Las sombras de este mundo −robos, pandemias y cuanto se quiera−, así como sus luces, tienen siempre un “correlato” superior, trascendente
Jamás hubiera imaginado que el año 2020 se cerraría para mí como lo hizo. Terminado mi trabajo, regresaba a casa con tiempo para celebrar la Nochevieja. A pocos metros del portal, vi a dos personas que me parecieron jóvenes, cubiertas sus cabezas con sendos gorros y, por supuesto, embozados en sus mascarillas. Al detenerme ante el portal se me habían aproximado. En el momento de introducir la llave en la cerradura de la puerta, noté algo extraño: imposible describir lo que sucedió en el tiempo de un relámpago. Lo cierto es que, en un instante de lucidez, solté las llaves y me llevé la mano al bolsillo donde llevo siempre el móvil: había desaparecido. Pocos minutos antes había comprobado que lo tenía. Los dos individuos, ya a pocos metros de mí, iniciaron una carrera delatora del robo perpetrado.
Me lancé en su seguimiento, a pesar de mi desventaja en metros y... también mi hándicap en años, respecto a los jóvenes ladrones. En el curso de la persecución, vi algunos grupos de jóvenes festejando el fin de año. Surgió espontáneo un grito: ¡Al ladrón, al ladrón…! La ayuda de los transeúntes no se hizo esperar. Con todo, a pesar de su colaboración, nada pudo hacerse.
Acudió pronto una pareja policial: me aconsejó denunciar el robo. Menos de media hora después, salía ya de una Comisaría cercana, con el certificado de haber presentado la denuncia. Si todo hubiera quedado ahí, en el hecho sombrío de la privación del móvil, estas líneas no habrían visto la luz. Un robo así, pese a las consiguientes perturbaciones, no da para público lamento. Pero, tan inesperado como el robo, ocurrió un suceso que convirtió las sombras en luz.
Visto lo ocurrido, algunos de los presentes se me acercaron deseosos de darme ánimos y acompañarme en la desgracia. Entre ellos, dos chicas se interesaron de modo especial. Una de ellas, en un lance de generosidad, me dijo: ¡Mire, no se preocupe por el móvil…! Mis padres me acaban de regalar 250 euros por mi cumpleaños y estoy dispuesta a darle lo que necesite para que se compre un móvil nuevo. Me llamo Alba.
Me quedé conmovido ante semejante desprendimiento. Tanto que, después de contarlo en casa, me sentí impulsado a escribir estas líneas. Sin embargo, no me asombró porque sé muy bien que la generosidad es virtud de gente joven. Como el lector sabe, “alba” significa amanecer, "aurora", la que despierta y pasa de la noche, de la oscuridad, a la luz: las sombras del robo se disiparon con las palabras de Alba, llenas de magnanimidad.
Los dos sucesos unidos −robo y generosidad juvenil−, con sus sombras y luces, se me antojaban viva representación del funesto año 2020 que estábamos a punto de terminar. Aclaro enseguida: sería un colosal desatino pretender igualar ambos sucesos: el mío y el universal. Un móvil robado, comparado con la pandemia, es menos que una gota de agua perdida en la inmensidad de mil océanos. Pero la “entraña” de lo ocurrido en ambos casos, sí que ofrecen una lección e imagen válidas para la reflexión. Permítame el lector exponer la mía.
Desde el pasado marzo se han sucedido muchas sombras: una continua sustracción −que no robo, en este caso− de vidas humanas, e innumerables desgracias. Hasta la antevíspera de Navidad, el Covid-19 había provocado alrededor de dos millones de muertes en todo el mundo. Pero también apareció el otro extremo: las luces. Las sombras −sean materiales o espirituales− llegan siempre después de la luz: no la preceden sino que, por desgracia, pueden luego acompañarla y, de hecho, muchas veces la acompañan. Sucede que luces ocultas −aparentemente dormidas− se hacen visibles precisamente cuando surgen las desdichadas sombras. Lo hemos visto este año: llegar la pandemia y salir a la luz la generosidad de tantas personas, volcadas en hospitales, residencias de ancianos, servicios sociales de cualquier tipo, etc., todo fue uno. El reconocimiento de su entrega quedó materializado en “los aplausos de las ocho de la tarde” hacia el mundo sanitario, pero otros muchos profesionales fueron igualmente merecedores de ellos.
