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El corazón cristiano y el desarrollo social. Reflexiones a partir de las enseñanzas de San Josemaría
Conferencia pronunciada por Mons. Javier Echevarría, Prelado del Opus Dei, con motivo de la Jornada conmemorativa del 10º aniversario de Harambee, en Roma. 5 de Octubre de 2012.
Queridos amigos de Harambee-África:
El décimo aniversario de vuestra asociación nos conduce directamente al recuerdo —siempre actual— de la canonización de san Josemaría Escrivá de Balaguer. Permitidme, por eso, que a los diez años de aquel 6 de octubre de 2002, comience con un agradecimiento a Dios por este pastor ejemplar, que con su correspondencia heroica a los dones espirituales y humanos recibidos, ha hecho posible, entre otras cosas, que tantos millares de personas en todo el mundo sientan el deseo de ayudar a los hombres y mujeres de los países económicamente menos favorecidos.
Personalmente, quiero manifestar también mi gratitud al Señor por la difusión universal de la devoción o su ayuda en esta década, desde aquella ceremonia en la que el amadísimo Juan Pablo II definió a Josemaría Escrivá como el santo de la vida ordinaria.
San Josemaría fue un sacerdote de gran corazón, como se palpa en sus escritos, en su predicación oral, en las obras de servicio a la sociedad que impulsó en su caminar terreno, que continuó inspirando —a través de su mensaje— en todos los continentes, y de modo particular en África, tierra de esperanza que hoy es el centro de nuestra reflexión en esta jornada de estudio.
Pienso que su gran capacidad de amar, explica que en tantos lugares del mundo hayan surgido iglesias, capillas, edificios, calles y plazas que llevan su nombre; congresos y estudios sobre su mensaje de buscar a Dios en las ocupaciones ordinarias; libros y producciones audiovisuales; personas que se acercan a la Iglesia gracias a un contacto con la figura y las enseñanzas de san Josemaría. Cada 26 de junio, cuando la Iglesia celebra su memoria litúrgica, se reciben noticias de millares de celebraciones en los lugares más variados del planeta. Misas en las que mujeres y hombres de toda raza y condición piden a Dios, a través de su intercesión, que “en el ejercicio del trabajo ordinario nos configuremos a tu Hijo Jesucristo y sirvamos con ardiente amor a la obra de la Redención”[1].
1. La primacía del amor
Pero entremos ya de lleno en el tema de esta sesión. San Josemaría predicaba que «un hombre o una sociedad que no reaccione ante las tribulaciones o las injusticias, y que no se esfuerce por aliviarlas, no son un hombre o una sociedad a la medida del amor del Corazón de Cristo»[2].
Al hablar del “corazón humano” no nos limitamos a los sentimientos y, menos aún, a esa víscera corporal. Muy frecuentemente, comenta san Josemaría, «aludimos a toda la persona que quiere, que ama y trata a los demás. Y, en el modo de expresarse los hombres, que han recogido las Sagradas Escrituras para que podamos entender así las cosas divinas, el corazón es considerado como el resumen y la fuente, la expresión y el fondo último de los pensamientos, de las palabras, de las acciones. Un hombre vale lo que vale su corazón, podemos decir con lenguaje nuestro»[3].
Como ha recordado Benedicto XVI en el inicio de su primera encíclica: «“Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (1 Jn 4, 16). Estas palabras de la Primera carta de Juan expresan con claridad meridiana el corazón de la fe cristiana: la imagen cristiana de Dios y también la consiguiente imagen del hombre y de su camino»[4].
La caridad, el amor recto, no sólo es el centro de la vida cristiana, sino también de la existencia humana tout court. En efecto, «por el hecho que Dios es amor y que el hombre es imagen suya, comprendemos la identidad profunda de la persona, su vocación al amor. El hombre está hecho para amar; su vida se realiza plenamente sólo si es vivida en el amor»[5]. De ahí que la criatura resulte incomprensible, incluso para sí misma, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta o no lo hace propio, si no participa vivamente de esta riqueza[6]. Y viceversa, el ser humano se revela tanto más profundamente y se desarrolla más como persona cuando crece en el amor y en la donación recta de sí mismo, cuando supera la lógica del recibir para proyectarse en la lógica de la gratuidad y del don.
