“La relación entre profesores y alumnos era una equilibrada mezcla de respeto y complicidad”
Hace algunos años, por razones que no vienen al caso, fui a pasar el día a tres colegios diferentes de secundaria: un conocido internado privado de Berkshire y dos institutos públicos, uno en Surrey fundado a principios del siglo pasado y otro al este de Londres recién abierto cuando lo visité.
Como cabe esperar, quedé deslumbrada por el ambiente que se respiraba en el primero. La relación entre profesores y alumnos era una equilibrada mezcla de respeto y complicidad. Los chicos, además de manifestar una evidente inquietud académica, demostraban que el nivel alto era no solo fruto de sus aptitudes, sino también de una dedicación grande.
El aspecto del segundo colegio, un edificio de ladrillo bastante bonito situado en el centro de una pequeña ciudad, engañaba un poco: una vez entrabas desaparecía cualquier sombra de la paz que se hubiera podido esperar. Niños con prisas y gritos y profesores pidiendo constantemente y sin éxito que aflojaran el tono por los pasillos, uniformes desparejos y niñas maquilladas como si tuvieran el doble de edad. Las cosas no mejoraban en las aulas. Los profesores revelaban una enorme desazón ante el caos y el pasotismo de los alumnos.
El tercer colegio, un edificio moderno de colores, era mucho más grande y también era mayor el descontrol. En las aulas, llenas de murales que delataban horas de trabajo, los chicos se lanzaban constantemente cosas, respondían con descaro al profesor que alzaba la voz en vano y los pocos alumnos que pretendían sacar provecho de la lección eran señalados con burla por el resto. Un panorama un tanto deprimente en el que la fácil conclusión es que el dinero ya no es para pagar una educación exclusiva, sino para evitar adolescentes asalvajados.
En 2010, el entonces secretario de Educación del gobierno de David Cameron, M. Gove, introdujo un nuevo concepto: las free schools −escuelas fundadas por iniciativa de padres, profesores, organizaciones educativas, universidades o grupos comunitarios, financiadas por el estado y gestionadas de forma independiente, es decir, con libertad para establecer las condiciones del personal, el horario y las vacaciones y sin necesidad de seguir el plan de estudios estatal.
El colegio en firmar el primer acuerdo (y uno de los veinticuatro que abrieron) fue West London Free School, situado en Hammersmith, una zona media al oeste de la ciudad. Se define por ofrecer una educación liberal clásica: un plan de estudios enfocado en las disciplinas tradicionales −inglés, matemáticas, ciencias, artes y humanidades− que permita desarrollar un conocimiento sustantivo del mundo. Latín obligatorio e historia clásica desde los once años, sistema de casas, clubs que van desde el ajedrez al flamenco pasando por deportes, coro, orquestra, clases de cerámica, griego, cine francés o escritura creativa, jornadas de debate sobre actualidad política y social, disciplina y la mitad de los alumnos especializándose en un instrumento son algunos de los rasgos que lo diferencian. La idea de fondo es dar una educación tradicional y de excelencia como punto de partida sin limitar el acceso a los expedientes brillantes y sin tener en cuenta la posición social.
Cuando sus cuatro hijos estaban en primaria, el periodista Toby Young y su mujer empezaron a buscar colegios de secundaria y no encontraron mucha opción pública en su zona. La alternativa era ir a la privada −económicamente inviable para ellos− o cambiarse de casa. Mientras buscaban nuevos barrios a los que mudarse, Young daba vueltas al tipo de educación que él había recibido de adolescente: un par de escuelas modernas centradas en la creatividad y la libertad de los alumnos en las que ni aprendió ni obtuvo buenas notas, unos meses de experiencia laboral que le llevaron a la conclusión de que era aún peor para los trabajos manuales que para lo académico, y la oportunidad, porque repitió las pruebas, de cursar el último año en una Grammar School (un tipo de instituto público con un examen de ingreso muy exigente y reservado, por tanto, a los alumnos con más capacidades), donde aprendió por fin algo de provecho y le abrió las puertas para estudiar en Oxford.
Como no estaba convencido con cambiar de casa y de zona, se interesó por la propuesta de Michael Gove acerca de las Free Schools que permitían a padres montar un colegio, y escribió un artículo explicando su idea: un lugar con asignaturas consistentes, lenguas y cultura clásicas, alta disciplina, excelencia académica, pero abierto a todos. Le respondieron muchos interesándose y organizó una reunión de setenta y cinco personas en el salón de su casa, de donde salió un comité de doce formado por padres, profesores y vecinos decididos con ilusión a empezar el proyecto.
Tres años después, Boris Johnson (entonces alcalde) inauguraba la West London Free School. Una década más tarde, los buenos resultados en las pruebas nacionales, la amplia demanda por las plazas, la satisfacción de padres y alumnos y la diferencia de nivel adquisitivo de las familias han demostrado que la oposición a la que se enfrentaron en los inicios −por un lado, por aquellos que veían solo un capricho de la clase media y, por otro, por los que señalaban la imposibilidad de mantener la excelencia− estaba equivocada.
Otro ejemplo de free school de éxito es Michaela, el colegio dirigido y fundado por Katharine Birbalsingh, conocida por su activismo en contra de la educación actual y llamada la “profesora más estricta de Bretaña”. Desencantada al ver que todo lo aprendido en el “Teacher training” sobre cómo enseñar utilizando canciones, juegos, vídeos y colorines, sobre cómo educar sin castigos ni normas, no funcionaba, empezó a interesarse por la educación de antaño. Convencida, tras probarlo en sus clases, que la disciplina y la memoria no dañan al niño, sino que son grandes aliadas, consideró que no podía seguir timando a los alumnos y decidió liarse la manta a la cabeza y empezar un colegio.
