El pensador francés, referente intelectual de nuestro tiempo, afirma que el aborto y la eutanasia están concebidos como negocios rentables
«Los supremacistas de nuestros días prefieren eliminar las vidas que consideran no deseadas desde antes de nacer. Es más discreto, menos costoso y más seguro», añade
Buscar la verdad, con mayúsculas, y ponerla al servicio del conocimiento es el objetivo vital de Rémi Brague (París, 1947). Filósofo, historiador, profesor emérito de Filosofía árabe y medieval en La Sorbona, se describe a sí mismo como «discípulo lejano e indigno de Sócrates, que dedicaba su tiempo a buscar la esencia (ousia) de las realidades…».
El pensador francés es un referente intelectual de nuestro tiempo. Toda una autoridad cuya mayor virtud, como apuntaba Elio Gallego en estas mismas páginas, es la integridad. Lo que llena de valor su persona y su extensa obra es la unidad entre el filósofo y el marido y padre de familia numerosa, entre el creyente y el ciudadano francés y europeo consciente.
Doctor honoris causa por la Universidad CEU San Pablo, Brague ha sido titular de la prestigiosa Cátedra Guardini en la Universidad Ludwig Maximilians de Múnich, además de docente visitante en Pensilvania, Colonia, Lausana y Boston.
A las puertas de la aprobación de la ley de eutanasia en España, conversamos con el filósofo parisino sobre la vida y las amenazas de las que esta es objeto en la actualidad. «La experiencia demuestra que los enfermos incurables que se ven tentados por el suicidio dejan de desear la muerte cuando están rodeados de personas que los cuidan y los tratan con respeto», asevera Brague, para quien no hay «muerte indigna».
En nuestros días se habla mucho de «muerte digna». ¿Qué significa este concepto?
Hay gente que cree que la muerte puede ser digna o no serlo. Con el adjetivo «digna» hacen referencia a la muerte que uno mismo decide. Otros creemos en la dignidad de toda persona, incluso de la más humilde. Siendo cada persona la imagen de Dios, tenemos la dignidad ligada al cuerpo. Por tanto, no puede haber una muerte «indigna». Es necesario que se respete esta dignidad, y que así sea desde el principio hasta el final de la vida humana.
¿El derecho a la muerte es compatible con el derecho a la vida?
Dejemos temporalmente al margen la cuestión de saber si estos «derechos» son legítimos. En cualquier caso, no deben ponerse al mismo nivel. Puedo reivindicar un pretendido «derecho a la muerte», yo que estoy vivo y consciente. Pero el derecho a la vida también concierne a las personas que son todavía incapaces de hacer valer sus derechos, como los embriones, los fetos, los lactantes. Y a aquellos cuya discapacidad mental les impide defenderlos.
Detrás de esta cuestión se encuentra el grave problema de la naturaleza del derecho. Al comienzo de su Contrato social (1762), Jean-Jacques Rousseau mostró el absurdo de la noción de «la ley del más fuerte». De hecho, mientras el más fuerte siga siendo fuerte, no hay necesidad alguna de garantizar por ley aquello que su fuerza le habrá hecho obtener. Solo lo necesita una vez que se ha debilitado para reclamar el derecho a cambiar su posesión de facto por una propiedad reconocida. Sostengo la idea de que todos los derechos son derechos del más débil. Si «el derecho del más fuerte» es una contradicción, «el derecho del más débil» es una tautología. Ahora bien, los más débiles son las personas que aún no tienen, que no tienen, o que ya no tienen, los medios para defenderse. Los demás siempre pueden, en el peor de los casos, asociarse, formar sindicatos, partidos, etc. Por lo tanto, nuestras sociedades, al aceptar el aborto, han renunciado a defender a los más radicalmente débiles de todos los seres humanos. Podemos preguntarnos entonces si todavía merecen el nombre de sociedades de derecho…
La eutanasia nos sitúa al borde de la llamada «pendiente resbaladiza». ¿Podemos llegar a confundir la muerte digna con el simple deseo de morir?
Esta pendiente resbaladiza está instalada desde hace décadas. Pero es fruto de una mentira que se repite constantemente. No paran de decirnos: A, sí, pero B ¡nunca! Y diez años después, nos dicen: B, de acuerdo, pero C, ¡jamás! Todavía recuerdo a la encantadora Sra. Dª Elisabeth Guigou, que cuando era ministra de Justicia («guardiana de las garantías») nos decía alto y claro, en 1998: «La Unión Civil para parejas homosexuales, sí, por supuesto. ¡Pero un matrimonio homosexual, ni hablar!». Hoy nos dicen: reproducción asistida para mujeres solteras y parejas lesbianas, sí, ¡pero la gestación subrogada, jamás! Mañana nos dirán: la subrogación «ética», sí; pero, etc. ¿Y qué nos dirán cuando la tecnología haga posible el útero artificial que nos prometen en diez o quince años? ¿Cuándo los medios de comunicación habrán bombardeado lo suficiente a la gente de bien para que se pueda conseguir que acepten la poligamia?