Parafraseando una enseñanza de san Josemaría, podemos decir que el gran privilegio de la criatura humana reside en poder amar, trascendiendo así lo efímero y lo transitorio[7]; por eso cada una, cada uno, no debe limitarse a hacer cosas: su comportamiento se muestra plenamente coherente con su naturaleza cuando nace del amor, cuando manifiesta el amor y se ordena al amor[8]. Aún más, debemos subrayar con palabras del Santo Padre que «la vocación al amor es lo que hace que el hombre sea la auténtica imagen de Dios: es semejante a Dios en la medida en que ama»[9]. La caridad, el servicio, la entrega al prójimo expresan, por tanto, la vocación fundamental e innata de la persona; ésta se desarrolla queriendo y siendo querida. Así pues, debemos adoptar esa dirección en la norma constante y suprema de la propia conducta, ya que el ejercicio de las virtudes está animado por la caridad, vínculo de la perfección. De hecho, nos dice san Josemaría, «viviendo la caridad —el Amor— se viven todas las virtudes humanas y sobrenaturales del cristiano, que forman una unidad y que no se pueden reducir a enumeraciones exhaustivas. La caridad exige que se viva la justicia, la solidaridad, la responsabilidad familiar y social, la pobreza, la alegría, la castidad, la amistad...»[10].
Esta verdad abarca a toda la humanidad, y particularmente a los discípulos de Jesús: recordemos que cuando un doctor de la ley le preguntó cuál era el primer mandamiento, el Señor no se limitó a indicar que el amor a Dios es el más grande y primer mandamiento, sino que añadió la necesidad de amar al prójimo como mandamiento incluido en el primero (Mt 22, 35-39). Ha expresado así que no es posible amar a Dios si no se ama al prójimo, ya que una auténtica caridad con Dios debe extenderse a aquello que Él ama, es decir, al mundo y a las personas. Recogiendo una idea de san Máximo el Confesor, Benedicto XVI enseña que «el amor de Dios se manifiesta en la responsabilidad por el otro»[11]; y muestra que «en los Santos es evidente que, quien va hacia Dios, no se aleja de los hombres, sino que se hace realmente cercano a ellos»[12].
Igualmente debe subrayarse que no existe un verdadero amor al prójimo si no se ama a Dios: «Unidos a Cristo en su consagración al Padre, participamos de su compasión por las muchedumbres que reclaman justicia y solidaridad y, como el buen samaritano de la parábola, nos comprometemos a ofrecer respuestas concretas y generosas»[13]. El amor es exigente, requiere entrega, que se hace posible gracias a la plena donación amorosa de Cristo a todos los hombres, que nos pide y nos alienta a tratarlos como Él lo ha hecho (Jn 13,34; 15,12): «Precisamente Jesús, nos ha dado a conocer hasta qué extremo deben llevarse el amor y el servicio. Sólo si procuramos comprender el arcano del amor de Dios, de ese amor que llega hasta la muerte, seremos capaces de entregamos totalmente a los demás, sin dejarnos vencer por la dificultad o por la indiferencia»[14]. Evidentemente, aunque en la práctica la auténtica y feliz caridad con el prójimo sea más inmediata y dé prueba del amor a Dios, no debemos olvidar que la energía para un real servicio al prójimo proviene de la caridad sobrenatural: la donación y la unión sincera con los demás son posibles «merced a la unión más íntima con Dios, en virtud de la cual se está embargado totalmente de Él, una condición que permite a quien ha bebido en el manantial del amor de Dios convertirse a sí mismo en un manantial “del que manarán torrentes de agua viva” (Jn 7, 38)»[15].
Esta interacción entre el amor a Dios y el amor al prójimo, enseñada y vivida desde el inicio del cristianismo, ha sido subrayada en la encíclica Deus caritas est: «Si en mi vida falta completamente el contacto con Dios, podré ver siempre en el prójimo solamente al otro, sin conseguir reconocer en él la imagen divina. Por el contrario, si en mi vida omito del todo la atención al otro, queriendo ser sólo “piadoso” y cumplir con mis “deberes religiosos”, se marchita también la relación con Dios»[16].
