El autor muestra su preocupación por la poca atención que se dedica en clase a los estudiantes que tienen interés por el conocimiento, al alumno curioso y al que demuestra coraje intelectual y ambición de refinamiento
«Una alumna de Bachillerato me envía una reseña sobre el libro que ha leído. Le doy las gracias y le digo que la publicaré en el blog del instituto. Me pregunta cuánto subirá su nota. Le respondo que las notas ya están puestas y que lamento que lo haya dejado para última hora. Me insiste en que le suba la nota, que aún estoy a tiempo de hacerlo. Me niego. Me contesta que soy injusto y que no valoro el trabajo de los alumnos. Abro la reseña y descubro que está copiada, letra a letra, de una conocida bitácora de literatura… Bienvenidos al futuro: el fraudulento exige más que el honesto».
Son palabras de un profesor de Lengua, que a cualquiera que se dedique a este oficio le resultarán familiares. ¿Siempre ha sido así o, más que nunca, estamos permitiendo al alumno tramposo exigirnos más que al alumno esforzado? Pensemos en nuestros alumnos. Los hay educados, gamberros (hoy los llaman disruptivos), perseverantes, holgazanes, discretos, inoportunos, reivindicativos, resignados, líderes, gregarios… También nobles y fulleros. A estos los reconocemos enseguida, pero los otros suelen pasar desapercibidos. Aunque están. Y no siempre sabemos si están bien.
No es la primera vez que critico ciertas metodologías y soflamas pedagogistas que fomentan la inmediatez, la comodidad, la elusión de los obstáculos y el rechazo del esfuerzo personal, en detrimento del auténtico aprendizaje. Están a la orden del día: «el conocimiento está en Google», «solamente se aprende aquello que te emociona», «las notas no son más que números»… Y, mientras dedicamos tiempo a estas frases estúpidas y nos vanagloriamos de cómo atendemos a la diversidad de nuestros alumnos, «sin dejar atrás a nadie», olvidamos a ciertos alumnos que no se tragan todo esto, alumnos que seguramente han respirado en casa un ambiente de respeto por el trabajo bien hecho o de curiosidad por saber, que te preguntarían muchas cosas en clase, pero miran a su alrededor y se preguntan quién los ha metido ahí (porque ellos son los raros, no lo duden). Y callan.
No siempre se emocionan, ya han experimentado el placer de aprender, entienden que hay aprendizajes más divertidos y otros más tediosos y confían en que aprender les permitirá comprender mejor el mundo en el que viven y comprenderse mejor a sí mismos. No necesariamente son alumnos sobresalientes. Pero tienen inquietudes. Y puede que, a estos sí, los estemos dejando atrás. Porque no molestan. No hacen ruido. No interrumpen. Y porque no les mostramos aprecio. Tan obsesionados estamos con motivar al desmotivado que terminamos desmotivando al motivado. Hemos blanqueado al mal alumno, entendido este, no como el alumno poco capaz y mucho menos como el alumno con dificultades, sino como el alumno que no hace porque no quiere, que prefiere pedir que aportar, consciente de que aquí el que más vocifera, más atención recibe.
Los adolescentes de hoy no son peores que los de antes. Los adolescentes son adolescentes. Antes y ahora. Pero es posible que hace unos años este tipo de actitudes estuvieran peor vistas y que las estemos justificando sin reflexión sobre las circunstancias y los motivos en y por los que se repiten, con un resultado calamitoso para todos: para el que busca el atajo, porque no dejará de hacerlo después (y no siempre lo encontrará), y para el que no lo hace (porque estará en inferioridad de condiciones y probablemente sufrirá una enorme frustración). Les contaré algo:
Cierta mañana, en clase, nos encontrábamos escuchando alguna de las Cantigas de Alfonso X y hablando de cómo el Rey Sabio reunía cada noche a su corte para cantar una nueva pieza… De pronto, una alumna discreta, callada, casi taciturna, levantó la mano, sorprendentemente sin asomo de timidez, para preguntarme si pensaba hablarles de Carlos III el Noble, Rey de Navarra entre los siglos XIV y XV. Le contesté que no lo tenía previsto, a lo que respondió de inmediato y con rotundidad que la música fue para Carlos III y para su padre, Carlos II, algo muy importante. Lo sabía porque había hecho con sus padres una visita cultural al Castillo de Olite y se lo habían explicado.
