El rector de la Universidad de Navarra, sopesa las dificultades que se viven en el entorno académico católico, y añade una visión esperanzada
«Una universidad de inspiración cristiana puede llegar a ser uno de los mejores lugares del mundo para estudiar, investigar y trabajar».
Dentro del mundo académico suelen proliferar perfiles que parecen tremendamente divorciados: los profesores muy teóricos o los demasiado pegados al suelo, al barro. Los que pretenden explicar el mundo a partir de sus prejuicios −un género, nunca mejor dicho, cada vez más extendido− y los que pretenden explicar cómo ganar dinero a toda costa. Coexisten con el nutrido elenco de buenos profesores de Ingeniería, de Derecho, de Medicina, e incluso con los pocos aficionados a las variantes textuales en autores antiguos de tercer rango.
Existen universidades estatales sin ningún empacho por acumular deudas, y otras particulares cuya prioridad consiste en no incurrir en ningún número rojo. Hay alguna que otra universidad declaradamente hostil a la religión, y otras cuyas capillas celebran tres misas abarrotadas a diario. Entre la Escila prosaica y la Caribdis yerma, un grupo de universidades intenta conjugar su ideal cristiano, la eficacia en la gestión, y la calidad de sus investigaciones y programas docentes. Un entorno muy parecido a una travesía oceánica repleta de huracanes, amenazas de piratas, riesgo de disentería, malos vientos, desidia de los marineros. Un mar donde la destreza, la constancia y la prudencia resultan obligadas.
Sin duda, el proceloso piélago universitario es donde más hay que preguntar «¿dónde están los intelectuales cristianos?». Por eso, charlamos con el rector de una de las más destacadas universidades católicas de España, con una considerable proyección mundial. La Universidad de Navarra, fundada en 1952 por san Josemaría Escrivá. Su sede central está en Pamplona, adonde arribó este santo aragonés, tras su penoso periplo de huida de la zona controlada por el Frente Popular durante la Guerra Civil. A pie, logró pasar los Pirineos leridanos, dejando atrás Madrid y Barcelona, y entrando en Andorra con media docena de acompañantes, miembros del Opus Dei. Tras Lourdes, se dirigió a la otra España, y Pamplona fue la primera ciudad que pisó. Una universidad, pues, fundada con la memoria de terribles adversidades. Y destinada a superarlas también hoy, como el resto de entidades católicas dedicadas a la enseñanza y a la investigación.
Alfonso Sánchez–Tabernero (Salamanca, 1961) es su rector desde 2012; antes había sido decano la Facultad de Comunicación entre 1996 y 2005 −lo primero que hizo fue cambiarle el nombre, porque hasta el momento se llamaba «de Ciencias de la Información»−; y entre 2005 y 2012 ocupó dos vicerrectorados. A lo largo de estos años ha sido un decidido impulsor de iniciativas internacionales del IESE, la escuela de negocios de la universidad. Y también de implantar una sede en Madrid, además de otra Clínica Universitaria −aunque Alfonso es madridista irredento, no ha puesto pegas a que la clínica sea el proveedor médico oficial del equipo de Simeone; algo que dice mucho de su pragmatismo y del modo como gestiona. Al mismo tiempo que iba pasando de estudiante a doctor, luego a profesor de Empresa Informativa, decano y rector, ha estado vinculado a otras universidades, como la del País Vasco, la Universidad de Manchester, o la Universidad de Northwestern de Chicago.
Charlar con él es como escuchar la traducción al seglar de una famosa homilía de san Josemaría Escrivá, «Amar al mundo apasionadamente» (1967), pronunciada en una misa al aire libre cuando el campus se hallaba en su segunda gran etapa de construcción. En concreto, el altar se colocó en la entrada al nuevo edificio de Bibliotecas.
Se discute dónde están los intelectuales católicos. Pero, antes que nada, ¿percibe usted un arrinconamiento del pensamiento católico en el mundo cultural general? Hablamos desde el discurso político hasta la mentalidad empresarial, el tono y modelo antropológico de las series, películas, contenidos televisivos.