En cuanto a la «muerte digna», es un hecho que se confunde con la libertad de satisfacer el deseo de morir. Y este deseo aparece precisamente cuando hemos dejado de respetar la dignidad intrínseca de la persona. Por ejemplo, cuando una familia abandona a un anciano, deja de ocuparse de él o, al menos, de visitarlo. La experiencia demuestra que los enfermos incurables que son tentados por el suicidio dejan de desear la muerte cuando están rodeados de personas que los cuidan y los tratan con respeto. Entonces pueden aceptar su muerte, lo cual es muy diferente.
¿Por qué la sociedad occidental guarda un silencio cómplice frente a los ataques a la vida, como el aborto o la eutanasia?
Es un hecho que una especie de terror soft reina en muchos medios, y en particular entre los de opinión, e impone el silencio sobre determinados asuntos. Las mujeres que han sido heridas en su alma, y en ocasiones en su cuerpo, a causa de un aborto, no siempre se atreven a reconocerlo fuera del estrecho círculo de sus familiares o amigos cercanos. Y si se lo dicen a quien quiera escucharlas, podemos estar seguros de que los medios, al menos los del Estado, no se harán ningún eco de sus palabras.
No sé exactamente cuál es la causa de este terror. Pero me temo que, en última instancia, se trata de una cuestión de intereses económicos. De hecho, el aborto y la eutanasia son también negocios que producen beneficios. Al igual que la anticoncepción química, que reporta a las empresas farmacéuticas mil veces más que los métodos naturales de control de la natalidad. A menudo escuchamos decir que prohibir una práctica en un país obliga a la gente a viajar a un país vecino donde esa práctica está permitida. A ello se añade que solo los ricos podrán pagar el viaje y que esto supone una desventaja para los pobres. Hay algo de verdad en ello. Aun así, no consigo desembarazarme de una sospecha. Me hace preguntarme si eso no significaría también: «Es una clientela que se nos escapa, son ingresos que van a ir a parar a otros que no somos nosotros».
¿El desprecio a la vida de la sociedad actual es fruto de una errónea concepción del hombre y de su dignidad?
Todo el mundo habla de la dignidad humana, algunos la respetan, otros la pisotean, pero en todo caso nadie explica por qué el hombre tiene una dignidad. Todo el mundo habla de los derechos del hombre, pero sin decir exactamente qué es un hombre. Un síntoma interesante: cada vez se habla más, ya no de «derechos del hombre», sino de «derechos humanos». No es solo para imitar el término anglomericano human rights, ya que se había observado el mismo cambio de vocabulario en la lengua inglesa. Cuando se dice «derechos del hombre», se constata que el hombre posee esos derechos, pero se deja abierta la cuestión de saber de dónde provienen. La Naturaleza, con «n» mayúscula, la de los estoicos, o incluso Dios, ya sea el Dios algo anémico de los «ilustrados» moderados o el Dios vivo de las religiones. Para los autores franceses de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, estos derechos eran proclamados «en presencia y bajo los auspicios del Ser Supremo». Por el contrario, cuando se dice «derechos humanos», se da a entender que son una propiedad intrínseca del hombre, que hay que situar al mismo nivel que la posición vertical o el pulgar oponible…
Sobre el desprecio de la vida del que usted habla, en la novela de Lermontov Un héroe de nuestro tiempo (1841) hay un pasaje interesante. Un personaje, un médico, dice: «Solo estoy seguro de una cosa, y es de que una buena mañana moriré». A lo que el muy poco comprensivo «héroe» de la novela replica: «Soy más rico que usted. Además de esa, tengo otra certeza, que una noche muy mala tuve la desgracia de nacer». Podemos olvidar la atmósfera del romanticismo negro para pasar directamente a una enseñanza válida: los dos están vinculados; si la única certeza es la de la muerte, el nacimiento se convierte en desgracia.
¿La eutanasia supone elegir el camino más fácil ante la adversidad?
Aquello que llamamos una salida fácil es siempre, por definición, más cómoda. Sin embargo, en la mayoría de los casos, su elección entraña después dificultades añadidas.
¿La eutanasia puede convertirse en una excusa supremacista para eliminar a la población más indefensa y vulnerable?
Por supuesto. Ya hemos asistido a la eliminación de poblaciones enteras por otros métodos más ruidosos: la hambruna artificial en Ucrania en 1933, el Zyklon B en la época del Holocausto. Todo esto debía servir para deshacerse de las poblaciones que obstaculizaban la actividad de los «mejores», a saber, el partido que representaba al proletariado, vanguardia de la humanidad en el primer caso, y los miembros de la raza superior en el segundo. Allí también estábamos en presencia de un supremacismo, aunque todavía no se utilizaba esta palabra.
