Si al tratar de explicar la práctica de la abstinencia de carne en determinadas jornadas nos centramos en la “materialidad” del pollo, el pato o el besugo, erramos de plano en los principios
La llegada de la Cuaresma trae consigo la consiguiente discusión acerca de la práctica cristiana de las mortificaciones. Especialmente, quizás por su repetición, de la abstinencia. Y volverán los argumentos “de cuñado” repetidos en los diversos foros en los que se sabe que hay un católico practicante: que si está anticuado, que si peor es comerse un kilo de ostras que un muslo de pollo, qué menuda tontería…
Lo cierto es que, como muchas discusiones estériles, si al tratar de explicar la práctica de la abstinencia de carne en determinadas jornadas nos centramos en la “materialidad” del pollo, el pato o el besugo, erramos de plano en los principios.
La verdadera penitencia no es sólo el hecho de cambiar el pavo por el queso, sino la entrega de la voluntad propia en algo “tan tonto” como cambiar el pavo por el queso. Sería muy fácil encontrar todo tipo de razonamientos sobre la idoneidad, o no de ese cambio cuando lo que realmente tiene que cambiar es el propio corazón. No comer carne es no alimentar ese yo omnisciente que clama por ganar una batalla tan nimia como la de sustituir un alimento u otro.
La abstinencia nos pone frente a lo que ‘podemos hacer’ pero no llevamos a cabo por una causa mayor: el amor. Si nuestra penitencia está vacía de amor, si no la vivimos como un acto de amor −importante, aunque nos hayamos “acostumbrado”−, entonces, de seguro, comenzaremos a juzgarla como una rutina tonta a la que no le vemos sentido.
Como en cualquier relación de amor, al fin y al cabo, de eso se trata en la vida cristiana, el partido se juega en el alma con las expresiones del cuerpo. Así lo señala el propio Catecismo: “La penitencia interior del cristiano puede tener expresiones muy variadas. La Escritura y los Padres insisten sobre todo en tres formas: el ayuno, la oración y la limosna”.
Guardar la abstinencia es, por tanto, una manifestación −bastante sencilla, además−, de amor. Hacemos memoria, en cierto modo, de un sacrificio infinito con un gesto sencillo en la forma. Este año, que tanto hemos tenido que entregar en la forma, la batalla se libra más en el fondo. Probablemente estos días de Cuaresma sean un buen momento para poner sobre la mesa nuestras superioridades, nuestras opiniones y nuestras voluntades, incluso la propia autosatisfacción de “no comer jamón” un viernes de Cuaresma. Como decía el Papa al inicio de este tiempo, “lo que nos hace volver a Él no es presumir de nuestras capacidades y nuestros méritos, sino acoger su gracia. Nos salva la gracia, la salvación es pura gracia, pura gratuidad”.
Con esas penitencias cuaresmales, con la abstinencia en este caso, nos unimos, en el fondo, a la Pasión de Cristo tomando una ínfima parte de la cruz, tan ínfima que nos puede producir, si lo pensamos bien, cierto sonrojo: no es mucho lo que nos pide la Iglesia un viernes de Cuaresma… Podríamos decir que es bastante menos de lo que nos pide un dietista medio para todos los días. Pero, como en la Misa, Cristo coge nuestras pequeñas negaciones y las eleva. Como escuché decir una vez: “de pasos cortos está empedrado el camino del cielo”.