2. Necesidad de poner el corazón en la vida social
El hecho que el comportamiento de las criaturas sea plenamente humano cuando nace del amor es una realidad que «vale también en el ámbito social: es necesario que los cristianos sean testigos profundamente convencidos y [lo] sepan mostrar, con sus vidas»[17]. Por eso la caridad, el servicio, debe estar presente y penetrar todas las relaciones humanas: «No es sólo el principio de las micro-relaciones, como en las amistades, la familia, el pequeño grupo, sino también —afirma Benedicto XVI— de las macro-relaciones, como las relaciones sociales, económicas y políticas»[18]. Debemos persuadirnos, y procurar persuadir a los demás, de que la sociedad no se constituye primariamente con los vínculos contractuales y utilitarios, sino con los vínculos más profundamente humanos presididos por el amor: un principio, por tanto, que se alza como criterio primario también para el desarrollo de la sociedad, y debe considerarse como el alma de todo el orden social[19]. La caridad, enseña el Compendio de la doctrina social de la Iglesia, es una «fuerza capaz de suscitar vías nuevas para afrontar los problemas del mundo de hoy y para renovar profundamente desde su interior las estructuras, organizaciones sociales y ordenamientos jurídicos. En esta perspectiva la caridad se convierte en caridad social y política: la caridad social nos hace amar el bien común y nos lleva a buscar efectivamente el bien de todas las personas, consideradas no sólo individualmente, sino también en la dimensión social que las une»[20].
De ahí la exigencia, que afecta a todos los componentes de la sociedad —en primer lugar a los cristianos y a la misma comunidad eclesial—, de esforzarse por querer, con obras y de verdad, al prójimo, no sólo en las “relaciones próximas” (por ejemplo, en la familia), sino con un amor que abarque ordenadamente incluso a los más lejanos. Si queremos realizar una sociedad más humana, más digna de la persona, es necesario dar la importancia que corresponde a la caridad social, para que ésta inspire, purifique y enaltezca todos los nexos humanos, políticos, económicos, etc. En definitiva, el criterio primario para el progreso de todos y para el avance social es el precepto del amor[21]: la caridad debe impregnar desde su interior todas las estructuras sociales. Por eso, el Santo Padre ha resumido la función de la doctrina social de la Iglesia afirmado que es «“caritas in veritate in re sociali”, anuncio de la verdad del amor de Cristo en la sociedad»[22].
3. Algunas consecuencias
Nos encontramos ante una realidad que implica diversas consecuencias prácticas, para el caminar de la Iglesia y de cada fiel concreto; veamos algunas.
La exigencia de anunciar el Dios-Amor revela que, también en la esfera social, el empeño de caridad no puede considerarse como algo bueno, pero secundario; sino que constituye una parte sustancial de la misión de la Iglesia y de cada cristiano. Por eso, la organización eclesial de la caridad ha iniciado con el primer paso de la misma Iglesia y, luego, con diversas modalidades, se ha prolongado y se prolongará a lo largo de toda la historia. Así lo expresaba san Josemaría: «Se comprende muy bien la impaciencia, la angustia, los deseos inquietos de [... los cristianos coherentes que] no se resignan ante la injusticia personal y social que puede crear el corazón humano. Tantos siglos de convivencia entre los hombres y, todavía, tanto odio, tanta destrucción, tanto fanatismo acumulado en ojos que no quieren ver y en corazones que no quieren amar. Los bienes de la tierra, repartidos entre unos pocos; los bienes de la cultura, encerrados en cenáculos. Y, fuera, hambre de pan y de sabiduría, vidas humanas que son santas, porque vienen de Dios, tratadas como simples cosas, como números de una estadística. Comprendo y comparto esa impaciencia, que me impulsa a mirar a Cristo, que continúa invitándonos a que pongamos en práctica ese mandamiento nuevo del amor»[23].
Promover la caridad social concierne, por consiguiente, a todos, como tarea necesaria a nivel individual, asociativo y también eclesial. El Concilio Vaticano II lo ha subrayado con fuerza: «La aceptación de las relaciones sociales y su observancia deben ser consideradas por todos como uno de los principales deberes del hombre contemporáneo», recordando además que «el cristiano que falta a sus obligaciones temporales, falta a sus deberes con el prójimo; falta, sobre todo, a sus obligaciones para con Dios y pone en peligro su eterna salvación»[24]. En esta lógica, san Josemaría enseñaba que «los cristianos —conservando siempre la más amplia libertad a la hora de estudiar y de llevar a la práctica las diversas soluciones y, por tanto, con un lógico pluralismo—, han de coincidir en el idéntico afán de servir a la humanidad. De otro modo, su cristianismo no será la Palabra y la Vida de Jesús: será un disfraz, un engaño de cara a Dios y de cara a los hombres»[25].
