O por qué los Reyes Magos tienen aún mucho que enseñarnos a los hombres de hoy
Se dice con razón que el paro reduce las personas a una pobreza más crítica aunque menos urgente que la de no tener lo necesario: no poder dar. No se trata de la penosa obviedad de que quien carece de lo necesario malamente podrá dar a otros. Sino de que el paro impide la realización personal que implica la realización de un trabajo, ya sea una producción, un servicio o una creación. Por tanto, antes y más definitivamente que no poder consumir, el paro nos impide la consumación propia en y mediante la perfección y comunicación a otros de lo hecho.
La pobreza más esencial no radica, pues, en la imposibilidad de tener sino en la incapacidad de dar. Hay un ‘paro’ antropológico más insidioso y perturbador incluso que el lacerante paro laboral. Desde luego que quien nada tiene nada podrá dar, pero tampoco es seguro que quien posea en abundancia tenga el poder de dar. Para empezar es del todo necesario caer en la cuenta de que solo hay un modo de dar: gratis. Todo lo que no sea gratuito tampoco es propiamente un dar, sino un intercambiar, invertir, fiar o prestar. Dar siempre es dar de más o no es dar. Para dar hay que excederse o no se da. Y de ahí que la forma emblemática -y única posible- del dar sea el regalo. Todo lo que no sea regalar es una disminución cuando no una impostación del dar.
Así que para poder dar resulta más definitivo, por ejemplo, renunciar a dejar obligado al que recibe que renunciar a lo que se da. Y si es así, entonces para dar hace falta un poder grande, mucho más difícil de adquirir que los objetos que se pueden regalar y que consiste en ser capaz de dar desinteresadamente. Tan difícil de lograr es ese desinterés que muchos lo dan por imposible. Y en cierto sentido es así, en efecto, pero solo en cierto sentido; porque quien da tiene una expectativa irrenunciable, a saber: que el otro lo reciba sin convertirlo en parte de una transacción, es decir, que lo excluya de la red de intereses mutuos y pueda acoger la rotunda apelación personal que el desinterés expresa: dar es dar de sí. Así que el que regala lo fía todo a un desinterés propio y del que recibe que es casi un dar por imposible: ciertamente tan imposible o inesperable como es todo lo maravilloso y, no obstante, real.
Y no acaban ahí las expectativas del que da. Hay otra aspiración secreta y sin embargo más definitiva: el que da quiere consumar al que recibe, quiere darle su esplendor o lo que realza y hace visible su valor. El dar de más en que consiste el dar, el regalo, aspira a colmar y al colmo del que lo recibe. En efecto, todo regalo, si lo es, aspira a sacar a la luz la realidad del otro o, mejor aún, a sacar la luz de la realidad, así en general. Todo regalo es, pues, epifanía, mostración, consumación. Ese era, por cierto, el sentido antiguo del ornatus: no un sobrante formal prescindible, sino el sobrante imprescindible donde tiene lugar la manifestación visible de lo oculto, la transfiguración que permitía reconocerlo y proclamarlo.
Tan difícil es alcanzar el poder necesario para dar que Occidente se dio unos modelos a los que nombró como reyes y como magos al mismo tiempo. Si les adornamos ungidos y con coronas, capas, armiños, metales y piedras preciosas es para reflejar y dejar ver su luz, la luz que es la intensidad de la realidad: el resplandor de lo que es más intensa y más verdaderamente. Y si les llamamos ‘magos’ seguramente es porque comparte con el latín magis y el castellano magisterio una misma ascendencia etimológica: mago es el maestro, el capaz de enseñar, de iluminar la realidad compartiéndola. La magia del magisterio estriba en sacar la luz de la realidad cuyo resplandor la hace reconocible consumándola, al menos en su aparición.
