La Pascua pone de relieve la insondable magnitud del amor divino manifestado en el perdón: Dios resucita para los cobardes que le negaron
Uno lee los evangelios correspondientes a las misas de los primeros días de Pascua y no puede menos que pensar de los Apóstoles “menuda pandilla de cobardes eran estos tipos”; escondidos, asustados, con temor… Son frases que se van repitiendo en los pasajes de estas jornadas. Y lo más chocante es que Jesucristo, pudiendo hacerlo, no los cambió por otros para hacer posible su Iglesia. Cualquier entrenador de un equipo de regional hubiera mandado a éstos al banquillo, por inútiles, y habría sacado un reemplazo cuando era el momento de ampliar las miras, llevar la Iglesia a todo el mundo y sufrir, en carne propia, por Cristo.
Exceptuando a las Santas Mujeres, que les dan un repaso de fortaleza a los discípulos bastante notable, incluso a Juan, que había aguantado hasta el final, lo vemos ahora algo amedrentado… En resumen, podemos decir que los relatos de estos días de pascua son “el minuto de gloria de los cobardes”. Y no sabes, Señor, qué alivio.
No tengo muy claro qué hubiéramos hecho cada uno de nosotros si nos hubiéramos encontrado en el pellejo de los Apóstoles. Quizás hubiéramos bravuconeado como Pedro para salir corriendo ante la acusación de una vieja cotilla, o hubiéramos sido otros hijos del trueno, juzgando a los demás y “ordenando” su ejecución por la divinidad, o quizás más callados, menos cercanos, como Nicodemo, pero con la valentía de dar la cara cuando todos se escudan en la noche.
Pues bien, aun así, la resurrección también va por los cobardes, o incluso va “más” por los cobardes, los realistas, los “si no veo, no creo”, por nosotros…
Los evangelios de estos días de Pascua son algo paradójicos. ¿Por qué recordar estas miserias de nuestra vida en unas jornadas gloriosas? Podían haberse centrado los textos en la parte instagramera de la historia: apariciones, paseos sobre las aguas… Y no lo hacen. Los relatos de estos días de alegría, de aleluya, nos recuerdan que sólo Dios puede juzgar los corazones, las historias, la vida cristiana de los demás; traen al frente la realidad de que, aunque creemos que somos “del equipo de los buenos”, también negamos al Señor, a veces incluso, por arrogarnos la potestad divina pidiendo que “baje fuego del cielo” en su nombre para eliminar “a ésos que no son tan buenos como nosotros”.
La Pascua pone de relieve la insondable magnitud del amor divino manifestado en el perdón. La lógica de Dios es esta, de principio a fin: Cristo muere como víctima expiatoria por nuestros pecados, y esto nos asombra; pero es más asombroso que, aun después de constatar que no estamos a la altura, por mucho que nos lo creamos o lo pregonemos, sigue confiando en nosotros y nuestra libre respuesta a esa llamada es la que cambia el curso de la Historia.
Dios que nos creó sin nosotros no nos salvará sin nosotros, a pesar de los pesares. También esto forma parte de la gran alegría de la Pascua: la certeza de que también resucitaremos los cobardes.