Que se celebra cada año el tercer domingo de octubre y que firmó el pasado 6 de enero, Solemnidad de la Epifanía del Señor, en San Juan de Letrán
“No podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído” ((Hch 4,20), es el lema y título del mensaje del Santo Padre hecho público hoy con motivo de la Jornada Mundial de las Misiones, que se celebra cada año el tercer domingo de octubre y que se conoce como DOMUND.
Queridos hermanos y hermanas: cuando experimentamos la fuerza del amor de Dios, cuando reconocemos su presencia de Padre en nuestra vida personal y comunitaria, no podemos dejar de anunciar y compartir lo que hemos visto y oído. La relación de Jesús con sus discípulos, su humanidad que se nos revela en el misterio de la encarnación, en su Evangelio y en su Pascua nos hacen ver hasta qué punto Dios ama nuestra humanidad y hace suyos nuestros gozos y sufrimientos, nuestros deseos y nuestras angustias (cfr. Gaudium et spes, 22). Todo en Cristo nos recuerda que el mundo en el que vivimos y su necesidad de redención no le es ajena y nos convoca también a sentirnos parte activa de esta misión: «Salid al cruce de los caminos e invitad a todos los que encontréis» (Mt 22,9). Nadie es ajeno, nadie puede sentirse extraño o lejano a este amor de compasión.
La historia de la evangelización comienza con una búsqueda apasionada del Señor que llama y quiere entablar con cada persona, allí donde se encuentra, un diálogo de amistad (cfr. Jn 15,12-17). Los apóstoles son los primeros en dar cuenta de eso, hasta recuerdan el día y la hora en que fueron encontrados: «Era alrededor de las cuatro de la tarde» (Jn 1,39). La amistad con el Señor, verlo curar a los enfermos, comer con los pecadores, alimentar a los hambrientos, acercarse a los excluidos, tocar a los impuros, identificarse con los necesitados, invitar a las bienaventuranzas, enseñar de una manera nueva y llena de autoridad, deja una huella imborrable, capaz de suscitar el asombro, y una alegría expansiva y gratuita que no se puede contener. Como decía el profeta Jeremías, esa experiencia es el fuego ardiente de su presencia activa en nuestro corazón que nos impulsa a la misión, aunque a veces comporte sacrificios e incomprensiones (cfr. 20,7-9). El amor siempre está en movimiento y nos pone en movimiento para compartir el anuncio más hermoso y esperanzador: «Hemos encontrado al Mesías» (Jn 1,41).
Con Jesús hemos visto, oído y palpado que las cosas pueden ser diferentes. Él inauguró, ya para hoy, los tiempos venideros recordándonos una característica esencial de nuestro ser humanos, tantas veces olvidada: «Hemos sido hechos para la plenitud que sólo se alcanza en el amor» (Fratelli tutti, 68). Tiempos nuevos que suscitan una fe capaz de impulsar iniciativas y forjar comunidades a partir de hombres y mujeres que aprenden a hacerse cargo de la fragilidad propia y la de los demás, promoviendo la fraternidad y la amistad social (cfr. ibíd., 67). La comunidad eclesial muestra su belleza cada vez que recuerda con gratitud que el Señor nos amó primero (cfr. 1Jn 4,19). Esa «predilección amorosa del Señor nos sorprende, y el asombro —por su propia naturaleza— no podemos poseerlo por nosotros mismos ni imponerlo. […] Sólo así puede florecer el milagro de la gratuidad, el don gratuito de sí. Tampoco el fervor misionero puede obtenerse como consecuencia de un razonamiento o de un cálculo. Ponerse en “estado de misión” es un efecto del agradecimiento» (Mensaje a las Obras Misionales Pontificias, 21-V-2020).
Sin embargo, los tiempos no eran fáciles; los primeros cristianos comenzaron su vida de fe en un ambiente hostil y complicado. Historias de marginación y prisión se cruzaban con resistencias internas y externas que parecían contradecir y hasta negar lo que habían visto y oído; pero eso, lejos de ser una dificultad u obstáculo que los llevara a replegarse o ensimismarse, los impulsó a transformar todos los inconvenientes, contradicciones y dificultades en una oportunidad para la misión. Los límites e impedimentos se volvieron también un lugar privilegiado para ungir todo y a todos con el Espíritu del Señor. Nada ni nadie podía quedar ajeno a ese anuncio liberador.
