Algunos paisanos de Jesús dudaron de que el poder de Dios pueda manifestarse en alguien "tan normal". El Señor quiere seguirnos encontrando en lo cotidiano, tejido por sencillas normas de piedad que procuramos vivir
Es sábado. Jesús está en la sinagoga de Nazaret. Quizás vienen a su mente muchos recuerdos entrañables de infancia y juventud. ¡Cuántas veces habrá escuchado allí la palabra de Dios! A sus paisanos, que le conocen desde hace mucho tiempo, les han ido llegando varias noticias sobre los milagros que ha hecho en ciudades vecinas. Y esto da lugar a algo extraño: la familiaridad con Jesús se convierte para ellos en un obstáculo. «¿De dónde le viene a este esa sabiduría y esos poderes? ¿No es éste el hijo del artesano?» (Mt 13,54-55), se preguntan. Les sorprende que la salvación pueda venir de alguien a quien han visto crecer día a día. No creen que el Mesías pueda haber vivido entre ellos de una manera tan discreta y desapercibida.
Los habitantes de Nazaret creen conocer bien a Jesús. Están seguros de que las cosas que se cuentan de él no pueden ser ciertas. «¿No se llama su madre María y sus hermanos Santiago, José, Simón y Judas? Y sus hermanas, ¿no viven todas entre nosotros? ¿Pues de dónde le viene todo esto?» (Mt 13,56). En un pueblo que no hace representaciones de Dios, que ni siquiera pronuncia su nombre, uno de sus compatriotas afirma que es el Mesías… Imposible. Es más, conocen su origen, conocen a sus padres, conocen su casa: «Era una familia sencilla, cercana a todos, integrada con normalidad en el pueblo»[1]. No se explican cómo alguien tan similar a ellos puede hacer milagros. «La normalidad de Jesús, el trabajador de provincia, no parece tener misterio alguno. Su proveniencia lo muestra como uno igual a todos los demás»[2]. El hijo de Dios trabajaba con José en su taller; «la mayor parte de su vida fue consagrada a esa tarea, en una existencia sencilla que no despertaba admiración alguna»[3]. ¿Por qué la normalidad de la vida de Jesús pudo ser un motivo para no creer en su divinidad?
Aunque puede parecernos algo muy ajeno, reservado a aquellos que convivieron con Cristo, en realidad nosotros también muchas veces sospechamos de la normalidad. Nos atrae lo especial, lo llamativo, lo extraordinario; nos encanta romper el ritmo. Suele suceder que vemos adormecida nuestra capacidad de asombro, damos por supuesto que suceden muchas cosas, nos encerramos en ciertas rutinas, pasando por alto los milagros que están detrás de lo normal. Sin ir más lejos, muchas veces nos acostumbramos incluso al mayor de todos ellos, a la presencia del Hijo de Dios en la Eucaristía. Pero lo mismo nos puede pasar con nuestro encuentro personal con Cristo en la oración, con esa serenata de jaculatorias a la Virgen que es el rezo del santo rosario o con aquellos momentos en los que queremos llenar nuestra mente y nuestros afectos con la doctrina cristiana a través de la lectura espiritual. Tal vez nos hemos habituado a tener a nuestro creador tan a la mano. El dispensador de todas las gracias, el amor que colma cualquier deseo, está encerrado en infinidad de sagrarios repartidos por todo el globo. Dios ha querido hacer presente toda su omnipotencia en los espacios que le ofrece la normalidad. Obra desde allí. Así, muchas veces sin brillo, surgen innumerables milagros a nuestro alrededor.
Nos puede desconcertar aquella normalidad de Dios porque la contraponemos a una espontaneidad que quizá juzgamos como elemento esencial de una relación. Lo normal nos puede parecer demasiado previsible porque allí aparentemente falta la creatividad, el factor sorpresa, la pasión del amor verdadero. Quizá echamos en falta algo distintivo que haga de nuestra relación con Dios una aventura inigualable, única e irrepetible, un testimonio espectacular que pueda incluso remover a otras personas. Podemos pensar que la normalidad uniforma y desaprovecha la aportación que cada uno puede hacer. Es verdad que, ante lo que siempre es igual, la reacción comprensible es el acostumbramiento.
