El Santo Padre recibió a los Oficiales del Tribunal de la Rota Romana, en ocasión de la inauguración del Año Judicial
En su discurso les dijo que "los cónyuges y los hijos constituyen una comunidad de personas, que se identifica siempre y ciertamente con el bien de la familia, incluso cuando ésta se ha desmoronado".
Queridos hermanos y hermanas, debería hablaros de pie, pero sabéis que la ciática es un huésped un poco molesto. Os pido perdón por hablaros sentado. Me alegra encontrarme con vosotros con ocasión de la inauguración del año judicial. Os saludo a todos cordialmente: al Decano, Mons. Pio Vito Pinto, a quien agradezco sus palabras, a los Prelados Auditores, a los Oficiales y a los Colaboradores del Tribunal de la Rota Romana.
Me gustaría conectar con el discurso del año pasado, en particular con el tema que toca gran parte de las decisiones rotales en los últimos tiempos: por un lado, la falta de fe, que no ilumina la unión conyugal como debería −esto ya lo había denunciado tres veces públicamente mi predecesor Benedicto XVI−; por otro, los aspectos fundamentales de esa unión que, además de la unión entre hombre y mujer, incluyen el nacimiento y el don de los hijos y su crecimiento.
Sabemos que la jurisprudencia de la Rota Romana, en sintonía con el magisterio pontificio, enseñó la jerarquía de los bienes del matrimonio al aclarar que la figura del bonum familiae va mucho más allá de la referencia a la causa de nulida, a pesar de que en el pasado se había abierto cierto resquicio a una hipotética causa de nulidad relacionada con el bonum familiae. Esa posibilidad fue oportunamente cerrada, reforzando así la figura teológica de la familia, como efecto del matrimonio prefigurado por el Creador. Por mi parte, no he dejado de recomendar que el bonum familiae no sea visto de modo negativo, como si pudiera considerarse una de las causas de nulidad. En efecto, es siempre y en todo caso el fruto bendito del pacto conyugal, y no se puede extinguir en su totalidad con la declaración de nulidad, porque ser familia no puede considerarse un bien suspendido, ya que es el resultado del plan divino, al menos para la prole engendrada. Los cónyuges con los hijos dados por Dios son esa nueva realidad que llamamos familia.
Ante un matrimonio que jurídicamente es declarado nulo, la parte que no está dispuesta a aceptar esa disposición es, en todo caso, un unum idem con los hijos. Por tanto, es necesario que se tenga en cuenta la cuestión importante: ¿qué será de los hijos y de la parte que no acepta la declaración de nulidad? Hasta ahora todo parecía obvio, pero desgraciadamente no lo es. Así pues, hace falta que a las afirmaciones de principio sigan adecuados propósitos de hecho, siempre recordando que «la familia es la base de la sociedad y sigue siendo la estructura más adecuada para asegurar a las personas el bien integral necesario para su desarrollo permanente» (Discurso a la Federación Europea de Asociaciones Familiares Católicas, 1-VI-2017). En consecuencia, estamos llamados a descubrir la senda que lleve a decisiones congruentes con los principios afirmados. Todos somos conscientes de lo arduo que es pasar del dicho al hecho. Cuando se habla del bien integral de las personas es necesario preguntarse cómo puede llevarse a cabo en las múltiples situaciones en las que se encuentran los hijos.
