Me han gustado siempre los monjes, su vida se me antoja más auténtica que la del youtuber. De modo que siempre me he preguntado si es posible vivir así en la ciudad
Rasco la cerilla y aspiro el humo, ah. Huele al pueblo de mis abuelos durante el invierno. La rasco para encender la vela que hay junto al icono. Llevo un año haciéndolo, todos los días. A la hora de la siesta, cuando mis hijos ven la tele en el salón, cierro la puerta y tomo asiento en mi banquito de madera. Mis circunstancias no son las más propicias, desde luego: hablo de seis niños pequeños en un piso de cien metros cuadrados. Pero siempre hay tiempo para estar callado. Por este motivo no me creo a quienes dicen no tenerlo para leer o meditar. Cuando uno desea algo, hace lo imposible. Antes, cuando los padres no eran amigos, uno ideaba mil estratagemas para ver a la novia y burlar la vigilancia del padre, tan estricto. Rezar no es diferente: es verse con el amado, así que las excusas no valen.
No podría vivir sin esta media hora, lo digo en serio. Este rato de silencio sostiene mi vida actual. Ahora entiendo lo que me ocurrió en aquella sala del cine, viendo El gran silencio. Sentí que aquella vida de los cartujos era la mía, y eso me dejó confuso. Yo estoy casado, Dios mío, fue lo que pensé. ¿Cómo puedo sentirme identificado con estos religiosos? Lo que estaba experimentando, he comprendido años después, es una llamada a la contemplación. Me han gustado siempre los monjes, su vida se me antoja más auténtica que la del youtuber. De modo que siempre me he preguntado si es posible vivir así en la ciudad, con una familia, asediado por los peligros de este mundo sensualista.
Ahora respondo que por supuesto. Cada uno de nosotros está llamado a ser un monje sin necesidad de una cabeza rasurada, sin un rosario largo cayendo por el costado. Esa intensidad que no percibe en la mirada del monje, la calma con la que vive, nos atrae porque estamos llamados a esa misma vida, aunque sean otras las circunstancias. La vida contemplativa es vivir lo mismo que todo el mundo pero con atención, así de sencillo.
El monje, afirma Thomas Merton, es una persona que adopta una actitud crítica frente al mundo y sus estructuras. Un hombre o una mujer que desea despertar, vivir consciente, no dejarse arrastrar por lo que llamamos tedio. Que más que ser protagonista de su tiempo prefiere apartarse, echarse a un lado y mirar lo que sucede sin pretender manipularlo. Monje es quien dedica su vida a unificarse, dice Pablo d’Ors. Quiere decir reunir lo que anda disperso. De ahí la palabra meditar: poner en medio, centrar. De manera que el monje puede ser un hombre casado y con seis niños pequeños, porque es una manera de vivir en la que la eternidad anda mezclada con asuntos tan terrenos como el cajero automático. Mi desierto es el mundo que me ha tocado, este siglo de los iPhones y los youtubers. La gruta donde me recojo, una casa llena de niños. La comunidad, una mujer que no me adula, cuya fricción me humilla.
Persevera
Apago la vela con un soplido, tras media hora de silencio. Guardo mi banquito y abro la puerta. Al entrar en la habitación, mi hijo mayor me dice que huele a leña, y asiento con una sonrisa. Quisiera que este aroma impregnase la totalidad de mi existencia. Que mi último día en la tierra sea este olor para los demás. El de una hoguera un día de mucho frío. Olor a casa, a chimenea, la fragancia de lo íntimo.
Hijo mío −quisiera decirle, aunque no abro los labios−, si en un par de décadas eres un hombre capaz de encender una vela en el siglo de los ordenadores estaré más que orgulloso de ti. Porque tendrás fe. La fe significa hablar en lo escondido con tu verdadero Padre. Si cierras la puerta de tu habitación y te callas, repites la oración del corazón una vez tras otra, atento a tu respiración, sin preocuparte por tus limitaciones. Que no te amedrente tu precariedad. Persevera. Rasca una cerilla tras otra, todos los días de tu vida, hasta el día en que tú también ardas.