Es indudable que Europa es una sociedad cada vez más secularizada y que, en nuestro país, los católicos vamos camino de convertirnos en una nueva minoría, tanto numérica como culturalmente. En este contexto, y como ha puesto de manifiesto el reciente debate que menciona, se echa en falta la «voz» de los cristianos en la sociedad, la economía o la cultura. Pienso que la causa está tanto en la creciente actitud de rechazo a lo religioso como en la falta de capacidad de los católicos para presentar de un modo atractivo y convincente las grandes propuestas del pensamiento cristiano. En esto último tenemos una responsabilidad especial las instituciones educativas. Si me permite emplear una metáfora futbolística, diría que necesitamos mejorar en el entrenamiento (la profundidad de la formación intelectual), ser capaces de hacer equipo (dialogar y buscar sinergias) y salir al campo a darlo todo cada día, sin rehuir la propia responsabilidad.
En la Carta a Diogneto, se afirma que los cristianos viven en medio de las ciudades participando activamente en ellas, pero trascendiéndolas. Si estamos en ruta hacia una sociedad muy secularizada, pagana o directamente anticristiana, ¿de qué manera se puede vivir como cristianos hoy?
Me alegra que mencione a los primeros cristianos, porque me parece que son nuestro mejor referente en el momento actual. Ellos vivían en un mundo pagano, pero no se retiraron de él. Precisamente, el fundador de la Universidad de Navarra, San Josemaría, nos invitaba con frecuencia a amar el mundo apasionadamente y a contribuir a su transformación mediante el trabajo profesional. Los primeros cristianos vivían en circunstancias difíciles, como nosotros. Su vitalidad no era fruto de una actitud ingenua, sino de la fuerza de su fe y el ejemplo de su caridad que a tantos atraía.
Desde el punto de vista de las universidades, a veces explico que nos acechan tres posibles errores. El primero es quedarse en lo normativo, como si las reglas aseguraran la presencia de los valores cristianos en una institución. En realidad, lo decisivo son las personas y, en concreto, los profesores. El segundo sería adoptar una «estrategia de repliegue»: dirigirse únicamente a quienes ya comparten la fe. De este modo, se pierde de vista que la actitud cristiana requiere el diálogo y la apertura. Por un lado, porque el mensaje del Evangelio es universal, todos se pueden beneficiar de él. Y, por otro, porque, en un contexto de polarización y enfrentamiento como el que vivimos, los católicos deberíamos ser capaces de tender puentes. El cristianismo está por encima de las ideologías, ya que no se basa en la fuerza o el poder. El tercer error sería la actitud de camuflaje: mantener algunos signos externos de la identidad cristiana (como los crucifijos), pero evitando comprometerse en cuestiones nucleares de la fe para evitar que alguien se incomode.
Podemos correr el riesgo de ser católicos solo en la capilla, y luego ser, sin más, «profesionales».
Sin duda. Me atrevería a decir que ese es uno de los principales riesgos del modo de vivir la religión en nuestro país. Sería como llevar una doble vida. No hay vida cristiana sin sacramentos, pero estos no pueden reducirse a meras prácticas piadosas, sino que deben ser fuente de transformación personal y social. Un cristiano es alguien que tiene una misión: poner su trabajo al servicio de los demás, contribuir al bien común y ofrecer con su vida un testimonio de fe.
En nuestra tradición educativa, lo habitual es que el saber esté compartimentalizado. Eso favorece la escisión entre lo religioso y lo profesional en la vida de las personas. Con esta preocupación, en la Universidad de Navarra llevamos tiempo haciéndonos la siguiente pregunta: ¿qué tipo de médico, periodista o economista necesita la sociedad? Esto incluye tanto los aspectos técnicos como los éticos y las cualidades personales. De este modo, buscamos que los estudiantes entiendan, por ejemplo, que la responsabilidad ética forma parte de su ejercicio profesional. Antes o después tendrán que enfrentarse a cuestiones de justicia, solidaridad, etc. Asimismo, la formación teológica que ofrecemos contribuye a que comprendan que la religión no es algo separado o extraño, sino una dimensión más de la vida (de hecho, una de las más importantes para gran número de personas). Una educación integradora es un buen camino para prevenir ese dualismo que menciona.
También se lee en la Carta a Diogneto: «Lo que el alma es en un cuerpo, esto son los cristianos en el Mundo». ¿Cómo volver a ser el alma en el mundo? ¿Dónde está el equilibrio entre no ser mundano, pero ser, al mismo tiempo, la sal del mundo?
El mundo actual se rige con frecuencia por criterios de eficacia y éxito o, en otras palabras, de productividad. Por su parte, la religión nos recuerda que lo decisivo en la vida es la fecundidad, es decir, la capacidad de generar bienes que no se agotan al compartirlos con otros (como el saber o el amor). El reto actual de las universidades de inspiración cristiana es conseguir ser relevantes y reconocidas por la comunidad universitaria internacional, sin por ello desviarse de lo esencial: ser un lugar de crecimiento intelectual, personal y espiritual. Se podría decir que el punto de equilibrio está en que la fecundidad no quede ahogada por la eficacia, pero en concreto tiene que descubrirlo cada persona y cada institución. Es importante saber rectificar cuando es necesario, porque no hay fórmulas mágicas.