La nueva unión sacramental, que sigue a la declaración de nulidad, será ciertamente fuente de paz para el cónyuge que la pidió. Sin embargo, ¿cómo explicar a los hijos que −por ejemplo− su madre, abandonada por su padre y a menudo sin intención de establecer otro vínculo matrimonial, recibe con ellos la Eucaristía dominical, mientras su padre, conviviente o en espera de la declaración de nulidad del matrimonio, no puede participar en la mesa eucarística? Con ocasión de la Asamblea General Extraordinaria del Sínodo de Obispos del 2014 y en la Ordinaria del 2015, los Padres sinodales, reflexionando sobre el tema de la familia, se plantearon esas preguntas, siendo conscientes también de que es difícil, a veces imposible, dar respuestas. Sin embargo, las preocupaciones de los Padres sinodales y la solicitud materna de la Iglesia ante tanto sufrimiento han hallado un útil instrumento pastoral en la Exhortación apostólica Amoris laetitia. En ese documento se dan claras indicaciones para que nadie, sobre todo los pequeños y los que sufren, sea dejado solo o tratado como medio de chantaje entre los padres divididos (cfr. Amoris laetitia, 241). Como sabéis, el próximo 19 de marzo iniciará el “Año de la Familia Amoris laetitia”. También vosotros, con vuestro trabajo, dais una valiosa contribución a este camino eclesial con las familias por la familia.
Queridos Jueces, en vuestras sentencias no dejéis de manifestar ese afán apostólico de la Iglesia, considerando que el bien integral de las personas requiere no quedarse inertes ante los efectos desastrosos que una decisión de nulidad matrimonial puede comportar. A vuestro Tribunal Apostólico, como también a los demás Tribunales de la Iglesia, se les pide que «sean más accesibles y ágiles, a ser posible del todo gratuitos, los procesos para el reconocimiento de los casos de nulidad» (ibíd., 244). La Iglesia es madre y vosotros, que tenéis un ministerio eclesial en un sector tan vital como es la actividad judicial, estáis llamados a abriros a los horizontes de esta pastoral difícil, pero no imposible, que incluye la preocupación por los hijos, como víctimas inocentes de tantas situaciones de ruptura, divorcio o de nuevas uniones civiles (cfr. ibíd., 245). Se trata de ejercer vuestra misión de jueces como un servicio cargado de sentido pastoral, que nunca puede faltar en la delicada decisión sobre la nulidad o no de la unión marital. A menudo se piensa en la declaración de nulidad matrimonial como en un acto frío de mera “decisión jurídica”. Pero ni es ni puede ser así. Las sentencias del juez eclesiástico no pueden prescindir de la memoria, hecha de luces y sombras, que han marcado una vida, no solo de los dos cónyuges sino también de los hijos. Cónyuges e hijos constituyen una comunidad de personas, que se identifica siempre y ciertamente con el bien de la familia, incluso cuando se haya desmoronado.
No debemos cansarnos de reservar toda la atención y el cuidado a la familia y al matrimonio cristiano: aquí vosotros invertís gran parte de vuestra solicitud por el bien de las Iglesias particulares. Que el Espíritu Santo, a quien invocáis antes de cualquier decisión sobre la verdad del matrimonio, os ilumine y os ayude a no olvidar los efectos de tales actos: en primer lugar el bien de los hijos, su paz o, por el contrario, la pérdida de la alegría ante la separación. Que la oración −¡los jueces deben rezar mucho!− y el compromiso común puedan resaltar esta realidad humana, que muchas veces sufre: una familia que se divide y otra que, en consecuencia, se constituye, comprometiendo esa unidad que hizo felices a los hijos en la unión anterior.
Aprovecho esta ocasión para instar a todo Obispo −constituido por Cristo padre, pastor y juez en su propia Iglesia− a abrirse cada vez más al reto vinculado a este tema. Se trata de continuar con tenacidad y completar un necesario itinerario eclesiológico y pastoral, destinado a no dejar a los fieles que padecen juicios inaceptables y sufridos a la sola intervención de las autoridades civiles. La fantasía de la caridad fomentará la sensibilidad evangélica ante las tragedias familiares cuyos protagonistas no se pueden olvidar. Es muy urgente que los colaboradores del Obispo, en particular el vicario judicial, los agentes de la pastoral familiar y sobre todo los párrocos, se esfuercen por ejercer esa diaconía de protección, cuidado y acompañamiento del cónyuge abandonado y eventualmente de los hijos, que sufren las decisiones, aunque sean justas y legítimas, de nulidad matrimonial.
