falta. Luego, saber que están los demás que yo; esto es, que mi misión es hacerles felices, facilitarles las cosas. Y nosotros nos ponemos a la cola, al final. Esto puede parecer muy espiritualista, trasnochado, pero es de una eficacia tremenda. Actuando así, salimos ganando, nos realizamos de verdad.
En la familia, sobre todo en las relaciones conyugales, la paz y la armonía, la cordialidad son las que hacen amable, deseable “el nido”. No podemos transformar el hogar en un búnker y las relaciones familiares, las conversaciones no pueden ser un consejo de guerra. Aquí no vale el tener razón, el así se hacen las cosas, los derechos… la única razón que vale, que cuenta, es si hago feliz al otro, si logro que se sienta querido, comprendido.
Todo lo demás será verdadero, razonable, pero si no está envuelto en la caridad, acompañado del cariño y expresado con educación y delicadeza, se convierte en un arma de gran poder destructivo. Nos podemos preguntar qué precio estamos dispuestos a pagar por tener paz y vivir en paz. Qué me haría falta para ser nominado entre los candidatos al Nobel.