“No hay dos Papas. ¿La renuncia de hace ocho años? Fue una decisión dolorosa, pero creo que lo hice bien. Mi conciencia está bien"
«No hay dos Papas. El Papa es uno solo…». Joseph Ratzinger lo dice con un hilo de voz, esforzándose en pronunciar bien cada palabra. Está sentado en una de las dos butacas de piel clara que, junto a un sofá, decoran el salón del primer piso del monasterio de clausura Mater Ecclesiæ: el lugar al que se retiró, lejos de todo, en marzo del 2013. En la mesita están las gafas para leer, junto a una estatuilla antigua de madera que representa una Virgen con el Niño. «Esta es la Sala Guardini. Se llama así porque recoge entre otras la opera omnia del teólogo italo-alemán Romano Guardini. Está ahí, a sus espaldas», explica Monseñor Georg Gaenswein, su secretario personal y Prefecto de la Casa pontificia, indicando la librería que cubre las paredes. El director del Corriere della Sera, Luciano Fontana, entrega al Papa emérito una cartulina roja con dos caricaturas que Emilio Giannelli, viñetista apreciado por Benedicto, ha dibujado expresamente para él. Observa con calma la primera, y sonríe. Luego pasa a la segunda, y la sonrisa acaba en una carcajada. «Giannelli es una persona divertida», glosa con aplomo papal y bávaro.
Hasta 2012, en las doce celdas de este edificio, construido entre 1992 y 1994 y ocupado anteriormente por la Gendarmería y los jardineros papales, vivían las monjas de clausura. Ahora aloja a Benedicto, a las cuatro «Memores», mujeres consagradas de Comunión y Liberación que le asisten, y Monseñor Gaenswein. Aparece de repente tras un recodo en la parte más alta e inaccesible de la Ciudad del Vaticano. Está protegido por un portón eléctrico, más allá del cual reina un silencio irreal. Reunirse con Benedicto es raro, sobre todo en los últimos tiempos. Y aún más inusual es el hecho de que acepte afrontar uno de los temas más traumáticos para la vida de la Iglesia católica en los últimos siglos. Su precisión sobre la unicidad del Papado es obvia para él pero no para algunos sectores del catolicismo conservador más irreductible en hostilidad a Francisco. Por eso, reitera que “el Papa es uno solo” golpeando débilmente con la palma de su mano el apoyabrazos: como si quisiera dar a las palabras la fuerza de una afirmación definitiva.
Es significativo: entrega el mensaje al Corriere en vísperas del 28 de febrero, el mismo día que hace ocho años se hizo efectiva su renuncia al papado, anunciada el 11 de febrero. A distancia de tanto tiempo, la desorientación, el asombro, las maledicencias que acompañaron aquel gesto único siguen ahí. Y Benedicto parece quererlas exorcizar. Le preguntamos si en estos años ha pensado a menudo en aquel día. Asiente. «Fue una decisión difícil. Pero la tomé con plena conciencia, y creo que hice bien. Algunos amigos míos un poco “fanáticos” aún siguen enfadados, no han querido aceptar mi decisión. Pienso en las teorías conspirativas que la siguieron: quien dijo que fue por culpa del escándalo del Vatileaks, quien de un complot del lobby gay, quien del caso del teólogo conservador lefebvriano Richard Williamson. No quieren creer en una decisión realizada conscientemente. Pero mi conciencia está tranquila».
Las frases salen con cuentagotas, la voz es un soplo, va y viene. Y Monseñor Gaenswein en algunos raros pasajes repite y «traduce», mientras Benedicto asiente en señal de aprobación. La mente la tiene lúcida, rápida como los ojos, atentos y vivaces. Los cabellos blancos están ligeramente largos, bajo el solideo papal cándido como la sotana. De las mangas asoman dos muñecas delgadísimas que indican una imagen de gran fragilidad física. Ratzinger lleva un reloj en la muñeca izquierda y en la derecha un extraño artilugio que parece otro reloj, pero que en realidad es una alarma lista para sonar si algo le sucede. Lo que él mismo definió en febrero del 2018, en una carta al Corriere, «este último periodo de mi vida», discurre tranquilo, retirado entre las curvas de los Jardines Vaticanos flanqueados por árboles, cascadas y altares, desde donde se domina Roma. Hasta el 2 de febrero, en el salón donde nos recibe había un belén y un árbol de Navidad, situados entre la biblioteca, los iconos colgados de las paredes junto a otras imágenes sagradas: una habitación sobria, no grande, acogedora.