Queridas hermanas y hermanos, estas son las consideraciones con las que quería llamar vuestra atención, con la certeza de encontrar en vosotros personas dispuestas a compartirlas y hacerlas suyas. Expreso mi agradecimiento a cada uno en particular, con la confianza de que el Tribunal de la Rota Romana, manifestación autorizada de la sabiduría jurídica de la Iglesia, seguirá cumpliendo con coherencia su no fácil munus al servicio del designio divino sobre el matrimonio y la familia. Invocando los dones del Espíritu Santo sobre vosotros y vuestra labor, impartiré de corazón la Bendición Apostólica. Y os pido también a vosotros, por favor, que recéis por mí.
Y no quisiera terminar hoy sin un comentario más familiar entre nosotros, porque nuestro querido Decano tendrá, en unos meses, la juventud de 80 años, y deberá dejarnos. Me gustaría agradecerle el trabajo realizado, no siempre comprendido. Sobre todo, quería agradecer a Monseñor Pinto la tenacidad que tuvo para llevar a cabo la reforma de los procesos matrimoniales: una sola sentencia, luego el juicio corto, que ha sido como una novedad, pero era natural porque el obispo es el juez.
Recuerdo que, poco después de la promulgación del juicio corto, un obispo me llamó y me dijo: “Tengo este problema: una chica quiere casarse por la iglesia; ya se casó hace unos años por la Iglesia, pero la obligaron a casarse porque estaba embarazada... He hecho de todo, le pedí a un sacerdote que hiciera de vicario judicial, a otro que hiciera de defensor del vínculo... Y los testigos, los padres dicen que sí, fue forzado, que ese matrimonio fue nulo. Dígame, Santidad, ¿qué debo hacer?”, me preguntó el obispo. Y yo le pregunté: “Dime, ¿tienes un bolígrafo a mano?”. −“Sí”. −“Firma. Tú eres el juez, déjate de historias”.
Pero esta reforma, especialmente el proceso corto, ha tenido y sigue teniendo mucha resistencia. Os lo confieso: después de la promulgación recibí cartas, muchas, no sé cuántas, pero muchas. Casi todos abogados que estaban perdiendo clientes. Y ahí está el problema del dinero. En España se dice: “Por la plata baila el mono”. Es un dicho clarísimo. Y también con dolor he visto en algunas diócesis la resistencia de algún vicario judicial que, con esta reforma, perdió, no sé, cierto poder, porque se dio cuenta de que él no era el juez, sino el obispo.
Agradezco a Monseñor Pinto la valentía que tuvo y también la estrategia de llevar adelante esa forma de pensar, de juzgar, hasta el voto por unanimidad, que me dio la oportunidad de firmar el Documento.
La doble sentencia. Ha nombrado usted al Papa Lambertini, un gran hombre de la liturgia, del derecho canónico, del sentido común, incluso del sentido del humor, pero lamentablemente tuvo que hacer la doble sentencia por problemas económicos en algunas diócesis. Pero volvamos a la verdad: el juez es el obispo. Debe ser ayudado por el vicario judicial, debe ser ayudado por el promotor de justicia, debe ser ayudado, pero es el juez, no puede lavarse las manos. Volver a esto, que es la verdad evangélica.
Y luego también agradezco a Monseñor Pinto su entusiasmo en hacer catequesis sobre este tema. Viaja por el mundo enseñando esto: es un hombre entusiasta, pero entusiasta en todos los sentidos, ¡porque también tiene un genio…! Es una forma negativa −por así decirlo− de entusiasmo. Pero tendrá tiempo para corregirse…, ¡todos lo tenemos! ¡Me gustaría darle las gracias! Interpreto el aplauso como un aplauso a su mal genio. ¡Muchas gracias, Monseñor Pinto! ¡Gracias!
Fuente: vatican.va
Traducción de Luis Montoya
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