Tenemos el testimonio vivo de todo esto en los Hechos de los Apóstoles, libro de cabecera de los discípulos misioneros. Es el libro que recoge cómo el perfume del Evangelio iba calando a su paso y suscitando la alegría que sólo el Espíritu nos puede regalar. El libro de los Hechos de los Apóstoles nos enseña a vivir las pruebas abrazándonos a Cristo, para madurar la «convicción de que Dios puede actuar en cualquier circunstancia, también en medio de aparentes fracasos» y la certeza de que «quien se ofrece y entrega a Dios por amor seguramente será fecundo» (Evangelii gaudium, 279).
Así también nosotros: tampoco el momento actual es fácil. La situación de la pandemia ha mostrado y amplificado el dolor, la soledad, la pobreza y las injusticias que ya tantos padecían y ha puesto al descubierto nuestras falsas seguridades y las fragmentaciones y polarizaciones que silenciosamente nos laceran. Los más frágiles y vulnerables han experimentado aún más su vulnerabilidad y fragilidad. Hemos experimentado el desánimo, el desencanto, el cansancio, y hasta la amargura conformista y desesperanzadora ha podido apoderarse de nuestras miradas. Pero nosotros «no nos predicamos a nosotros mismos, sino a Jesucristo como Señor, y a nosotros como siervos vuestros por Jesús» (2Co 4,5). Por eso sentimos resonar en nuestras comunidades y hogares la Palabra de vida que se hace eco en nuestros corazones y nos dice: «No está aquí: ¡ha resucitado!» (Lc 24,6); Palabra de esperanza que rompe todo determinismo y, para aquellos que se dejan tocar, da la libertad y la audacia necesarias para ponerse de pie y buscar creativamente todas las maneras posibles de vivir la compasión, ese “sacramental” de la cercanía de Dios con nosotros que no abandona a nadie al borde del camino. En este tiempo de pandemia, ante la tentación de enmascarar y justificar la indiferencia y la apatía en nombre del sano distanciamiento social, urge la misión de la compasión capaz de hacer de la necesaria distancia un lugar de encuentro, de cuidado y de promoción. «Lo que hemos visto y oído» (Hch 4,20), la misericordia con la que hemos sido tratados, se transforma en el punto de referencia y de credibilidad que nos permite recuperar la pasión compartida por crear «una comunidad de pertenencia y solidaridad, a la cual destinar tiempo, esfuerzo y bienes» (Fratelli tutti, 36). Es su Palabra la que diariamente nos redime y nos salva de las excusas que llevan a encerrarnos en el más vil de los escepticismos: “todo da igual, nada va a cambiar”. Y ante la pregunta: “¿para qué me voy a privar de mis seguridades, comodidades y placeres si no voy a ver ningún resultado importante?”, la respuesta sigue siendo la misma: «Jesucristo ha triunfado sobre el pecado y la muerte y está lleno de poder. Jesucristo verdaderamente vive» (Evangelii gaudium, 275) y nos quiere también vivos, fraternos y capaces de albergar y compartir esa esperanza. En el contexto actual urgen misioneros de esperanza que, ungidos por el Señor, sean capaces de recordar proféticamente que nadie se salva solo.
Como los apóstoles y los primeros cristianos, también nosotros decimos con todas nuestras fuerzas: «No podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído» (Hch 4,20). Todo lo que hemos recibido, todo lo que el Señor nos ha ido concediendo, nos lo ha dado para que lo pongamos en juego y se lo demos gratuitamente a los demás. Como los apóstoles que vieron, oyeron y tocaron la salvación de Jesús (cfr. 1Jn 1,1-4), así nosotros hoy podemos palpar la carne sufriente y gloriosa de Cristo en la historia de cada día y animarnos a compartir con todos un destino de esperanza, esa nota indudable que nace de sabernos acompañados por el Señor. Como cristianos no podemos guardarnos al Señor para nosotros mismos: la misión evangelizadora de la Iglesia expresa su implicación total y pública en la transformación del mundo y en la defensa de la creación.
