No se trata de instrumentalizar la cultura sino de apelar a los recursos espirituales y no tener miedo
La conversación sobre la presencia de los cristianos en el debate público de nuestro país se ha convertido en una extraordinaria ocasión para reflexionar sobre temas que atañen profundamente a la comprensión que el cristiano tiene de sí mismo y de su quehacer. El debate ha ido girando desde el papel de los cristianos en la vida pública, entendido especialmente en términos de guerra cultural o de batalla por el relato, hacia la positiva aportación de los cristianos en los ámbitos de la familia, la educación o el pensamiento, en el contexto de la actual crisis postmoderna.
Nos encontramos ante un proceso de descomposición de lo humano y lo social que ofrece ya tales signos que el diagnóstico se impone. Basta ver el eco que ha tenido en las redes (y fuera de ellas) el artículo sobre la vida de Flora, descrita crudamente por Esperanza Ruiz (Whiskas, Satisfyer y Lexatin, en El Debate de Hoy, 6.12.20), y solo por mencionar un relato. La realidad, por ser real, supera la ficción.
La realidad humana es profundamente teológica y a esta realidad es a la que es preciso retornar
En estrecha relación con esto, asistimos también a lo que podría llamarse cristianismo tabú. Es conocido el origen polinesio del término tabú, introducido en inglés por el Capitán de la Marina Real británica James Cook en uno de sus viajes por el Pacífico en el siglo XVIII. Generalmente se define como “lo prohibido”. Pero esto es solo una parte de su definición. En su sentido original −y también en su uso actual− hace referencia a una prohibición de la que no es fácil explicar su origen. Decir que algo prohibido es tabú, significa dar una razón de cierto tipo a esa prohibición. Pero, ¿qué tipo de razón? Se han buscado sus raíces en la superstición, el psicoanálisis, la cultura o la religión, lo cierto, sin embargo, es que tabú designa algo prohibido por no se sabe muy bien qué. Nadie denomina tabú a la prohibición de circular por autopista en sentido contrario porque todo el mundo la entiende, la realidad misma la hace inteligible. En cambio, tabú es toda norma que ha sido desgajada de la realidad en la que resulta comprensible o que ha sido despojada de la luz que permite entender su sentido.
Una sociedad que se levanta sobre la ruptura con la propia historia y sobre el vaciamiento del sentido de las cosas −ya sea por puro relativismo, por la afirmación del poder sobre todo lo demás o por la superficialidad de la indiferencia−, tiene la peculiar capacidad de convertir en tabú todas las cosas, para abolirlas después. Pero este no es un poder creador de nada, sino destructor. Al tiempo que deja paso libre a la apisonadora del nihilismo, escasea los recursos con los que la persona puede comprenderse a sí misma y descubrir el fin hacia el que orientar su existencia en relación con los demás. No es que los diez mandamientos sean ya un tabú (esta vez, ilustrado), es que las bienaventuranzas, la cruz de Cristo, el himno a la caridad de San Pablo, o el juicio final, son realidades que aparecen tan incoherentes y discordantes con los dogmas de la posmodernidad, que resultan prácticamente igual de ininteligibles que los tabús hallados por los marineros del Capitán Cook entre los habitantes de Tonga.
Con muy poco esfuerzo y menor resistencia Kamehameha II abolió los viejos tabús en el reino de Hawái. De modo parecido no faltan quienes querrían barrer todo lo cristiano de la sociedad. Ignoran, sin embargo, que −a diferencia de las olvidadas costumbres polinesias− el cristianismo brilla con luz propia, con la inextinguible luz de Cristo capaz de interpelar a cada generación; e ignoran también la profunda relación entre la realidad humana y la divina, desconociendo así que la factura por el rechazo de Dios se paga siempre en carne propia.