La caridad —que es amor— debe abarcar a la misma criatura en su integridad, corporal y espiritual: «Los hombres tienen necesidad del pan de la tierra que sostenga sus vidas, y también del pan del cielo que ilumine y dé calor a sus corazones»[26]. Una carencia perentoria exige urgentemente la donación de ayudas materiales en tantos momentos específicos, pero no se deben nunca olvidar las ayudas espirituales: la caridad debe poner ante los ojos, de algún modo, el amor a Dios. En este sentido, la actividad caritativa cristiana ha de tener una peculiaridad específica, que no puede perderse ni diluirse en una filantropía puramente humana, buena pero insuficiente para cumplir la misión que Cristo nos encomendó. Además, conviene subrayar que la fuerza de todo el quehacer caritativo dependerá de la fuerza de la fe y del amor a Dios de quienes lo realizan: como afirma Benedicto XVI, «solamente sobre las bases de un compromiso cotidiano de acoger y vivir plenamente el amor de Dios se puede promover la dignidad de cada ser humano. (…) Sin un fundamento transcendente, sin una referencia a Dios creador, sin la consideración de nuestro destino eterno, corremos el riesgo de caer en manos de ideologías dañinas»[27].
A la vez, para no quedarse en una quimera estéril, resulta preciso evidenciar que el amor social requiere su institucionalización: «En muchos aspectos, el prójimo que tenemos que amar se presenta “en sociedad” (...): amarlo en el plano social significa, según las situaciones, servirse de las mediaciones sociales para mejorar su vida, o bien eliminar los factores sociales que causan su indigencia. La obra de misericordia con la que se responde aquí y ahora a una necesidad real y urgente del prójimo es, indudablemente, un acto de caridad; pero es un acto de caridad igualmente indispensable el esfuerzo dirigido a organizar y estructurar la sociedad de modo que el prójimo no tenga que padecer la miseria, sobre todo cuando ésta se convierte en la situación en que se debaten un inmenso número de personas y hasta de pueblos enteros»[28].
Se muestra imprescindible subrayar que, aunque se necesiten las estructuras sociales, su finalidad no consiste en sustituir el amor entre las personas, porque la dignidad humana se vuelve conmensurable sólo con el amor, y no simplemente con lo que es justo, razonable, etc.: «Convenceos de que únicamente con la justicia no resolveréis nunca los grandes problemas de la humanidad. Cuando se hace justicia a secas, no os extrañéis si la gente se queda herida: pide mucho más la dignidad del hombre, que es hijo de Dios. La caridad ha de ir dentro y al lado, porque lo dulcifica todo, lo deifica: Dios es amor (1 Jn 4,16). Hemos de movernos siempre por Amor de Dios, que torna más fácil querer al prójimo, y purifica y eleva los amores terrenos»[29]. Además, «la afirmación según la cual las estructuras justas harían superfluas las obras de caridad, esconde una concepción materialista del hombre»[30]. Por eso las instituciones y las leyes no bastan para edificar una sociedad digna de la persona; se requiere también la caridad personal como base firme de la vida social.
Lo que se ha expresado se aplica a cualquier situación social, pero es necesario actuarlo especialmente en relación a los grupos sociales más indigentes; es decir, poner en práctica el amor preferencial por los pobres, en su dimensión social y planetaria, promoviendo formas de cooperación al desarrollo que superen las divisiones religiosas, raciales, ideológicas, territoriales, etc. San Josemaría recordaba que «el Opus Dei [ha de estar presente] donde hay pobreza, donde hay falta de trabajo, donde hay tristeza, donde hay dolor, para que el dolor se lleve con alegría, para que la pobreza desaparezca, para que no falte trabajo —porque formamos a la gente de manera que lo pueda tener—, para que metamos a Cristo en la vida de cada uno, en la medida en que quiera, porque somos muy amigos de la libertad»[31]. Y como indicaba en otra ocasión, «no hay, pues, más que una raza: la raza de los hijos de Dios. No hay más que un color: el color de los hijos de Dios. Y no hay más que una lengua: ésa que habla al corazón y a la cabeza, sin ruido de palabras, pero dándonos a conocer a Dios y haciendo que nos amemos los unos a los otros»[32].
