Natalia Sanmartín, escritora y periodista, explica las claves de los conceptos de los que se impregna su literatura
«Hablamos mucho y con mucho entusiasmo del amor de Dios, pero hablamos muy poco de reverencia, de adoración absoluta, de la idea de que Dios no es un igual, no es un compañero o un colega».
En un mundo en que se elaboran, a modo de ditirambos, listados −o pastiches− de mujeres descollantes en la dirección de empresas, en la política o en las finanzas, parece obligado promocionar a las novelistas. Y parece impensable que, una vez que una mujer publica un libro que logra venderse como rosquillas, no siga produciendo labor literaria en cadena y con alta rotación. Frente a esta tendencia casi obligada, se planta una pontevedresa de discreción elegante, Natalia Sanmartín Fenollera (La Estrada, 1970), centrada en su trabajo en Cinco Días y otros menesteres, y que, tras el innegable éxito de El despertar de la señorita Prim (2013), no se embarcó ufana en una carrera editorial. Su tarea no es, precisamente, prosaica; ha sido la impulsora de la edición de la obra de John Senior en España, en particular de La restauración de la cultura cristiana. Su segundo libro, Un cuento de Navidad para Le Barroux (Planeta, 2020), se sitúa en coordenadas muy similares, en el deleite tranquilo de una vida alejada del estrépito, inserta en una naturaleza que huele a recién creada, y en un contexto humano atento al susurro divino.
El protagonista de ‘Un cuento de Navidad para Le Barroux’ es un niño que habla con una fe nítida, abierta al asombro, a la magia, al milagro.
‘Sí, es un niño al que se le ha enseñado desde muy pequeño a mirar el mundo como la Iglesia lo mira, con mirada sobrenatural, eso que decía Charles Péguy de contemplar las cosas como si apenas hubieran sido hechas, como si acabaran de salir de las manos de Dios.
Si no somos como niños, no entraremos en el Reino de los Cielos.
Elegí un niño como personaje central por esa razón. No porque fuese un relato infantil, sino para reflejar ese mandato evangélico. Hablamos muy a menudo del asombro, pero creo que en cuestiones de fe los niños no se asombran. Cuando son muy pequeños, creen de forma casi natural y son capaces de dar distintos tipos de asentimiento a las cosas sin que haya que explicarlas demasiado. Un niño cristiano no confunde a los ángeles con las hadas o con los elfos, diferencia con claridad lo sobrenatural de lo fabuloso. Los niños no se asombran cuando se les cuenta que tienen un ángel de la guarda. Newman creía que esa naturalidad era una prueba de que hasta hace muy poco se encontraban «en un estado más elevado».
Al niño esa fe se la transmite la madre.
Sí, lo hace poco a poco, entretejiendo las verdades de fe con la vida cotidiana, enseñándole suavemente a enfocar la mirada. Si de lo que se trata es de enseñar una moral para ser responsables, para ser buenos ciudadanos y llevar lo que se suele entender por una vida decente, seguramente esa labor puede hacerla un colegio serio o un buen campamento de verano. Pero si entendemos la fe como algo real, como una virtud sobrenatural que proviene de Dios, y sabemos por qué y para qué se nos concede, entonces estamos hablando de una cosa muy seria, de lo único verdaderamente serio en realidad. Lewis dice en uno de sus ensayos que una vida decente es mera calderilla, es una simple baratija en comparación con el fin para el que hemos sido creados. Creo que el lugar natural para enseñar el valor de un tesoro como ese es la familia y la persona con mayores talentos para hacerlo, en los primeros años de la vida de un niño, es una madre.
Es un cuento que recrea toda la visión de un niño, en especial esa fascinación por la araña, por la naturaleza, pero también es un cuento coral, de familia.
Es difícil contar una historia sobre un niño separándolo de su familia, y aunque fuese fácil, parte de lo que quería mostrar en el cuento era una Navidad cristiana y una familia cristiana, la belleza de un hogar en el que Dios no es algo importante, sino lo más importante. Pero, además de eso, también intenté expresar algo que Newman explica en su Apología y que me parece que hoy no se nos enseña con suficiente claridad: la idea de que al final lo realmente importante es lo que ocurre entre nosotros y Dios, entre uno mismo y Dios, eso es el verdadero centro de la realidad en cada vida. Y de eso habla el cuento, del anhelo constante del alma que busca sin cesar al que la creó.
