Toda persona humana se perfecciona en sociedad y con ayuda de la sociedad
Influye en su entorno y por él es influida. Por eso no sería suficiente con que alguien viviera con rectitud, de un modo individualista. Debe proyectar sus convicciones e ideales hacia los demás, en su afán también de ayudarles. Y como nadie da lo que no tiene, su actuación no sería honesta si no es consecuente, poniendo por obra en su propia vida aquello que pretende comunicar y aun exigir a los demás. De lo contrario se produciría una auténtica hipocresía moral.
Y así debe procurar cada quien una justa jerarquía de valores a la hora de la actuación personal, y de ese modo contribuir a la ordenación de la sociedad. Debe subordinar las dimensiones «materiales e instintivas» a las «interiores y espirituales» (San Juan Pablo II. Enc. Centesimus annus, n. 36). Esta consideración es válida para cada persona, para la educación de los hijos en el seno de la familia, para la orientación de los planes y actividades en un marco societario más amplio.
Recordemos a este respecto lo que señalaba San Juan XXIII, a propósito de los valores morales que deben imperar en la sociedad: “La sociedad humana (...) tiene que ser considerada, ante todo, como una realidad de orden principalmente espiritual: que impulse a los hombres, iluminados por la verdad, a comunicarse entre sí los más diversos conocimientos; a defender sus derechos y cumplir sus deberes; a desear los bienes del espíritu; a disfrutar en común del justo placer de la belleza en todas sus manifestaciones; a sentirse inclinados continuamente a compartir con los demás lo mejor de sí mismos; a asimilar con afán, en provecho propio, los bienes espirituales del prójimo. Todos estos valores informan y, al mismo tiempo, dirigen las manifestaciones de la cultura, de la economía, de la convivencia social, del progreso y del orden político, del ordenamiento jurídico y, finalmente, de cuantos elementos constituyen la expresión externa de la comunidad humana en su incesante desarrollo” (Enc. Pacem in terris, n. 36).
A nivel personal y social debe ser respetado cuidadosamente el orden de los medios y de los fines, de tal manera que se otorgue primacía a los valores de la verdad y del bien correspondientes al espíritu humano, antes que a los simples medios materiales de utilidad o de disfrute. Si se otorga a estos últimos la categoría de fin último, hay una visión reductiva de la grandeza y de las posibilidades del hombre y se llega “a considerar a las personas como puros medios para un fin”. Esta inversión “engendra estructuras injustas que «hacen ardua y prácticamente imposible una conducta cristiana, conforme a los mandamientos del Legislador Divino» (Pio XII. Discurso 1-VI-1941)” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1887).
No hay que olvidar que el verdadero protagonista de la vida social es el hombre. El comportamiento de cada persona tiene siempre una incidencia social, particularmente en aquellos que detentan una mayor relevancia o tienen una mayor capacidad de convocatoria. Si queremos mejorar la sociedad en que vivimos y prestar a los demás nuestra colaboración y ayuda, conviene que comencemos por nosotros mismos, aplicándonos aquellos remedios que juzgamos necesarios para nuestros conciudadanos. “Es preciso entonces apelar a las capacidades espirituales y morales de la persona y a la exigencia permanente de su conversión interior para obtener cambios sociales que estén realmente a su servicio. La prioridad reconocida a la conversión del corazón no elimina en modo alguno, sino, al contrario, impone la obligación de introducir en las instituciones y condiciones de vida, cuando inducen al pecado, las mejoras convenientes para que aquéllas se conformen a las normas de la justicia y favorezcan el bien en lugar de oponerse a él” (Catecismo..., n. 1888).
El principal obstáculo con que nos encontramos, a la hora de influir positivamente en el entorno social, es el arraigado egoísmo que existe en nosotros, camuflado por nuestra falta de amor a la verdad cuando ésta significa una mayor exigencia personal. Hace falta pedir el auxilio de la gracia divina, sin la cual no sabríamos “acertar con el sendero a veces estrecho entre la mezquindad que cede al mal y la violencia que, creyendo ilusoriamente combatirlo, lo agrava” (Enc. Centesimus annus, n. 25).
Sólo una generosa solicitud por el bien de las demás personas puede lograr que el afán de mejoras sociales desemboque también en un mejoramiento de la propia conducta. “Es el camino de la caridad, es decir, del amor de Dios y del prójimo. La caridad representa el mayor mandamiento social. Respeta al otro y sus derechos. Exige la práctica de la justicia y es la única que nos hace capaces de ésta. Inspira una vida de entrega de sí mismo” (Catecismo..., n. 1889).