“La encarnación es el lugar para la salvación del hombre. Tenemos que esforzarnos por descubrir esta belleza”
«Necesitamos una regla de vida que no sea presentada como una obligación que viene de fuera sino como una aspiración del corazón del hombre que nos ayuda a estructurarnos».
Estas fueron una de las breves pero profundas anotaciones que el abad de Saint-Wandrille, el benedictino francés Jean-Charles Nault, compartió de forma telemática en el VII Encuentro de Directores Espirituales, organizado por la Comisión Episcopal para el Clero y Seminarios de la Conferencia Episcopal Española a mediados de febrero.
Un par de semanas más tarde, ya iniciada la Cuaresma, nos citamos de nuevo a la distancia con el padre Nault. Es una tarde despejada. A través de la pantalla se puede ver la claridad pálida propia de un sol brumoso. La abadía de Saint-Wandrille se encuentra en Normandía, al norte de Francia. En los días en los que el viento se envalentona, se pueden llegar a percibir, entre el viejo claustro abovedado, tras las ventanas del refectorio y la capilla del siglo X donde 30 monjes benedictinos oran a día de hoy, el salitre empujado desde la costa. Es cierto que no se escucha el mar, pero el padre Nault nos los describe como si se pudiera sentir a 1.200 kilómetros de por medio.
Padre Abad, ¿qué es la acedia espiritual?
La acedia es lo que Evagrio Póntico señala como el pecado del medio día. Es lo que nos desestructura. Es el sueño que nos entra en el estudio o la pereza en el trabajo. La acedia es la responsable de trastocar la hoja de ruta de Dios para nuestro día a día.
La acedia también es la tentación de huir de la realidad cuando las cosas se ponen demasiado difíciles. Y no vivimos un tiempo fácil con la pandemia porque este mal espiritual toma una intensidad mayor cuando crecen los riesgos de aislarse. Ahora nos tenemos que relacionar por las pantallas y a través de las redes sociales. Hablamos de un mundo fuera del mundo real. Este contexto de aislamiento de las relaciones humanas lo hace todo más difícil.
¿Y cómo le podemos hacer frente en este contexto?
Tal y como señala Póntico, tres serían las claves fundamentales. Recuperar el sentido de nuestra vida, cuidar nuestra higiene espiritual y sabernos en todo momento necesitados de un Salvador.
Respecto a esa huida de nuestras circunstancias que señalaba con anterioridad. ¿Cómo se puede, desde la Iglesia, contribuir a relacionarnos mejor con la realidad y tener una fe sólida que no esté fundamentada en el idealismo?
Después del Miércoles de Ceniza, las Sagradas Escrituras nos marcan en Deuteronomio 30, los dos caminos señalados por el Señor. El camino de la muerte y el camino de la vida. Dios nos ordena elegir la vida como camino. Eso es un criterio de discernimiento muy importante. Tenemos que seguir un camino que va hacia la vida. Hay muchísimos otros caminos, a veces de un modo escondido, no llevan precisamente a la vida sino a la muerte. Un ejemplo sería el no reconocer nuestra fragilidad, el pensar que nosotros somos los creadores y no creaturas.
Para mí el camino de la vida y el discernimiento permanente de dónde estamos es el mejor modo de protegernos del idealismo y ser realistas. Porque, definitivamente, la ilusión no es la solución.
La oración es un don de Dios. No es un método, no es una técnica.
Cómo estamos en este periodo litúrgico tan especial, le quería preguntar de forma escalada por los tres pilares que la Iglesia nos invita a reforzar antes de la Semana Santa. Oración, ayuno y limosna. En primer lugar, ¿qué podemos hacer para orar mejor?
La Cuaresma es una cuestión de deseo; de deseo de Dios. Desear a Dios en la oración, desear a Dios con el ayuno y desear que los demás puedan participar en mi deseo de Dios.
La oración, por ejemplo, es un don de Dios. No es un método, no es una técnica. Lo que nos toca a nosotros es ponernos en las condiciones necesarias para recibir ese don. Tenemos que hacer algo, claro, pero los resultados no son frutos de una serie de herramientas bien dispuestas. Hay que tener tiempo y disponibilidad para escucharle y para hablarle, para recibir este don.
Ayunar significa hacer crecer el deseo de Dios. No es una privación. San Benito indica que el ayuno es dejar un espacio para que el cuerpo pueda participar en el deseo del alma. Cuando uno siente hambre, es como una luz que indica: tu alma está deseando a Dios y tu cuerpo te lo anticipa. Cambia totalmente la perspectiva del ayuno cuando sabemos que es un deseo que crece en nosotros y donde tenemos algo que decir respecto a ello.
Lo que el Papa Francisco repite siempre es que a través de la fraternidad y de las cosas concretas de la vida podemos abrir nuestros corazones a los pobres mirándolos no como el objeto de nuestra compasión sino como el sujeto de nuestro hacer.