La familia, iglesia local.
La verdad es que no estoy demasiado familiarizada con el término, me parece que soy un poco más medieval… Pero, si con eso se quiere decir que el hogar y la familia son el primer escalón en la transmisión de las verdades de la fe y en el ejemplo de vida cristiana, estoy de acuerdo. Ha sido así desde el principio y el hecho de que esa correa de transmisión se haya interrumpido o debilitado probablemente explique parte de los problemas que tenemos hoy.
La fe de ese niño es una fe formada en la lectura de las vidas de los santos y de los patriarcas veterotestamentarios, en admirar con ilusión el sagrario, que es una «casa de oro» (domus aurea).
Y en ver un reflejo de Dios en todo lo que lo rodea, en tener una visión sacramental del mundo, en percibir el misterio que hay en cada línea de la Escritura, en cada oración, en los ritos de la Iglesia y en lo que ella nos enseña sobre quién es Dios y quiénes somos nosotros. A mí me parece importante aprender a contar mejor las cosas a los niños, sin reducir, rebajar o trivializar las verdades de la fe. Hablamos mucho y con mucho entusiasmo del amor de Dios, y es necesario hacerlo, pero hablamos muy poco de reverencia, de adoración absoluta, de la idea de que Dios no es un igual, no es un compañero o un colega, de que la actitud correcta ante él, si fuésemos capaces de hacernos plenamente conscientes de su presencia, es postrarnos en el suelo, aterrados, temblorosos, y sin embargo maravillados.
La referencia a la ‘domus aurea’ −o también a la ‘turris eburnea’− recuerda a un libro que usted introdujo en España: ‘La restauración de la cultura cristiana’, de John Senior.
En realidad, recuerdan a la Virgen María, son las letanías lauretanas, las del rosario. Pero quizá llamen la atención más en latín, porque mucha gente las reza en vernácula, y porque el latín es un idioma muy dulce y muy musical.
¿Pero hasta qué punto se debe a John Senior esa querencia por la misa en latín, por la vida retirada, por las pequeñas comunidades, por la tradición en sentido amplio, y por las abadías? Sobre todo, las abadías benedictinas.
A mí me parece que leí a John Senior en el momento adecuado, pero el orden de los factores no es exactamente así. Creo que pude apreciarlo porque unos años antes regresé a la práctica religiosa y descubrí la liturgia tradicional. Cuando leí La restauración de la cultura cristiana, estaba en la mitad de El despertar de la señorita Prim, y fue como encontrar ordenadas, pensadas y sistematizadas algunas de las intuiciones que me llevaron a escribir la historia. Senior sostenía que la cultura cristiana es la misa y todo lo que se ha generado a su alrededor a lo largo de los siglos para enriquecerla y protegerla. Es la misa tradicional, con su liturgia milenaria, la que santificó a los grandes santos de la iglesia, fue arrinconada y casi proscrita en los años sesenta con la reforma litúrgica, defendida en soledad por quienes se resistieron a esa reforma y finalmente rehabilitada, por decirlo de algún modo, por Benedicto XVI, a quien mucha gente no podrá agradecer nunca lo suficiente esa intervención. Esa misa se ha convertido en los últimos años en un camino de vuelta a casa o de descubrimiento de la fe para mucha gente, especialmente cuando el culto se desnaturaliza, se mundaniza y se banaliza cada vez más, cuando el modo de administrar y de recibir los sacramentos se desacraliza, y hay mucha gente herida y desorientada.
Este cuento está dedicado a la abadía de Le Barroux, en la Provenza.
Sí, lo escribí para ellos porque me lo pidió una Navidad la abadesa del monasterio de Nuestra Señora de la Anunciación de Le Barroux, en el sur de Francia. Lo escribí para las dos abadías, para leer en la fiesta de la Natividad.
En sus libros se nota bastante influencia de lo francés −y de lo inglés−: ¡cuántas meriendas con bizcochos de mantequilla!
Pero en realidad yo no soy muy golosa, solo me encantan los croissants para desayunar. Sí, hay influencia inglesa aún más que francesa; me gusta mucho la literatura inglesa, y me interesa todavía más el catolicismo inglés. Pero todo eso también tiene una función en el libro. Los pasteles son el envoltorio del mensaje, como el lenguaje, tan británico y tan lleno de adverbios, y el dulce que llena la historia. La idea era pasar un mensaje por debajo de una alambrada para que llegase a los que están al otro lado. Pensé que alguna gente lo leería como una historia agradable y amable, y fue así, pero que otros verían lo que había bajo el azúcar y que, para un tercer grupo, el de los católicos tradicionales, sería un aliento o un consuelo. Pero no pensé que pudiera llegar a tantos lugares distintos.
