La percepción social de la paternidad es una causa implícita del desplome demográfico
Es imposible que yo no esté de acuerdo con casi cualquier crítica que ustedes me hagan. Podría poner más ejemplos, pero me ceñiré al que me trae a esta columna. Comenté que hay jóvenes que quieren tener hijos, según afirman, pero que se lo impiden, entre otras cosas, el mercado laboral y el sistema económico Me explicaron que no.
Que en épocas de penuria económica la gente tenía más hijos y que los funcionarios, que no sólo tienen unos sueldos dignos, sino una seguridad laboral de ensueño, tampoco tienen hijos. El escollo real ha de estar en otro sitio.
El problema demográfico es tan serio que hay que ir quitando problemas −también los económicos, aunque no sean los más graves− a quienes sueñan con tener hijos. A la vez, hay que detectar los principales. Que serán, como siempre, filosóficos. Para empezar, se ha transmitido a los jóvenes que sólo cabe plantearse los hijos cuando se tienen todos los cabos atados; y entonces ya es o demasiado tarde o nunca. Urgen más cantos épicos al "contigo (y los niños) pan y cebolla" (que luego tampoco será tanto pan ni tanta cebolla, aunque al romanticismo le venga bien su pizca de exageración).
Hay que reflexionar sobre la consideración actual de la paternidad. Hoy los padres somos sospechosos de educar mal a nuestros hijos, de dejarles ver películas horribles, como Los Aristogatos, o permitirles jugar con espadas a ellos y con muñecas a ellas. Después está todo ese rollo psicoanalista deprimente de que la familia es la culpable de tanto neo-trauma. Sumemos la falta de estabilidad del hogar: un régimen de visitas en el horizonte de las probabilidades no anima, desde luego, a nadie. La idealización televisiva de adolescentes estereotipados que protestan o desprecian a sus padres, tampoco. Ni el relato, tan publicitado por el negociado de la eutanasia, de señores mayores que prefieren morir antes que ser una carga para esos hijos que con gran esfuerzo criaron.
Vocación de padres o instinto maternal puede tener mucha gente, pero a nadie le pirra ser un mártir, un muñeco del pin-pan-pun o un tonto útil. Además de bajar el precio de las casas, hay un trabajo cultural que hacer. No será difícil. Basta recordar el cariño, la admiración y el agradecimiento que la inmensa mayoría de nosotros tuvo, tiene y tendrá a sus padres. Que no nos cieguen para lo que tenemos delante de nuestras narices, ¡y por muchos años! Ser padres se hereda.