Además, a las universidades nos corresponde estar en el origen de los cambios sociales, contribuyendo a generar una nueva cultura, más humana. Por ejemplo, en el reciente debate sobre la eutanasia, no basta con oponerse y señalar los problemas éticos de su legalización. También es necesario ocuparse de los motivos que nos han llevado a esta situación, como la pérdida del valor del cuidado o entender la dignidad en términos de utilidad. A través de la investigación y la docencia podemos ayudar a concebir la enfermedad y el final de la vida de otra manera. Esto me parece importante, porque nuestra actitud no debería ser únicamente reactiva, sino ante todo propositiva: ofrecer soluciones y alternativas, capaces de convencer a una mayoría.
En muchos países, como España, la Iglesia, de una manera o de otra, dispone de una amplia red de organismos de índole cultural: desde universidades hasta televisiones, radios, colegios… ¿Qué balance le merece el uso de estos medios?
Creo que no se puede hacer un balance general sobre una realidad tan variada, donde la iniciativa corresponde a muy distintas entidades o personas. Me alegra comprobar la confianza que tantos padres siguen depositando en colegios y universidades que ofrecen una educación religiosa. Es una buena señal, a la vez que una gran responsabilidad. Aunque para el futuro de la religión lo decisivo siempre es la familia, la enseñanza media tiene un papel clave. Y aquí las universidades podemos contribuir de manera muy directa, porque en nuestras aulas se forman esos futuros profesores.
Algunas de las principales instituciones formativas en el ámbito empresarial o financiero son, en cierto modo, confesionales, o lo fueron en sus inicios, o se inspiran abiertamente en el humanismo cristiano. O eso dicen. Y su reconocimiento internacional es de primera magnitud. Pero ¿qué efecto real tienen en el modelo económico, en la manera como se gestionan las empresas, el trato con clientes, con los empleados?
La Escuela de Negocios de la Universidad de Navarra, el IESE, tiene gran reconocimiento internacional, con sedes en varios países. Desde sus comienzos ha buscado tanto la excelencia, por ejemplo, al contar con el asesoramiento de Harvard, como también hacer presentes los valores cristianos en el mundo de los negocios. Todos somos conscientes de los puntos débiles de nuestro actual modelo económico. Lo que está en manos de una institución educativa es, en primer lugar, poner ella misma en práctica principios de la doctrina social de la Iglesia, cuidando de sus empleados y alumnos.
Además, le corresponde promover la reflexión ética y ofrecer una docencia que podríamos llamar «transformadora», que impulse a las personas tener compromiso social.
En concreto, el IESE cuenta con un departamento de ética de los negocios que promueve la visión humanista. Además, recientemente, en la Universidad de Navarra hemos incluido el liderazgo ético en instituciones y empresas entre las líneas estratégicas para los próximos cinco años. Tenemos grandes esperanzas en este proyecto, porque efectivamente percibimos la necesidad de que las personas sean siempre el centro de la actividad económica y nunca una mera mercancía. Por otro lado, la contribución del IESE ha sido decisiva en la puesta en marcha de varias escuelas de negocio en todo el mundo, por ejemplo, en África. Ahí el impacto social es patente: en países con dificultades de acceso a la educación y problemas de corrupción, formar en la integridad profesional puede ser decisivo para el desarrollo de esas sociedades.
La universidad fue un invento de la Iglesia. Más en concreto, su germen son las escuelas de los obispados. ¿Qué ha sucedido para que la centralidad de lo teológico se haya desleído?
En el caso de España y otros países cercanos, fueron motivos históricos concretos los que explican que la teología dejara de estar presente en las universidades. Pienso que es muy necesario que una universidad cuente con una facultad o departamento de Teología. También en las universidades públicas, como sucede en otros países. La investigación teológica y la docencia de la religión ayudan a mantener vivo el lugar que le corresponde en los saberes universitarios. La ciencia examina todas las preguntas que tienen los seres humanos y, por eso, debe ocuparse también de Dios.
En la Edad Media, se entendía que todas las ciencias eran ancilares de la Teología. ¿Es así ahora en las universidades católicas? ¿Cuánto sabe de Cristo, o de los Padres de la Iglesia, el alumno que obtiene un grado, máster, doctorado en una universidad católica?
