Su labor quedaría coja, no llegaría a echar hondas raíces, si faltaran esos otros santos y santas de cada día, que viven cristianamente con una sonrisa en medio de dolores y dificultades, porque saben que nada hay que los aparte del amor de Cristo
No pocos teólogos, y no pocos papas, cuando se tienen que enfrentar con algún momento en el que la fe de los creyentes parece estar un poco baja, señalan que hacen falta santos para que todo el actuar de la Iglesia se enderece y pueda así transmitir su mensaje de Fe, de Esperanza y de Caridad, en Cristo Jesús, Dios y hombre verdadero; en los Sacramentos, que hacen presente a Cristo en el cotidiano vivir de los hombres y les dan fuerza, gracia, para seguir el camino de la Moral que Cristo nos indicó -Mandamientos y Bienaventuranzas-, a todo el mundo, Y abrir así la perspectiva de los creyentes hasta la Vida Eterna.
¿Quiénes son esos santos tan necesarios para sostener viva la Fe en la Iglesia? No es extraño que enseguida se vengan a la cabeza grandes fundadores -santo Domingo, san Francisco, santa Teresa, santa Catalina de Siena, san Ignacio, san Josemaría, beata Teresa de Calcuta, etc.- y ciertamente lo son. Esos santos siempre han existido en la Iglesia, y seguirán existiendo. Su labor, sin embargo, quedaría coja, no llegaría a echar hondas raíces, si faltaran esos otros santos y santas de cada día, que viven cristianamente con una sonrisa en medio de dolores y dificultades, porque saben que nada hay que los aparte del amor de Cristo.
En estos días me he encontrado con dos santas y un santo, de esos que mantienen vivo el aroma, la vida de Cristo, sobre la tierra.
La primera, esa mujer que al descubrir que la criatura que estaba engendrando en su vientre tenía tal deformación que apenas podría vivir unos minutos apenas saliera a la luz, se negó radicalmente a cualquier proposición de abortar. “Yo acompañaré a mi hijo toda su vida”. Y así fue. Cuando ya estaba a punto de aparecer la criatura, le pidió a una amiga de la familia que se hiciera con un frasco de agua bendita para que la bautizara enseguida. El médico entregó el niño a la madre, que lo tuvo en sus brazos apenas veinte minutos. Lo había acompañado, acariciado, acogido “toda su vida”. Había vivido en pleno su maternidad, y lo había visto nacer como hijo suyo e hijo de Dios en Cristo Jesús.
El segundo, un buen padre de familia que en el lecho de muerte, con la serenidad de quien se ha arrepentido de sus pecados y ha perdido perdón al Señor en el Sacramento de la Reconciliación, se despide de sus hijos, y nietos, con una sonrisa, dándoles buenos consejos y recomendando a un hijo que había abandonado a su mujer, a la madre de sus hijos, que vuelva a su familia. El buen hombre tiene la alegría de que su nuera, que estaba también presente, y su hijo se miran con ternura, dispuestos a adelantar todos los perdones y disculpas necesarios.
La tercera, una madre y abuela en sus días finales sobre esta tierra víctima de un cáncer muy agresivo, que recibe al Señor casi todos los días, que además de animar a sus hijos y nietos a estar siempre muy cerca del Señor, y vivir como buenos y fieles cristianos, se preocupa de que los nietos más pequeños estén bien atendidos, y encarga al pastelero de su barrio que le mande unos dulcecitos para que las criaturas se alegren, en medio de la pena, cuando van a acompañar a su abuela hasta la Casa del Cielo.
Santos, santas desconocidas, que entregan su alma a Dios con el Rosario en la mano, mantienen el buen aroma de Cristo, la compañía de la Virgen Santísima, en una Iglesia que dejan en sus manos al pedirles que nos aumenten a todos la Fe.