Para deshacer el cristianismo tabú es preciso emprender el camino de vuelta: retorno a la realidad y retorno a la luz que permite captar el sentido de las cosas. La teología cristiana, desde los comienzos, ha comprendido que Dios no es una limitación para el hombre, sino la fuente reveladora de lo auténticamente humano. Dios no juega con el hombre una partida de póquer: si gana Dios, pierde el hombre, y a la inversa. Como ha subrayado recientemente B. Daley, la realidad de Jesucristo −y, en definitiva, todo lo humano− no sigue las reglas de un juego de suma cero, cuanto más humano sea Jesús, menos divino puede ser; sino al contrario. El núcleo de la fe cristiana es que el Hijo de Dios −“uno de la Santísima Trinidad”, dice el II Concilio de Constantinopla− es también el más auténtico ser humano que existe. En la ternura del recién nacido encomendado a nuestro cuidado, en la serenidad del que no vive para sí mismo sino para los demás, en la novedad del que muere perdonando en la cruz, se nos muestra que lo más auténticamente humano es la paternidad de Dios hacia cada uno de nosotros. La realidad humana es profundamente teológica y a esta realidad es a la que es preciso retornar. El camino hacia lo divino transita por lo humano.
La fe cristiana tiene el poder de desvelar el sentido profundo de todo lo humano. En esto consiste precisamente la teología, en el camino que va del creer al comprender. Ya no solo se habla de Dios por lo que él ha dicho de sí mismo en la creación y en la historia, sino que la biblia y el mundo se vuelven transparentes para quien conoce a Cristo. De modo muy hermoso lo explica Máximo el Confesor: el cosmos es como un libro y la biblia es como el cosmos; ambos consisten en palabras (logoi) que, aun siendo diversas, cuando se comprenden a la luz de Cristo, del Logos, manifiestan a Dios mismo. Cristo ilumina todas las cosas, solo él desvela la coherencia de todo.
No se trata de instrumentalizar la cultura sino de apelar a los recursos espirituales y no tener miedo
Por esta razón, el evangelio apela siempre a la cabeza y al corazón. Son los recursos con los que cada generación puede hacer suyo el profundo sentido que encierran la vida y todas las cosas. Y no lo hace para que el hombre alcance una altura muy elevada no se sabe dónde, sino para que pueda acertar en la vida, ante lo impredecible y ante lo que se busca, para que sea capaz de enfocar bien las cosas y promueva con eficacia lo auténticamente humano, protegiéndolo de la tiranía de cada momento. Ningún cristiano puede echarse a un lado en esta tarea de comprender y comprenderse, sin grave perjuicio de su identidad.
Por ejemplo, no son pocos los episodios de la historia en los que lo cristiano ha sido utilizado como instrumentum regni, como un elemento al servicio de los poderes temporales. Nunca será superado del todo el peligro de reducir el cristianismo a una ideología, es decir, de anteponer la relación con los poderes del mundo a la relación con Dios; precisamente, cuando el cristianismo que se conoce es el cristianismo tabú, este riesgo es mucho mayor.
Armando Zerolo ha escrito que “empezaremos a ganar la batalla cultural, cuando dejemos de librarla”, porque no se trata de instrumentalizar la cultura sino de apelar a los recursos espirituales y no tener miedo. En el fondo, la auténtica batalla cultural y la guerra por el relato no parece que sea la que tiene lugar en la plaza pública, sino la que libra cada cristiano ante Dios y ante la historia, mientras va escribiendo ese relato que transcurre desde que nace hasta su muerte. Quizá, la clave de las instituciones como la familia, la educación, las universidades, etc., sea su capacidad de ser auténtico soporte para esas batallas personales; no solo soporte, sino también inspiración y complicidad. Así es como el cristiano anima con el espíritu evangélico, como en ondas concéntricas expansivas, la existencia humana, la vida civil, las instituciones, las leyes y todo el entramado de relaciones que constituyen la sociedad.
Miguel Brugarolas es profesor de Teología Sistemática de la Universidad de Navarra