Sus personajes disfrutan lo mismo cazando lagartijas que haciendo mermelada o charlando de los papiros de Oxirrinco.
En realidad, los que cazan lagartijas no pierden el tiempo hablando de papiros, pero es verdad que todos comen mermelada, a todas horas. Siempre explico que el libro es un cuento, no es una novela realista, aunque hable de cosas reales, así que la idea no era describir un pueblecito común, porque San Ireneo es una colonia distributista formada por escépticos de la modernidad, según explican ellos mismos. Si existiese un lugar así no sería, o no debería ser, muy común.
Me va a permitir una maldad, Natalia, pero en sus pueblos, como aquel en que recaló Prudencia Prim, no hay agricultores, o apenas se ven. No se nota la dureza cotidiana de la vida rural, las boñigas de las vacas, la preocupación por las lluvias…
No, es verdad que no se ven, pero eso no es una maldad, es más bien una cuestión de poca observación [risas]. San Ireneo no es una aldea, es un pueblo ya con cierta entidad, rodeado de granjas que lo aprovisionan, pero con sus propias tiendas, su colegio, su periódico, su abadía. Yo tuve la fortuna de crecer en un pueblo y me temo que tampoco había boñigas desperdigadas por las calles… Es cierto que no hacía falta alejarse mucho para encontrar una vaca en el campo, pero no se dejaban ver por la calle.
¿Sabe que existe una discusión sobre el tipo de pueblo favorito entre muchos que anhelan ese mundo de belleza, fe y sencillez? Se debate entre Innisfree −con su taberna y sus cervezas, sus cosechas y ese párroco que pesca salmones− y San Ireneo de Arnois −con sus tés, sus coñacs, sus magdalenas de arándanos y sus tertulias literarias.
Tengo que reconocer que, si Innisfree tuviese una abadía benedictina, su encanto sería casi imbatible, pero no la tiene. Y afortunadamente, yo no tengo que elegir. Pero, si tuviese que elegir Innisfree, hay un poema de Yeats sobre la isla que habla de una casita con nueve hileras de habichuelas y una colmena con miel en un lugar donde las alas del pardillo llenan el atardecer. Me parece que dejaría que se llenase todo de dientes de león y no me harían falta salmones.
Con tantas recetas suculentas que aparecen en sus narraciones, dan ganas de comer. ¿El hambre del Sacramento?
En San Ireneo no hay hambre, eso es evidente, pero sobre todo no la hay por ausencia del sacramento, y creo que en eso son muy afortunados. Tienen una abadía que celebra la antigua liturgia, en la que se trata con reverencia el cuerpo de Cristo, que es tocado solo por manos consagradas y que se recibe en la boca, como ha acostumbrado a hacer la Iglesia hasta antes de ayer, como han comulgado grandes santos y todos los cristianos durante siglos, que tal vez no leían mucha teología, pero que tenían muy clara la diferencia que existe entre un sacerdote y un laico. En San Ireneo tienen mucho más de lo que la Iglesia ofrece ahora mismo a buena parte de sus fieles, a los que saben cómo y en qué condiciones se introdujo la comunión en la mano y a todos los que, en conciencia, como es mi caso, no pueden aceptarla.
En la película ‘The Navigator’ (Vincent Ward, 1988) se muestra el contraste entre un pueblo medieval y una ciudad moderna, de finales del siglo XX. Los medievales no entienden ni el ruido ni la velocidad, ni tampoco que la catedral no sea el edificio central y más alto.
Lo siento mucho, pero me parece que no la he visto. Es evidente que superamos en ciencia y tecnología a los medievales, y también en comodidades, pero no en arte, en poesía y sobre todo en realismo. Ellos conocían el orden correcto de la realidad, conocían la escala de los bienes, sabían que Dios está en el centro y que todo lo demás es contingente. Nosotros nos golpeamos constantemente intentando negarlo o cambiarlo. Y el orden y la realidad no se quiebran, lo que se quiebra es el hombre.
Entrevista de José María Sánchez Galera, en eldebatedehoy.es
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