La limosna, por tanto, no es un modo privado de relacionarse con Dios, tal y como establecen la oración o el ayuno sino que con la limosna, en definitiva, abro mi corazón a los demás. Dejo de desear para ejecutar.
Cambiando de tercio. En 2018 el periodista Rod Dreher publicó La opción benedictina. Este libro generó un cierto revuelo por algunos planteamientos y diagnósticos hechos en la obra. Sin ir más lejos, Dreher hacía un paralelismo entre el mundo de hoy y el colapso de la civilización romana con la llegada de los bárbaros hasta el mismísimo Foro. Como benedictino, ¿qué eco le deja esta obra y qué le parece el planteamiento de Dreher?
Es un ensayo muy interesante. Claramente estamos en una situación en la que debemos recuperar el sentido; en su doble acepción de dirección y significado. Dreher desde esta cuenta el hecho histórico de los monjes benedictinos en los siglos V y VI y sobre la opción preferencial que se hizo entonces para atender a las cuestiones de Dios y a la atención a la cima última de nuestra existencia, que no es otra que la llamada a formar parte de la vida eterna. Sin embargo, no creo que el salirse del mundo, salvo que sea por vocación, sea la solución. A día de hoy vemos en los corazones de nuestros contemporáneos un deseo presente de buscar el sentido de la vida. Y que quizá la respuesta no es huir del mundo sino encontrar el sentido de cada vocación y llevar a cabo una transformación. Es cierto, los monjes tienen en su vocación una separación del mundo. Un poco como el corazón del cuerpo. El corazón bombea vida a todo el cuerpo pero para hacerlo bien debe estar escondido y protegido. Los monjes viven « escondidos» en el monasterio pero gracias a su oración y caridad pueden dar vida a todo el cuerpo de la Iglesia. Necesitamos a laicos y sus obras en el mundo.
Hemos hablado del camino y de la vida. Hablemos de la verdad. Parece que se ha confundido la verdad universal por el perspectivismo de lo que cada quien entiende por verdad, generando esto una merma elemental a la hora de ponernos de acuerdo en un diálogo sobre lo que la verdad es. ¿Cómo desde este momento tan peculiar de la historia podemos decir que la verdad está encarnada sin que se nos tilde de fanáticos?
Tenemos que hacer la experiencia de encuentro con Jesús. Sin esa experiencia de que Él es la verdad, será muy difícil creer o reconocer que la verdad es una persona divina.
Incluso la persona que ha encontrado esa Verdad, deberá seguir discerniendo constantemente. Es desde ese discernimiento que podemos entrar en relación con el mundo en la concreción de la vida. Porque Cristo nos habla a través de las personas y de sus situaciones.
Hay algo que dice el Papa Francisco que me resuena de forma especial. Parece que es más fácil reafirmar normas y leyes pero la realidad es que esto no nos vincula totalmente, no nos compromete. Sin embargo, aunque nos lleva más tiempo y energías, el fruto de ir donde está el otro es mucho más abundante. Hacer ese viaje creo que nos puede ayudar a dialogar con personas que no tienen la misma fe que nosotros en lo que a la verdad se refiere.
Hace ya un tiempo Frabice Hadjadj, en el congreso de Mayo del 68 de la Universidad Francisco de Vitoria dijo algo que me resonó de forma especial. «No podemos salir con el espiritualismo ni de la mano de ningún tipo de filosofía, hay que restablecer la esperanza en las personas y entender que si el Verbo se hizo carne, es porque la carne es buena». Históricamente hemos vivido en una suerte de tensión platónica respecto a nuestra propia carne, como si fuera solamente el depositario o la manifestación de nuestras faltas; el chivo expiatorio del alma. Sin embargo, el Verbo se hizo carne. ¿Qué significa, verdaderamente, el que Dios se hiciera de nuestra misma condición?
La conclusión ya la extrajo Juan Pablo II: la donación eucarística. Es lo más cerca que estamos de una relación total con Cristo. En ese encuentro gustamos su carne. Yo diría que en toda la historia de la Iglesia uno de los elementos que más luz aporta es precisamente la persona de Cristo. Porque encarnándose Él, entendemos la dimensión real y universal del cuerpo. Nos ayuda a reconocer la dignidad en los demás.
El dogma de la resurrección, el creer en la resurrección de la carne tal y como viene en el Credo, nos da una información muy interesante.
Debemos insistir en la condición encarnada de la persona humana. La acedia que comentábamos antes es precisamente el pecado contra la condición encarnada del ser humano.
Recuperar el misterio de la encarnación es una cuestión capital de nuestro tiempo. La encarnación, en definitiva, es el lugar para la salvación del hombre. Tenemos que esforzarnos por descubrir esta belleza.
Entrevista de Ricardo Morales Jiménez al Abad benedictino Jean-Charles Nault
Fuente: revistaecclesia.com
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