La humanidad necesitaba una ayuda, y Dios se la proporcionó, interviniendo en la historia por medio de su revelación
Aunque la ley moral natural está presente en todos los hombres, el influjo de los pecados y de las malas costumbres fue apartando a los hombres de Dios. El relato bíblico narra cómo, después del pecado de nuestros primeros padres, la maldad fue creciendo sobre la tierra y los mandamientos de Dios fueron cayendo en el olvido. La humanidad necesitaba una ayuda, y Dios se la proporcionó, interviniendo en la historia por medio de su revelación. “Dios, nuestro Creador y Redentor, eligió a Israel como su pueblo y le reveló su Ley, preparando así la venida de Cristo. La Ley de Moisés contiene muchas verdades naturalmente accesibles a la razón. Estas están declaradas y autentificadas en el marco de la Alianza de la salvación” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1961).
La Ley antigua, promulgada en el Sinaí entre rayos y truenos, fue una guía muy conveniente para la humanidad caída. Los preceptos morales se contienen en el Decálogo, y prescriben al hombre que viva como creatura de Dios, formado a su imagen y semejanza, señalando sus deberes esenciales y encaminándole hacia el amor a Dios y al prójimo. “Dios escribió en las tablas de la Ley lo que los hombres no leían en sus corazones” (San Agustín. Salmo 57, 1).
La tradición cristiana tiene en mucho a la Ley antigua, a la que considera santa, espiritual y buena, pero imperfecta; ya que señalaba lo que debía hacerse pero no daba de por sí la fuerza para cumplirlo. San Pablo enseña que esta Ley denuncia y manifiesta el pecado, que es una “ley de concupiscencia” (cf Romanos 7) en el corazón del hombre.
Sus enseñanzas son perfectamente válidas y encaminan hacia la conversión y la fe en la Redención. “La Ley antigua es una preparación para el Evangelio. «La ley es profecía y pedagogía de las realidades venideras» (San Ireneo. Contra las herejías 4, 15, 1). Profetiza y presagia la obra de liberación del pecado que se realizará con Cristo; suministra al Nuevo Testamento las imágenes, los «tipos», los símbolos para expresar la vida según el Espíritu. La Ley se completa mediante la enseñanza de los libros sapienciales y de los profetas, que la orientan hacia la Nueva Alianza y el Reino de los cielos” (Catecismo..., n. 1964).
La Ley nueva o Ley evangélica lleva a su perfección los preceptos de la Ley natural y de la Ley antigua. Viene dada por Jesucristo y se contiene especialmente en el Sermón de la Montaña, una montaña cercana a los hombres y más amable que la antigua. No consiste en una multiplicación de nuevos preceptos; es una nueva vida y visión lo que comunica al hombre: “Concertaré con la casa de Israel una alianza nueva (...), pondré mis leyes en su mente, en sus corazones las grabaré; y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo” (Hebreos 8, 8-10; cf Jeremías 31, 31-34). En las Bienaventuranzas se elevan y amplían las promesas divinas, que no se limitan a una felicidad terrena sino a su plena realización en el Reino de los cielos. Se dirigen no a los prepotentes según una lógica terrena, sino a los pobres, los humildes, los que sufren, los limpios de corazón, los perseguidos a causa de Cristo.
El Sermón de la Montaña no anula ni substituye los mandamientos de la Ley antigua sino que los asume y les confiere una dimensión más profunda. “No añade preceptos exteriores nuevos, pero llega a reformar la raíz de los actos, el corazón, donde el hombre elige entre lo puro y lo impuro (cf Mateo 15, 18-19), donde se forman la fe, la esperanza y la caridad, y con ellas las otras virtudes. El Evangelio conduce así la Ley a su plenitud mediante la imitación de la perfección del Padre celestial (cf Mateo 5, 48), mediante el perdón de los enemigos y la oración por los perseguidores, según el modelo de la generosidad divina (cf Mateo 5, 44)” (Catecismo..., n. 1968).
Los actos de la religión: la oración, la limosna y el ayuno, han de ser dirigidos al Padre celestial, que ve en lo secreto, y no a buscar el aplauso de los hombres. La oración de la Ley nueva es el Padre Nuestro (Mateo 6, 9-13). Su regla de oro: “Todo cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros; porque ésta es la Ley y los profetas” (Mateo 7, 12). Toda la Ley evangélica se resume en el mandamiento nuevo de Jesús: amarnos los unos a los otros como Él nos ha amado (Juan 13, 34; 15, 12). Al Sermón de la Montaña hay que añadir la catequesis moral de los Apóstoles, recogida en los libros del Nuevo Testamento.
La Ley nueva es ley de amor, no de temor; ley de gracia, porque no sólo señala lo que se ha de hacer, sino que da la fuerza para realizarlo; ley de libertad, propia de los hijos y no de los siervos. Además de los preceptos incluye los consejos, que ayudan a poner los medios conducentes a la amistad con Dios. “La santidad de la Iglesia también se fomenta de manera especial con los múltiples consejos que el Señor propone en el Evangelio a sus discípulos para que los practiquen” (Conc. Vaticano II. Const. Lumen gentium, n. 42).