En 2014, con mucho recelo por parte de los demás y mucha convicción por parte del equipo, se abrió Michaela en Wembley, uno de los barrios más desfavorecidos de Londres, con una enorme inmigración y un tercio de los hogares en situación de pobreza. El lema, “Trabaja duro y sé amable”, resume bien su filosofía. La directora lo desarrolla explicando que Michaela se caracteriza por tres aspectos: disciplina, conocimiento y amabilidad.
El primero se deja entrever fácilmente en el silencio de los pasillos por los que los estudiantes cambian de clase en fila india, el horario perfilado al segundo o faltas (tales como olvidarse el boli, llegar un minuto tarde, sentarse mal o mirar por la ventana durante la clase) que se traducen en castigo si acumulas dos. «La gente piensa a menudo que la disciplina es sinónimo de opresión y en realidad es exactamente lo contrario: es liberadora. A los niños les gusta estar en un entorno seguro donde pueden levantar la mano y responder a una pregunta sin preocuparse de que otros niños se rían de ellos» dice Birbalsingh.
El segundo aspecto es ofrecer al alumno una enseñanza tradicional: menos imágenes y más lecturas, menos trabajos dinámicos en grupo y más ejercicios de memoria. En Michaela abogan por remarcar que los profesores saben, en efecto, más que los alumnos y, por eso, tienen que enseñar con autoridad. ¿El resultado? Los estudiantes aprenden, avanzan y logran sacar lo mejor de sí mismos. Aunque bien pudiera sonar a cuartel militar impuesto a frustrados adolescentes de familias con pocos recursos, quien visita el colegio (reciben normalmente cinco o seis personas de diferentes centros de todo el país para coger ideas de sus métodos) coincide: los chicos están contentos, son felices.
Tal vez, además del orden y la satisfacción académica, el tercer aspecto tenga mucho que ver: en Michaela subrayan la necesidad de ser siempre educado y amable con el prójimo. De hecho, el fondo de no portarse mal es el mismo: si no haces las cosas bien, fastidias al resto. Una de las formas de educar en este campo es la hora de comer, que llaman “comida familiar”. Entran, claro, muy puntuales, y primero de todo recitan de memoria un poema, como por ejemplo “If” de Kipling o “Invictus” de Henley. En cada mesa se sientan seis alumnos y un profesor o invitado que supervisa y modera la conversación. Puede ser que repasen una lección que les haya parecido especialmente interesante o que debatan sobre un tema de actualidad.
El servicio de comedor no funciona con las típicas bandejas, sino por encargos que contribuyen al servicio y al sentido de responsabilidad. Uno sirve el agua mientras otro trae la comida, otro la sirve, un cuarto va a buscar el postre y los otros dos recogen y limpian.
Las particularidades del comedor no han terminado: ahora es el momento de los agradecimientos. De forma ordenada y ágil, los alumnos van dando las gracias públicamente a profesores, padres o compañeros por algo en concreto. La directora explica que todos, a pesar de cual sea la situación personal (no hay que perder de vista el ambiente en el que se mueven estos chicos, en el que abundan familias desestructuradas, falta de recursos básicos, apuñalamientos en la calle y demás), todos sin excepción tenemos motivos para estar agradecidos. Alimentar la queja sobre las dificultades, desigualdades o injusticias desemboca en una mentalidad victimista que imposibilita alcanzar cualquier meta. En relación con este agradecimiento general, está la convicción de crear un sentimiento de orgullo nacional: pertenecer a este país es algo que hay que celebrar, valorar y querer. Reciben muchas críticas por entonar himnos patrióticos como “I Vow To Thee, My Country”, “Jerusalem” o “God Save the Queen”.
Una de las actuales batallas de Birbalsingh es la de los teléfonos móviles. Aunque le preocupan las consecuencias fatales que pueda tener el que los smartphones se hayan convertido en canguros baratos para bebés, su mayor inquietud está en los adolescentes: el fácil acceso a la pornografía, la sobreexposición en redes, el cyberbullying y la pérdida inconsciente de tiempo son problemas que pueden dañar mucho a los todavía no adultos, su cerebro aún está en crecimiento y son por tanto vulnerables. “Quítenle el móvil” aconseja encarecidamente a los padres.
Aquellos que escuchan los porqués y le hacen caso comparten su experiencia: las primeras semanas son un infierno −como ver al drogadicto al que le quitan la droga− con huelgas de hambre, amenazas de suicidio y otras ideas dementes; si se mantienen firmes, el milagro ocurre y el hijo vuelve a ser el que era dejando atrás la ansiedad, la depresión o la falta de rendimiento que les angustiaba. Para colaborar en esta campaña, han diseñado un lugar “detox” en el instituto para los alumnos que “quieren pero no pueden” desintoxicarse: dejan el móvil allí el tiempo que necesiten para tomar las riendas.
En contra de la tendencia actual de atenuar las normas y buscar el entretenimiento en la enseñanza, West London Free School y Michaela son dos ejemplos que demuestran que hacer rendir cuentas y mantener altos los estándares académicos y de comportamiento en los colegios no es otra cosa que estar del lado de los niños. Al final, se trata de darles las herramientas necesarias para que el día de mañana sean personas competentes, felices y con ganas de aportar su granito de arena para hacer una sociedad mejor.
Beatriz Jimenez Castellanos, en revistacentinela.es
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