Ahora, la vida continúa en este Nuevo año 2021. La experiencia nos dice que en nuestro peregrinar terreno siempre habrá luces y sombras. Olvidarlo sería tanto como vivir en otro mundo y, a ese, aún no hemos llegado. Oiga, ¿habla en serio, podría preguntarse algún lector, o va de metáfora con eso de “otro mundo” al que llegar? Va en serio, porque si no completase estas líneas con una visión trascendente de la vida, y por tanto de los hechos aquí narrados, el generoso impulso de Alba no habría sido suficiente para empezar a escribirlas.
Lo visto y experimentado en el 2020 tiene, como toda realidad humana, doble lectura: natural una, de la que vengo hablando, con sus sombras y luces a la vista. Y trascendente, otra, con su correlato sobre-natural, procedente al menos de una visión completa del sentido de la vida. Es lo que expresaba san Josemaría en el punto 279 de Camino: “La gente tiene una visión plana, pegada a la tierra, de dos dimensiones. −Cuando vivas vida sobrenatural obtendrás de Dios la tercera dimensión: la altura, y, con ella, el relieve, el peso y el volumen”. Me gusta decir que “la gente” somos todos, también los santos: por eso, no es negativo decir que la gente tiene una visión “pegada a la tierra”; si no fuera así, viviríamos en las nubes…
Pero a la vez, se quedaría en visión incompleta y plana, si faltara la tercera dimensión: la que nos dice que las sombras de este mundo −robos, pandemias y cuanto se quiera−, así como sus luces −quedémonos en la generosidad de Alba−, tienen siempre un “correlato” superior, trascendente. Sin este sentido trascedente de la vida, sólo queda la visión plana y chata, insuficiente. Entonces, aparecen inexplicables lagunas en nuestros razonables “porqués”; y quedan insatisfechos los anhelos últimos del corazón, deseosos de ir de la mano de la razón.
Para el creyente, las luces que nos dan las personas con sus deseos de ayuda y cercanía, tienen sus raíces en el amor de Dios que, en Cristo, nos ha dicho: “Yo soy la Luz de este mundo”. Y las sombras, ya sean de un robo, de la muerte provocada de un niño en el seno de su madre, etc., tienen sus raíces en Lucifer que, según el Diccionario de la lengua española, sólo es “portador de la luz”, engañosa en este caso; y “príncipe de los ángeles rebelados”: el mismo del “seréis como dioses” y, por eso, “padre de la mentira” según el Evangelio. Pero sin necesidad de llegar tan alto en esa visión trascendente, “toda la gente” que esté en su sano juicio reconocerá que el robo, la calumnia, una ley contraria al bien común, etc., siempre serán cosa mala y oscuridad. Y cualquier acción como la de Alba, todo lo contrario.
Esta es, al fin, la lección que volví a repasar con los dos sucesos de Nochevieja: no faltarán sombras a lo largo de toda la vida; las peores, las que oscurezcan nuestro corazón por falta de amor a Dios y a los hermanos. Dispongámonos a luchar contra ellas. Y como la mejor defensa es un buen ataque, estemos prestos a hacernos cercanía, a compartir y acompañar a otros; en una palabra, a ser luz para cuantos nos rodean. Los cristianos contamos, además, con la ayuda de Dios, en Cristo-Eucaristía. Y con el contagio de su Luz, dispuestos a compartirla, como también nos pide: “Brille vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos” (Mt 5, 16).
¡Ah…!, para satisfacer la lógica curiosidad de algún lector: agradecí sentidamente a la joven su ayuda económica, pero sin pasar de ahí; el regalo de sus padres quedó enteramente para ella.
José Antonio García-Prieto Segura, en religion.elconfidencialdigital.com
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