La unidad del saber requiere la presencia de la teología, así como de la mediación de la filosofía con las demás ciencias. Ese ideal clásico sigue vigente.
A los profesores siempre nos parece que los alumnos saben menos de lo que necesitarían acerca de nuestra disciplina. También sucede con la Teología. Bromas aparte, es muy cierto que en el caso de los cristianos hay un desequilibrio entre el tiempo y el esfuerzo que dedican a su cualificación técnica y el que dedican a profundizar en la fe. Esta es una de las causas de los problemas que hemos venido comentando. Le puedo contar que en la Universidad de Navarra los alumnos pueden cursar dos asignaturas de Teología y que en los últimos años hemos visto crecer significativamente el interés de los estudiantes por ellas. Lo interpreto como un signo de lo bien recibido que es el mensaje cristiano cuando se presenta de un modo atractivo y con altura académica.
¿Cuál es hoy la premisa mayor en las universidades católicas? ¿Su aspecto más relevante?
Ser una universidad en el sentido pleno de la palabra. Lo explica bellamente Juan Pablo II en Ex Corde Ecclesiae. El cristianismo impulsa a una institución a ser más y mejor universidad, porque sitúa la búsqueda desinteresada de la verdad y el servicio al bien común como principios rectores. Pienso que haríamos un flaco favor a la Iglesia si no intentáramos que nuestra docencia e investigación alcanzaran el mayor nivel posible, a la altura de la ciencia actual. Ese fue el ideal de Newman, que sigue siendo un claro referente. Estoy convencido de que es posible ofrecer una educación liberal, es decir, humanista en una institución que aspire a convertirse en research university. Además, la luz de la fe ofrece una concepción más profunda y completa de lo humano, capaz de interesar también a quienes no son cristianos y vienen a nuestras aulas.
¿Qué peso tienen las humanidades, en especial lo que se llama cultura clásica (los griegos, los latinos, tanto cristianos como gentiles), dentro del currículo medio de un alumno en una universidad católica?
Debería tener un peso significativo. En el mundo fragmentado en el que vivimos, es muy necesario poner a los estudiantes en contacto con la tradición intelectual para que entiendan las raíces de su forma de ver el mundo. En el mundo fragmentado en el que vivimos, es muy necesario ayudar a los estudiantes a comprenderse poniéndolos en contacto con la tradición intelectual. El conocimiento de la tradición permite tomar distancia, orientarse y, así, elegir con más libertad, sin quedar al albur de las modas o el pensamiento dominante. En nuestra universidad contamos con un Core Curriculum que ofrece educación humanística a los estudiantes de todos los grados. Cada titulación tiene aproximadamente un 10% de estos contenidos (ética, antropología, historia, teología, ética profesional, etc.). Un proyecto reciente, que ha tenido buena acogida, es el Programa de Grandes Libros, común en universidades de otros países, pero hasta ahora poco frecuente en nuestro país. Es animante comprobar el interés de las nuevas generaciones por leer a Homero, Shakespeare o la Biblia. Además, no los leen como piezas de museo, sino para reflexionar sobre lo que esos textos enseñan para la propia vida y la sociedad.
¿En qué tendría que ser la universidad católica un referente social y mundial de forma inequívoca? ¿Cómo habría que completar la frase «Hay que estudiar en una universidad católica, porque las universidades católicas son las mejores en…», dicha por cualquier persona?
La respuesta que daría es «porque ponen a la persona en el centro». Estoy convencido de que una universidad de inspiración cristiana puede llegar a ser uno de los mejores lugares del mundo para estudiar, investigar y trabajar. Al poner a la persona en el centro, el criterio fundamental no es el de la eficacia o la productividad, como ya he explicado. La universidad es, ante todo, una comunidad de personas, donde lo decisivo es la convivencia culta entre profesores y alumnos. Debemos ser instituciones que puedan seguir generando auténticos maestros capaces de dar respuesta a las grandes preguntas de cada época, sirviéndose de las luces de la razón y de la fe.
Además, compartir una misión trascedente facilita que todos en la universidad contribuyan al proyecto común. Puedo decirle también que, en mi experiencia, el cristianismo es fuente de esperanza, que nos ayuda a ser ambiciosos en nuestro afán de servicio y a mirar a largo plazo, sin desalentarnos por los obstáculos que van apareciendo.
Entrevista de José María Sánchez Galera, en eldebatedehoy.es
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