Incluso una razón pragmática mueve en el mismo sentido de cooperar al desarrollo de todos, ya que cualquier grupo humano puede alcanzar su propio desarrollo sólo favoreciendo el desarrollo de los otros. El beato Juan Pablo II recordaba que «la cooperación al desarrollo de todo el hombre y de cada hombre es un deber de todos para con todos y, al mismo tiempo, debe ser común a las cuatro partes del mundo (...). De lo contrario, si trata de realizarlo en una sola parte, o en un solo mundo, se hace a expensas de los otros; y allí donde comienza, se hipertrofia y se pervierte al no tener en cuenta a los demás»[33]. Pero, además de esta razón pragmática, la cooperación al desarrollo, particularmente de los más necesitados, es un imperativo ético y cristiano, que presupone la renuncia a cualquier forma de egoísmo. Esta unión de lo humano y lo divino se presenta central en el mensaje de san Josemaría; afirmaba que la vida de los fieles de la Obra entraña «un servicio de metas exclusivamente sobrenaturales, porque el Opus Dei no es ni será nunca —ni podrá serlo— un instrumento temporal; pero es al mismo tiempo un servicio humano, porque no hacéis más que tratar de lograr la perfección cristiana en el mundo limpiamente, con vuestra libérrima y responsable actuación en todos los campos de la actividad ciudadana. Un servicio abnegado, que no envilece, sino que educa, que agranda el corazón —lo hace romano, en el sentido más alto de esta palabra— y lleva a buscar el honor y el bien de las gentes de cada país: para que haya cada día menos pobres, menos ignorantes, menos almas sin fe, menos desesperados, menos guerras, menos inseguridad, más caridad y más paz»[34].
Como todo lo que se refiere a la vida cristiana, también los criterios indicados, no se reducen a una bonita teoría para predicar, sino que constituyen sobre todo un estímulo para actuar eficazmente en pro del desarrollo integral de los hombres, sin exclusiones[35]. Este desarrollo debe considerarse una meta inexcusable, que exige un esfuerzo —programado, responsable y regulado— que todos —cada uno según su lugar en la Iglesia y en la sociedad civil— estamos llamados a realizar[36]. Para alcanzarlo, quizá se deberá contribuir a que cambien los estilos de vida, las estructuras de poder que gobiernan la sociedad, los modelos de producción y de consumo, orientándolos según una correcta comprensión del bien común de la entera humanidad[37]. Nadie puede esquivar el empeño de vivir de ese modo, con el intento de ayudar a nuestros hermanos. Pero es igualmente imprescindible transmitirlo a los demás; es decir, ayudarles —como señala san Josemaría— «a superar el egoísmo y a emplear parte de su tiempo con generosidad en servicio de los menos afortunados, participando en tareas, adecuadas a su edad, en las que se ponga de manifiesto un afán de solidaridad humana y divina»[38].
Como las iniciativas de Harambee están dirigidas al mundo africano, me gustaría mencionar unas palabras de Benedicto XVI en la exhortación apostólica Africae munus, del pasado 19 de noviembre: «La conciencia humana se ve interpelada por las graves injusticias que hay en nuestro mundo en general, y en África en particular. (…) La justicia, vivida en todas las dimensiones de la vida, privada y pública, económica y social, precisa ser sostenida por la subsidiaridad y la solidaridad y, más aún, estar animada por la caridad»[39].
Harambee nació con motivo de la canonización de san Josemaría. Al desearos hoy un feliz aniversario, os agradezco vuestro trabajo y os aseguro mis oraciones, para que cada vez participen más personas en este esfuerzo colectivo que busca sostener a personas y entidades de África que, a su vez, desean ser artífices y protagonistas del desarrollo de sus naciones. Junto a vosotros, doy gracias a Dios por los numerosos proyectos educativos que ya se han puesto en marcha en el África subsahariana durante la década pasada, y por las numerosas actividades que habéis promovido en el resto del mundo, también para difundir una visión de África lejana del estereotipo: en ese continente vuestro se concentran, ciertamente, algunas de las injusticias que no pueden dejar indiferentes a nadie; pero África es también tierra de valores espirituales muy importantes para nuestra época.
* * *
Pasado mañana comienza la XIII Asamblea del Sínodo de los Obispos sobre “La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana”. Os invito a rezar por esta intención. En el décimo aniversario de la canonización de san Josemaría podemos recurrir a su intercesión: que esta Asamblea eclesial sirva para recordar al mundo que la santidad no se queda en una meta para privilegiados, sino que —como confirmó el Concilio Vaticano II— es una invitación universal, asequible a cualquier hombre o mujer de buena voluntad. Pidamos que el Señor que este Sínodo contribuya, también con el ya inminente Año de la fe, para ensanchar muchos corazones «a la medida del amor del Corazón de Cristo». Corazones que —con la gracia de Dios— sean motor de otras conversiones y de transformaciones de un entorno social acorde con la dignidad del hombre y su destino a la gloria de Dios, en África y en todo el mundo.
