La amistad, en contra de lo que algunos piensan, no precisa para brotar entre dos personas de ‘almas gemelas’; ni tampoco de gustos y pareceres unívocos
A veces nos tropezamos con mentecatos o fanáticos que nos reprochan tener amistad, en mayor o menor grado, con personas que el mentecato o fanático en cuestión juzga muy distintas a nosotros; y esto les causa gran pasmo, incluso escándalo o indignación. Sobre todo, cuando a su pasmo, escándalo o indignación nosotros respondemos con franca hilaridad, haciéndoles ver que su juicio parte de una premisa falsa. Pues lo que estas personas suelen hacer primeramente es ‘apropiarse’ de nosotros (o bien ‘proyectarse’ sobre nosotros), pretender que nosotros somos como ellos; para a continuación pasmarse, escandalizarse o indignarse, puesto que ellos no serían amigos de la persona de la que nosotros lo somos.
Pero lo cierto es que la amistad, en contra de lo que algunos piensan, no precisa para brotar entre dos personas de ‘almas gemelas’; ni tampoco de gustos y pareceres unívocos. Para probarlo bastaría mencionar la amistad de don Quijote y Sancho, que se funda precisamente en la disparidad de sus almas y en el contraste de sus gustos y pareceres. Pueden surgir amistades profundas y estrechísimas entre personas separadas por abismos ideológicos o de carácter que, a simple vista, parecen antagónicas, como ocurre con Sancho Panza y don Quijote; pero ese antagonismo aparente acaba generando formas de entendimiento que resultan imposibles entre personas muy parecidas que tratan de poseerse o engullirse la una a la otra.
En la amistad auténtica nunca hay afán de poseer o engullir el alma del amigo, ni de ser poseído o engullido por ella; no hay tendencia al dominio unilateral (a diferencia de lo que ocurre en ciertas formas degeneradas del amor), sino que se produce una atracción hacia lo que es distinto a nosotros y, por lo tanto, nos completa y perfecciona, al ayudarnos a descubrir nuestras carencias. Se pueden tener aspiraciones comunes, se puede coincidir en inquietudes e intereses (quiero decir en inclinaciones del alma, no en búsqueda de provechos materiales) y, sin embargo, ser muy distintos; y es allí, entre personas distintas aunque con aspiraciones comunes, donde surgen las amistades más fecundas.
Es verdad que Cicerón, en el célebre tratado que dedicó a esta cuestión, define la amistad como «omnium divinarum humanarumque rerum cum benevolentia et caritate consensio». Donde consensio suele traducirse −a mi juicio erróneamente− como un ‘consentimiento’ o conformidad en todas las cosas humanas y divinas; o, todavía peor, como un ‘consenso’ en el sórdido sentido transaccional que han acuñado nuestros políticos. Pero consensio significa, sobre todo, ‘entendimiento’, capacidad para aceptar lo que el otro piensa sobre las cosas divinas y humanas. De ahí que Cicerón añada que en este consensio deben intervenir la benevolencia y la caridad.
Ante quien piensa exactamente como nosotros no necesitamos de la benevolencia ni de la caridad, sino en todo caso de la condescendencia (pues, inevitablemente, acabamos considerándolo un pobre y pálido eco de nosotros mismos). Y con quien logramos un ‘consenso’ (en el sórdido sentido transaccional) tampoco empleamos benevolencia ni caridad; pues ambos sabemos que nuestro acuerdo se cifra en renuncias cínicas a cambio de provechos materiales. Sólo quienes son capaces de entenderse sin renunciar a sus principios requieren benevolencia y caridad para aceptar lo que el otro piensa, para admirar la lealtad que profesa a sus ideas; y, en fin, para no hurgar en heridas que puedan lastimarlo, para tener la delicadeza de no ofenderlo en aquellas cuestiones que nuestro amigo considera sagradas o irrenunciables.
Y así ocurre en el tratado de Cicerón, donde entre Lelio y sus yernos se produce un intercambio espiritual en el que aflora, de forma casi imperceptible, una suerte de autoridad compartida, un reconocimiento de la grandeza del otro, aunque no coincidamos con él siempre; o, sobre todo, porque no coincidimos con él siempre. Y aquello en lo que no coincidimos es, con frecuencia, lo que en él nos resulta más interpelador y sugestivo; y lo que nos servirá no para dimitir de nuestros gustos o pareceres, sino para aquilatarlos y completarlos y ofrecérselos así, mejorados, a nuestro amigo, sabiendo que a su vez le servirán para aquilatar y completar los suyos.
En otro pasaje de su obra, Cicerón cita esta sentencia de Arquitas Tarentino: «Ningún gozo daría contemplar el universo si no se pudiera comentarlo con un amigo». Pero ¿en qué se quedaría el gozo de ‘comentar’ el universo si nuestros comentarios fuesen tan sólo glosas repetidas y, por lo tanto, archisabidas?