El lema de la Jornada Mundial de las Misiones de este año, «No podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído» (Hch 4,20), es una invitación a cada uno a “hacernos cargo” y dar a conocer lo que llevamos en el corazón. Esa misión es y ha sido siempre la identidad de la Iglesia: «Existe para evangelizar» (S. Pablo VI, Evangelii nuntiandi, 14). Nuestra vida de fe se debilita, pierde profecía y capacidad de asombro y gratitud en el aislamiento personal o encerrándose en pequeños grupos; por su propia dinámica exige una creciente apertura capaz de llegar y abrazar a todos. Los primeros cristianos, lejos de ceder a la tentación de recluirse en una élite, fueron atraídos por el Señor y por la vida nueva que ofrecía para ir a las gentes y dar testimonio de lo que habían visto y oído: el Reino de Dios está cerca. Lo hicieron con la generosidad, la gratitud y la nobleza propias de los que siembran sabiendo que otros comerán el fruto de su entrega y sacrificio. Por eso me gusta pensar que «aun los más débiles, limitados y heridos pueden ser misioneros a su manera, porque siempre hay que permitir que el bien se comunique, aunque conviva con muchas fragilidades» (Christus vivit, 239).
En la Jornada Mundial de las Misiones, que se celebra cada año el tercer domingo de octubre, recordamos con gratitud a todas esas personas que, con su testimonio de vida, nos ayudan a renovar nuestro compromiso bautismal de ser apóstoles generosos y alegres del Evangelio. Recordamos especialmente a quienes fueron capaces de ponerse en camino, dejar su tierra y su familia para que el Evangelio pudiese alcanzar sin demoras y sin miedos esos rincones de pueblos y ciudades donde tantas vidas se encuentran sedientas de bendición.
Contemplar su testimonio misionero nos anima a ser valientes y a pedir con insistencia «al dueño que envíe trabajadores para su mies» (Lc 10,2), porque somos conscientes de que la vocación a la misión no es algo del pasado o un recuerdo romántico de otros tiempos. Hoy, Jesús necesita corazones que sean capaces de vivir su vocación como una verdadera historia de amor, que les haga salir a las periferias del mundo y convertirse en mensajeros e instrumentos de compasión. Y es una llamada que Él nos dirige a todos, aunque no de la misma manera. Recordemos que hay periferias que están cerca de nosotros, en el centro de una ciudad, o en la propia familia. También hay un aspecto de la apertura universal del amor que no es geográfico sino existencial. Siempre, pero especialmente en estos tiempos de pandemia, es importante ampliar la capacidad diaria de agrandar nuestros círculos, de llegar a esos que espontáneamente no los sentiríamos parte de “mi mundo de intereses”, aunque estén cerca de nosotros (cfr. Fratelli tutti, 97). Vivir la misión es aventurarse a cultivar los mismos sentimientos de Cristo Jesús y creer con Él que quien está a mi lado es también mi hermano y mi hermana. Que su amor de compasión despierte también nuestro corazón y nos haga a todos discípulos misioneros.
Que María, la primera discípula misionera, haga crecer en todos los bautizados el deseo de ser sal y luz en nuestras tierras (cfr. Mt 5,13-14).
Roma, San Juan de Letrán, 6 de enero de 2021, Solemnidad de la Epifanía del Señor.
Francisco
Fuente: vatican.va
Traducción de Luis Montoya
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
Combate, cercanía, misión (4) «No entristezcáis al Espíritu Santo» La tibieza |
Combate, cercanía, misión (3): Todo es nuestro y todo es de Dios |
Combate, cercanía, misión (2): «Se hace camino al andar» |
Combate, cercanía, misión I: «Elige la Vida» |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía II |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía I |
El trabajo como quicio de la santificación en medio del mundo. Reflexiones antropológicas |
El islam regresa a España |
El trabajo como agente de la transformación social según san Josemaría |