Mons. Javier Echevarría, Prelado del Opus Dei
Notas
[1] Oración colecta de la Misa de San Josemaría Escrivá de Balaguer, presbítero (26 de junio).
[2] SAN JOSEMARÍA, Es Cristo que pasa, n. 167.
[3] SAN JOSEMARÍA, Es Cristo que pasa, n. 164.
[4] BENEDICTO XVI, Enc. Deus caritas est, n. 1.
[5] BENEDICTO XVI, Mensaje al X Forum Internacional de los Jóvenes, 24-III-2010.
[6] Cfr. BEATO JUAN PABLO II, Enc. Redemptor hominis, n. 10.
[7] Cfr. SAN JOSEMARÍA, El compromiso con la verdad, n. 8 (Discursos sobre la universidad).
[8] Cfr. SAN JOSEMARÍA, Es Cristo que pasa, n. 48.
[9] BENEDICTO XVI, Discurso al Convenio eclesial de la Diócesis de Roma, 6-VI-2005.
[10] SAN JOSEMARÍA, Conversaciones, n. 62.
[11] BENEDICTO XVI, Enc. Spe salvi, n. 28.
[12] BENEDICTO XVI, Enc. Deus caritas est, n. 42.
[13] BENEDICTO XVI, Discurso a las organizaciones de la Pastoral Social, 13-V-2010.
[14] SAN JOSEMARÍA, Es Cristo que pasa, n. 98.
[15] BENEDICTO XVI, Enc. Deus caritas est, n. 42.
[16] BENEDICTO XVI, Enc. Deus caritas est, n. 18.
[17] Compendio de la doctrina social de la Iglesia, n. 580.
[18] BENEDICTO XVI, Enc. Caritas in veritate, n. 2.
[19] Cfr. Compendio de la doctrina social de la Iglesia, n. 32.
[20] Compendio de la doctrina social de la Iglesia, n. 207.
[21] Jesucristo «nos revela que Dios es amor (1 Io 4,8), a la vez que nos enseña que la ley fundamental de la perfección humana, y por tanto de la transformación del mundo, es el mandamiento nuevo del amor. (…) Al mismo tiempo advierte que esta caridad no hay que buscarla únicamente en los acontecimientos importantes, sino, ante todo, en la vida ordinaria» CONCILIO VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, n. 38.
[22] BENEDICTO XVI, Enc. Caritas in veritate, n. 5.
[23] SAN JOSEMARÍA, Es Cristo que pasa, n. 111.
[24] CONCILIO VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, nn. 30 y 43.
[25] SAN JOSEMARÍA, Es Cristo que pasa, n. 167.
[26] SAN JOSEMARÍA, Es Cristo que pasa, n. 49.
[27] BENEDICTO XVI, Discurso a la Caritas Internationalis, 27-V-2011.
[28] Compendio de la doctrina social de la Iglesia, n. 208.
[29] SAN JOSEMARÍA, Amigos de Dios, n. 172.
[30] BENEDICTO XVI, Enc. Deus caritas est, n. 28 b). 31 SAN JOSEMARÍA, Una mirada hacia el futuro desde el corazón de Vallecas, Madrid 1998, p. 135 (palabras pronunciadas el 1-X-1967).
[31] SAN JOSEMARÍA, Una mirada hacia el futuro desde el corazón de Vallecas, Madrid 1998, p. 135 (palabras pronunciadas el 1-X-1967).
[32] SAN JOSEMARÍA, Es Cristo que pasa, n. 106.
[33] BEATO JUAN PABLO II, Enc. Sollicitudo rei socialis, n. 32.
[34] SAN JOSEMARÍA, Carta 31-IV-1943, n. 1.
[35] Cfr. BEATO JUAN PABLO II, Enc. Centesimus annus, n. 57.
[36] Cfr. BEATO JUAN PABLO II, Enc. Sollicitudo rei socialis, nn. 42-45.
[37] Cfr. JUAN PABLO II, Enc. Centesimus annus, n. 58.
[38] SAN JOSEMARÍA, Conversaciones, n. 111.
[39] BENEDICTO XVI, Exh. ap. Africae munus, n. 24.
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