Pero los supremacistas de nuestros días prefieren eliminar las vidas que consideran no deseadas desde antes de nacer. Es más discreto, menos costoso y más seguro. La americana Margaret Sanger (m. 1966), fundadora de Planning Familial, reconocida hoy como pionera del feminismo y la contracepción artificial, también estaba a favor de la eugenesia. Esta había sido formulada −y la palabra había sido acuñada− por Francis Galton, primo de Charles Darwin. En virtud de este concepto, se proclamó, con toda tranquilidad, que la raza superior estaba destinada, por el juego de las mismas leyes que para las especies vivas en general, a suplantar a las otras razas.
¿Qué opina sobre los cuidados paliativos como alternativa a la eutanasia?
Dondequiera que se ofrecen este tipo de cuidados y allí donde están bien dirigidos por personas competentes y con dedicación, han demostrado su eficacia. Muestran lo que uno no tiene ganas de ver, a saber, que el verdadero problema no es médico, sino social. Lo que te hace querer morir no es la enfermedad, no es la vejez, ni siquiera el dolor, que los medicamentos modernos puede atenuar en gran medida. Lo que mata es la soledad, el sentimiento de no ser ya útil y de estar abandonado.
¿Cree que en Europa se destinan los recursos suficientes al fomento de los cuidados paliativos?
Estoy bastante convencido de lo contrario. Una inyección letal cuesta menos que los cuidados, que pueden prolongarse si el paciente no tiene el detalle de morir rápidamente… Hay, además, un hecho generalizado en nuestras sociedades: lo que decide en última instancia es el coste. Además, como he dicho anteriormente, los cuidados paliativos implican una verdadera conversión de la sociedad. Eso no se puede hacer en un abrir y cerrar de ojos. Y lo que requiere es una conversión de corazón en muchas personas.
¿Qué les diría a aquellos que afirman que la eutanasia evita suicidios?
Lo mismo que a quienes decían hace poco que la legalización del aborto debería reducir los abortos ilegales, con los peligros que representan para la salud de la madre, e incluso para su vida. O a aquellos que decían, un poco antes, que la difusión de la contracepción química debería disminuir los abortos, etc.
Detrás de este argumento a favor de la eutanasia hay toda una visión de las cosas. Permanece implícita, pero podemos intentar hacerla visible. Consiste en una gran subversión del significado de las palabras y de las cosas. La diferencia entre un suicidio, digamos, artesanal, y el que se empieza a llamar (¡al menos un poco de franqueza!) «suicidio asistido» es la presencia de un médico. De igual modo, un aborto puede ser practicado por un «creador de ángeles» o por un médico −en todo caso, aquellos que acepten traicionar el juramento hipocrático−. Piense en el significado que ha adquirido el adjetivo «médico». Antes era sinónimo de «terapéutico». El médico procuraba cuidados para conservar la vida, para hacerla menos dolorosa, eventualmente para ayudar a dar a luz cuando era partero. Hoy hablamos del aborto como un acto «médico». El adjetivo entonces significa: realizado en un ambiente antiséptico por gente graduada, que viste batas blancas y percibe honorarios. Nada más. El leve matiz que separa el hecho de dar vida y el de matar −ya que, a fin de cuentas, esto es lo que le sucede al feto− está desapareciendo de los radares.
Usted afirma que el problema de nuestra sociedad es saber si queremos seguir existiendo. ¿Por qué merece la pena vivir?
El problema no se plantea a nivel individual. No hemos elegido venir al mundo, pero el hecho es que estamos vivos. Por lo tanto, no vivir no puede ser para nosotros más que el resultado de una elección. Y la vida tiene sus atractivos. Cuando estás a bordo del barco, es desagradable saltar al mar. Preguntar si la vida vale la pena vivirla, incluso hacer de esta una cuestión decisiva, como hace por ejemplo Camus en El mito de Sísifo, es muy superficial. Frente a la vida que vivimos, no somos imparciales. Por el contrario, estamos fuertemente sesgados en favor de nuestra vida. En cambio, la cuestión se vuelve interesante cuando se trata de la vida de los demás. No la de nuestro prójimo, con el que estamos obligados a coexistir, y preferiblemente de forma pacífica, aunque solo sea porque podría defenderse si quisiéramos eliminarlo. Se trata de la vida de esa persona tan especial a la que podemos elegir dar la vida. El verdadero problema de nuestras sociedades es saber si quieren seguir viviendo, lo cual solo es posible si se reproducen. Y la reproducción no es solo una cuestión biológica. Supone que una sociedad tenga confianza en sí misma y en su futuro. Hay un proverbio que dice: «La esperanza hace vivir». Es cierto, incluso en el sentido más banal de estas palabras.
Entrevista de Hilda García, en eldebatedehoy.es
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