El ritmo es rutinario. Todos los días lee los periódicos previamente seleccionados por las oficinas vaticanas. Además, llegan impresos l’Osservatore Romano, il Corriere della Sera y dos periódicos alemanes. En la mesa, con las Memores, a menudo también hablan de política. Y ahora el Papa emérito pregunta con curiosidad por Mario Draghi: “Esperamos que pueda resolver la crisis”, dice. “Es un hombre muy respetado también en Alemania”. Menciona a Sergio Mattarella, aunque admite que conoce menos al Jefe de Estado que a su antecesor, Giorgio Napolitano. “¿Cómo está?”, pregunta. Y el discurso se desplaza a la epidemia del Covid 19.
Ratzinger ya se ha vacunado, recibió la primera dosis y luego se le suministró la segunda, como a Monseñor Gaenswein y a gran parte de los habitantes de la Ciudad del Vaticano. En este aspecto, el pequeño Estado es visto con una punta de envidia en Italia y en gran parte de Europa, en las que las vacunas llegan lentamente. El virus da miedo, y Benedicto menciona la dramática experiencia vivida por el presidente de la Cei, el cardenal Gualtiero Bassetti, curado tras una larga batalla. “Lo volví a ver hace poco y me dijo que ahora está mucho mejor. Lo encontré bien”. Y cuando se le pregunta al Papa emérito sobre la próxima visita de Francisco a Irak, la expresión se le vuelve seria, preocupada. “Creo que es un viaje muy importante”, observa. “Desgraciadamente, cae en un momento muy difícil que también lo convierte en un viaje peligroso: por razones de seguridad y por el Covid. Y luego está la inestable situación iraquí. Acompañaré a Francisco con mi oración”. Algunos hombres de la Gendarmería vaticana y de la guardia suiza ya están allí para organizar todas las posibles medidas de protección en torno al Papa Francisco. También están presentes desde hace semanas agentes de la inteligencia italiana, pero no está claro con quién están colaborando. Sobre esto, del monasterio donde vive Ratzinger no salen comentarios. Surge espontáneo pensar en los Estados Unidos, y observar que ahora, con Joe Biden en la Casa Bianca en lugar de Donald Trump, las relaciones con el Vaticano están destinadas a mejorar.
Sobre Biden, el segundo presidente católico después de John Fitzgerald Kennedy, Ratzinger expresa algunas reservas a nivel religioso. “Es cierto que es católico y observante. Y personalmente está en contra del aborto”, observa. “Pero como presidente, tiende a presentarse en continuidad con la línea del Partido Demócrata... Y en política de género aún no sabemos del todo cuál es su posición”, susurra, dando voz a la desconfianza y hostilidad de buena parte del episcopado estadounidense hacia Biden y su partido, considerado demasiado liberal.
Han pasados 45 minutos, fuera comienza a oscurecer: lejanísimas, aunque en realidad están a menos de un kilómetro, se pueden ver las luces de Roma. Benedicto entrega como recuerdo de la charla una medalla conmemorativa y un marca-libros con su foto bendiciendo: ambas de cuando era Papa. Y de nuevo aflora la paradoja no solo suya sino de una Iglesia inmersa sin quererlo en el difícil entrelazamiento de dos identidades papales. Ratzinger saluda, permaneciendo sentado, con una pizca de sonrisa, y da las gracias señalando los dos dibujos de Giannelli situados en la mesa. En uno, Benedicto abraza simbólicamente una Plaza de San Pedro colmada de gente: un recuerdo nostálgico no solo de su pontificado sino del mundo antes del Covid 19. Y es una imagen que choca con la poderosa, dramática de Francisco que el 27 de marzo de 2020 habla desde el atrio de la misma Plaza, desierta por el coronavirus y fantasmal. En la otra viñeta, en color, el Papa emérito entrega a un Francisco de expresión ceñuda las llaves de la Iglesia, diciendo: “Por favor…”. Como siempre cuando se trata del Vaticano, realidad y simbolismo están indisolublemente unidos. Y los enigmas del Papa emérito alemán y del Pontífice argentino parecen haber sido hechos a propósito para alimentar las leyendas sobre el poder eclesiástico y sus misterios.
Al salir del monasterio, escoltado en coche por un guardia suizo de paisano con auriculares, uno piensa que cuando Ratzinger insiste con un hilo de voz “el Papa es uno”, sin duda se dirige a los “fanáticos” que no se rinden. Para tranquilizarlos, habla a los seguidores de Francisco que temen la sombra intelectual de este teólogo viejo y debilitado por la edad. Pero quizás, después de ocho años, con su voz interior, el Papa emérito inconscientemente se lo susurra incluso a sí mismo.
Entrevista de Massimo Franco a Ratzinger, en corriere.it