Estamos muy lejos de comprender fácilmente por qué poetas y filósofos son los herederos del arcano de los Reyes Magos: el primer ornato que saca a la luz la realidad es su nombramiento. Quizás el recuerdo de que fueron los reyes quienes tenían el poder de los nombramientos permita intuir la genealogía de la palabra como regalo primordial. Ahí radica la centralidad de la alabanza que, en tanto que reconocimiento del valor, forma parte crucial de un orden social justo. La alabanza es el ornato que hace visible lo valioso nombrándolo, y tal vez por ello suele tomar la forma de canciones e himnos, de palabras encantadas en un ritmo concertado con lo valioso de lo real.
Quien hace un presente aspira a hacer presente al otro y a presenciarlo en toda su magnitud y hondura hecha visible, traída a la luz. Entre la alabanza, el regalo y la rendición de honores hay un parentesco con raigambre en el poder dar hasta colmar. Hacen falta, pues, poderes de reyes y de magos para poder regalar. Incluso en lo doméstico hay que acertar con la alhaja, con la prenda o el utensilio que saca de quien lo recibe su colmo, su potencial plenitud. Y el hecho de que ese acierto esté al alcance de todos no desmiente su naturaleza casi imposible: cooperar con la plenitud de otro o del mundo mediante nuestro dar, también mediante el dar que hace posible el trabajo. No puede sorprender, por tanto, que ante tamaña dificultad diéramos el título de reyes y magos a nuestros modelos para aprender a regalar.
Pero esos modelos entrañan todavía otro enigma. Toda su hazaña consistió en seguir una estrella a través de tierras ajenas y desérticas llevando pequeños tesoros. La dificultad estriba en creer que los tesoros que llevaban ya lo eran antes de seguir la estrella a través de desiertos para regalarlos. Pero en realidad no hay ningún tesoro antes de haber sobrevivido a un desierto. Por algo la tradición literaria sitúa los tesoros en islas desconocidas o en desiertos inexplorables. El mar y el desierto son la geografía del tiempo: allí nada perdura y nada de cuanto se haga deja huella; reina un olvido todopoderoso. Y precisamente por eso, desiertos y mares son los lugares donde cabe encontrar tesoros cuya naturaleza propia es una perdurable inalterabilidad: eso simbolizan el oro y los diamantes, las piedras y metales preciosos cuyo brillo no se apaga.
En nada como en las promesas reluce en el hombre esa inalterabilidad. Las promesas que se hacen y anuncian un futuro sin dimisión o las que se han preservado a través del cambio de todo son las forma más humana del tesoro y, por tanto, del regalo. El poder de regalar se esconde en lo adorable que nos arrebata en promesas para siempre mientras este tiempo dure. Si el hombre es el animal que promete es porque es el único capaz de atesorar y regalar, de dar, dar de sí, dar lo imposible. Pero las promesas desvelan un nuevo misterio: solo conservamos con nosotros lo que damos hasta el punto de que la capacidad de tener deriva y depende de nuestra capacidad de tener. La crisis del poder de regalar denuncia la crisis de la capacidad de un tener genuinamente humano, libre.
Y esa es también la esencia de todo regalo: aunque el objeto que lo represente se consuma, el regalo entraña una consumación que no se gasta ni desluce aunque atraviese desiertos, es decir, aunque se exponga al poder inmenso del cambio: el tiempo y su mudanza. Más todavía: sin desiertos que atravesar no hay tesoros que regalar. Para poder regalar hay que tener, por tanto, algo que dar y que haya sobrevivido al tiempo y a las mudanzas del corazón, o bien que los pueda sobrevivir. En sentido estricto es del todo imposible regalar sin adorar, al menos como se adora la infancia o la juventud de los hijos, la ancianidad de los padres, la vida de los que amamos o las bellezas y bendiciones del mundo. Las alhajas o las telas preciosas solo reflejan la luz de la estrella que señala el camino de lo adorable, de lo que merece y nos arranca canciones de alabanza y el honor de la veneración de saber que nuestra vida surge misteriosa e inefablemente de allí.
Por eso entre nosotros y precisamente en este tiempo parece que junto con lo adorable se hubiera desvanecido el poder de regalar.