Sin embargo, sabemos que Dios nos invita a encontrarle en lo más ordinario, en lo de cada día. Así es también el amor humano, que crece y se profundiza no solo valiéndose de grandes momentos especiales, sino en esos silencios, cansancios e incomprensiones de las jornadas compartidas; simplemente al estar juntos. «Hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes»[4] que nos encantaría descubrir. Sucede que, aunque nuestra relación con Dios ocurra en medio de la normalidad, la procesión va por dentro. Su amor apasionado se puede mover muy cómodamente entre los bastidores de la normalidad, en el hoy sin espectáculo, sin fuegos artificiales pero con brasas ardientes. La razón es que nos sabemos, en cada momento, mirados con un cariño nuevo. A Dios no le importa lo normal que sea mi vida: es mía y eso es suficiente para él. Dios, de hecho, nos ofrece la oportunidad de hacer de nuestra vida algo excepcionalmente singular y especial; él no sabe contar más que de uno en uno. Nunca hace comparaciones entre sus hijos. Nos ha llamado a cada uno desde antes de la creación del mundo (cfr. Ef 1,4): no hay nadie igual a mí y, por eso, soy inimitable y absolutamente amable para Dios.
Ese espacio de normalidad en el que el Señor actúa hace posible que nuestra vida esté, como dice san Pablo, «escondida con Cristo en Dios» (Col 3,3); llena de días iguales en los que aparentemente no pasa nada y, sin embargo, está sucediendo lo más inaudito. «En esta constancia para seguir adelante día a día, veo la santidad de la Iglesia militante. Esa es muchas veces la santidad “de la puerta de al lado”»[5]. Desde fuera podría parecer que la monotonía se ha apoderado de quien busca vivir esa santidad en las cosas ordinarias. Sin embargo, para desenmascarar esa visión superficial, san Josemaría comparaba las pequeñas y constantes costumbres de piedad de esa alma con los mimos que una madre tiene con su hijo pequeño: «Plan de vida: ¿monotonía? Los mimos de la madre, ¿monótonos? ¿No se dicen siempre lo mismo los que se aman?»[6]. Al mismo tiempo, Dios está concentrado en nosotros y no deja de pensar en nosotros ni de amarnos en ningún instante; no importa qué tan normal es nuestra vida, sino qué tan excepcional es para él.
San Bernardo de Claraval le escribía al Papa Eugenio III, gran amigo suyo que fue beatificado después, para animarle a que no descuidara la vida de oración constante y evitar así que le absorbieran las actividades que debía cumplir en su nuevo ministerio: «Sustráete de las ocupaciones al menos algún tiempo. Cualquier cosa menos permitirles que te arrastren y te lleven a donde tú no quieras. ¿Quieres saber a dónde? A la dureza del corazón»[7]. Sin unas costumbres de piedad concretas, diarias, el corazón tiene el peligro de cerrarse al amor de Dios y volverse duro. Sin su cariño, hasta lo más santo puede perder el sentido. Sin él a nuestro lado, enseguida nos quedamos sin fuerzas.
En mayo de 1936, san Josemaría daba una plática y propuso a los que le escuchaban que cada uno pidiera la «gracia para cumplir mi plan de vida de tal modo que aproveche bien el tiempo. ¿Por qué me acuesto y me levanto fuera de hora?»[8]. Y puede surgir en nosotros la pregunta: ¿qué tiene que ver el amor de Dios con la hora de irse a descansar? Esa es la maravilla de la normalidad de Dios. A él le importa, y mucho, nuestro sueño, nuestra salud, nuestros planes. Y, sobre todo, quiere que no nos asalte a última hora la inquietud por hacer más cosas de las que el día ha permitido, porque quien obra es siempre Dios.
Al comenzar su pontificado, Benedicto XVI nos alertaba ante un peligro constante y que quizá también estaba presente en aquella sinagoga de Nazaret que mencionamos al principio: «El mundo es redimido por la paciencia de Dios y destruido por la impaciencia de los hombres»[9]. La normalidad nos parece también demasiado lenta, podemos pensar que llega tarde. Nosotros deseamos que las cosas buenas y santas sean realidad cuanto antes. A veces nos resulta difícil entender por qué el bien tarda tanto en llegar, por qué el Mesías se toma tanto tiempo que incluso «comienza estando en el seno de su Madre nueve meses, como todo hombre, con una naturalidad extrema»[10].
En realidad, bajo esa forma de presentarse, lo que Dios busca tal vez sea garantizar la libertad de los hombres, estar seguro de que nosotros también queremos estar con él, ya sea al orar unos cuantos minutos, al detener nuestra jornada para dedicar unas palabras a María o al hacer cualquier otra cosa. Si Dios se manifestase de una manera diversa, la respuesta nuestra tendría que ser indiscutible. Por eso vemos que Jesús parece feliz pasando desapercibido en las escenas del evangelio. Los magos, por ejemplo, debieron de quedar sorprendidos al ver al rey de los judíos sostenido por los brazos de una mujer joven, en un lugar tan sencillo. Dios no quiere avasallar a los hombres. La personalidad de su Hijo es tan atractiva que Dios ha elegido manifestarse en la normalidad para darnos un espacio de libertad. Quiere hijos libres, no deslumbrados. Sabe que nada nos estimula tanto como el descubrimiento personal de un tesoro escondido. Agradecer y disfrutar de esa libertad −con todas sus luces y sus sombras− nos ayuda a compartir su paciencia ante tantas cosas que, a primera vista, nos pueden parecer un obstáculo para la redención y, sin embargo, son el camino ordinario a través del cual Dios se manifiesta.
