Hay una misión en el mundo que solo tú puedes realizar. Eres valioso, diría que imprescindible
Recuerdo un vuelo a Roma; estaba nublado, vino la noche y no se veía nada. De pronto se vislumbraron las luces que marcaban la pista de aterrizaje, se intuía el camino, el destino estaba ahí. Solo faltaba la pericia del piloto para llegar felizmente. A oscuras te desorientas. Basta un punto luminoso para situarse y crezca la esperanza al intuir la meta. Se acerca la fiesta de san José.
Este año será más festejada gracias a la iniciativa del Papa Francisco de dedicarlo especialmente a su patrocinio. El santo Patriarca también tuvo momentos de oscuridad en su vida, no sabía qué hacer, qué papel desempeñar ante el embarazo de María. Con toda su buena voluntad y santidad estaba desorientado.
En sueños el ángel le dijo que el Niño que iba a tener su esposa era fruto del Espíritu Santo, era el Hijo de Dios. Su misión sería la de acogerle como hijo propio y cuidarle junto a María. Esta luz le llenó de alegría y no dudó en aceptar su cometido. Ahora ya todo tenía sentido. Todo encajaba. Esto es la vocación: conocer el sentido de nuestra existencia, descubrir aquello para lo que estamos hechos. Los anhelos más íntimos, las tendencias y aspiraciones que nos inquietaban vemos que empiezan a realizarse.
En el Evangelio del domingo leemos estas palabras: “todo el que obra mal odia la luz y no viene a la luz, para que sus obras no le acusen. Pero el que obra según la verdad viene a la luz, para que sus obras se pongan de manifiesto, porque han sido hechas según Dios”. Descubrir la luz, la verdad de nuestra vida nos puede ayudar a obrar bien, a ser felices. A vivir una vida plena. Muchos se pierden en la oscuridad por la falta de la luz de su misión, de su vocación, por vivir una vida desorientada, sin lógica. Sus aptitudes quedan estériles, su vida hueca, vana. El sinsentido, las tinieblas propician el mal obrar.
Estos días tengo la alegría de celebrar los cincuenta años de mi vocación de entrega a Dios en el Opus Dei. Tengo un recuerdo vivísimo de la tarde del sábado 13 de marzo de 1971. Salí de mi casa lleno de dudas, me dirigí a la Basílica de la Virgen de los Desamparados y de rodillas, a los pies de María, intenté poner tierra por medio a los planes de Dios, no los quería, pero imploré su ayuda.
A la media hora pude decir como Jeremías: “¡Me sedujiste Señor, y yo, me dejé seducir! Fuiste más fuerte que yo, y me venciste”. Pero fue una batalla pacífica y, al final, el que ha salido ganando soy yo. Soy consciente de que la elección que hice en ese momento ha sido el mayor acto de libertad de mi vida: encontré mí camino y al Caminante divino que nunca ha dejado de acompañarme.
Dice san Josemaría: “Si me preguntáis cómo se nota la llamada divina, cómo se da uno cuenta, os diré que es una visión nueva de la vida. Es como si se encendiera una luz dentro de nosotros; es un impulso misterioso, que empuja al hombre a dedicar sus más nobles energías a una actividad que, con la práctica, llega a tomar cuerpo de oficio. Esa fuerza vital, que tiene algo de alud arrollador, es lo que otros llaman vocación”.
Este encuentro con la verdad de nuestra vida es, a la vez, encuentro con Cristo. Y no es exclusivo de curas y monjas. La vocación es para todos. Dios ha pensado en cada uno, nos ha llamada a la existencia dándonos un nombre propio. Ha visto que podemos hacer grandes cosas a través de lo sencillo, de lo ordinario y diario. Nos creó por amor y para el amor.
Es un camino lleno de luz y de gracia. Cada uno tiene el suyo, según sus cualidades personales. Todos valen para algo. Hay una misión en el mundo que solo tú puedes realizar. Eres valioso, importante, diría que imprescindible. Encontrar esa luz es la mayor aventura de la vida. Es la pieza del puzle que todo lo explica.
La llave que abre el cofre de la felicidad. Hay vocación al matrimonio, al celibato, al sacerdocio, a las misiones, a la vida religiosa. Lo nuestro puede ser recorrer el mundo o quedarnos donde estamos, santificando la vida familiar, laboral, siendo luz para los que nos rodean. Cada uno a lo suyo. Vale la pena descubrirlo: recorrer un camino lleno de luz.