Por eso mismo, también sus mandamientos y sus normas son un don y una invitación. Se puede resumir esta realidad recurriendo a dos de los más grandes pensadores de la tradición cristiana: «En esta línea, Tomás de Aquino pudo decir: “La nueva ley es la misma gracia del Espíritu Santo”, no una norma nueva, sino la nueva interioridad dada por el mismo Espíritu de Dios. Agustín pudo resumir al final esta experiencia espiritual de la verdadera novedad en el cristianismo en la famosa fórmula: “Da quod iubes et iube quod vis”, “dame lo que mandas y manda lo que quieras”»[11]. Entonces se entienden bien algunos párrafos encendidos del salmista que pueden servirnos para agradecer esta libertad a Dios: «Con mis labios proclamo todas las normas de tu boca. En el camino de tus preceptos me deleito más que en todas las riquezas. Quiero meditar en tus mandatos, y fijar la vista en tus senderos» (Sal 119,13-15).
Vivimos en una época de fenómenos de masas, con personas que tienen millones de seguidores, fotos o vídeos que se hacen virales en pocos minutos. Ante este panorama, ¿qué vigencia tiene lo que hemos dicho sobre la normalidad en la que obra el Señor? Sabemos bien que Dios es paciente y nos ha dicho que su acción es como la levadura: no es posible distinguirla de la masa y, a pesar de cualquier circunstancia, llega hasta el último rincón. Es Dios el primer interesado en salvar al mundo, mucho más que nosotros. De hecho, es él quien empuja, quien enciende y quien sostiene. Nosotros, principalmente, nos sumamos a ese movimiento de santidad: «Con la maravillosa normalidad de lo divino, el alma contemplativa se desborda en afán apostólico»[12].
El Papa Francisco nos invita precisamente a dejarnos invadir por la vibración apasionada de la gracia: «Cuánto bien nos hace, como Simeón, tener al Señor “en brazos” (Lc 2,28). No solo en la cabeza y en el corazón, sino en las manos, en todo lo que hacemos: en la oración, en el trabajo, en la comida, al teléfono, en la escuela, con los pobres, en todas partes. Tener al Señor en las manos es el antídoto contra el misticismo aislado y el activismo desenfrenado, porque el encuentro real con Jesús endereza tanto al devoto sentimental como al frenético factótum. Vivir el encuentro con Jesús es también el remedio para la parálisis de la normalidad, es abrirse a la cotidiana agitación de la gracia»[13]. Con Cristo queremos liberarnos de la parálisis de pensar que en lo normal no está Dios.
«María santifica lo más menudo −nos hacía notar san Josemaría−, lo que muchos consideran erróneamente como intrascendente y sin valor: el trabajo de cada día, los detalles de atención hacia las personas queridas, las conversaciones y las visitas con motivo de parentesco o de amistad. ¡Bendita normalidad, que puede estar llena de tanto amor de Dios!»[14].
Diego Zalbidea
Fuente: opusdei.org
[1] Francisco, ex. ap. Amoris laetitia, n. 182.
[2] Benedicto XVI, La infancia de Jesús, Editorial Planeta, Barcelona, 2012, p. 11.
[3] Francisco, encíclica Laudato si’, n. 98.
[4] San Josemaría, Conversaciones, n. 113.
[5] Francisco, ex. ap. Gaudete et exultate, n. 7.
[6] San Josemaría, Guion de una plática, 22-VIII-1938. Citado en Pedro Rodríguez, Camino, edición crítico-histórica, Rialp, Madrid, 2004, p. 288.
[7] San Bernardo de Claraval, Carta al Papa Beato Eugenio III.
[8] San Josemaría, Guion de una plática, V-1936. Citado en Camino, edición crítico-histórica, p. 288.
[9] Benedicto XVI, Homilía, 24-IV-2005.
[10] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 18.
[11] Benedicto XVI, Jesús de Nazaret II, Ediciones Encuentro, Madrid, 2011, p. 83.
[12] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 120.
[13] Francisco, Homilía, 2-II-2018.
[14] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 148.
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