Después de reconocerle que desconocía este asunto, me comprometí a estudiarlo. En efecto, desde finales del siglo XIV tenemos constancia de ministriles que ejercían de amenizadores habituales en la Corte de Carlos III y de que, en tiempos de su padre, Carlos II, existía una sala en el Palacio Real de Olite reservada para el instrumento de moda (la cambra de la arpa). Entre los ministriles del Rey Noble, hubo un laudista, llamado Jourdana, y un tal Arnaut Guillem de Úrsula, ciego y tocador de cítara y viola de arco. Carlos III fue el primer rey navarro en contar con una capilla de chantres a su servicio. Hasta el Anonimus IV de Coussemaker dejaba entrever en su tratado De mensuris et discantu la existencia de una escuela de polifonía en Pamplona. Lo más llamativo es que, aunque Carlos II no parece que empleara chantres en su capilla, a finales de 1349 entró a su servicio un personaje ilustre que compuso para él (en mayo de 1356, cuando el rey fue hecho prisionero por parte del rey Juan II de Francia) su largo poema Le Confort d’Ami, con el propósito de aliviar su cautiverio. Se llamaba... Guillaume de Machaut.
No hace falta que les diga que las observaciones de esta alumna recibieron miradas y medias sonrisas (comentarios despectivos no, pues saben bien mis alumnos que no los tolero), algún disimulado codazo al compañero de al lado y algún que otro gesto de perezosa displicencia. Pero la realidad es que esta alumna, que no era deslumbrante en mi asignatura, tenía afán de conocimientos, interés por cultivarse.
Son estos alumnos los que hemos de cuidar como joyas de valor incalculable, mucho más allá de lo material. Porque están en tierra de nadie. No son los más inteligentes ni los menos capacitados. No son los que ponemos como modelo (¿está permitido poner a un alumno como modelo o habría represalias?) ni los que nos hacen el trabajo difícil. A menudo son introvertidos, pero tienen tantas o más necesidades emocionales como los demás. Se nos llena la boca hablando de diversidad, pero ¿tenemos a todos en cuenta?
Continuamente se defiende un modelo educativo inclusivo, pero ¿no estamos excluyendo de facto al alumno curioso, al alumno que demuestra coraje intelectual y ambición de refinamiento? ¿Se han fijado en que la palabra estudiante ya apenas se utiliza? Pero no hay clasismo en ella, como alguna podría pensar. Todo lo contrario, pues estudiar, es decir, ejercitar el entendimiento, es algo que cualquiera puede hacer, en mayor o menor medida, si se lo propone.
Su significado original es aún más hermoso. Estudiar es dedicarse con atención a algo, estar deseoso, realizarlo con afán. Alumno, sin embargo, que es mucho más común, sobre todo en su horripilante versión neutra (alumnado), se refería en principio al niño de pecho que (literalmente) tenía que ser alimentado, aunque más tarde pasó a hacerse extensivo al alimento intelectual. En cualquier caso, el estudiante no espera a ser alimentado, sino que busca alimento y nutrirse por sí mismo.
Decía Antonio Machado: «Qué difícil es, cuando todo baja, no bajar también». Démosle la vuelta al pensamiento machadiano: si en un ambiente de escasa exigencia y desprecio al saber y la cultura es difícil que los alumnos den lo mejor de sí mismos, reivindiquemos el conocimiento y aprovechémonos del tesoro que suponen estos chicos y chicas que quieren aprender y se molestan por aprender, esgrimiendo su buen hacer como detonador que provoque aliento en los alumnos desmotivados, para que estos traten de emular a quienes ya han descubierto lo apasionante que resulta saber cada día un poco más.
Aplaudámosles porque, al igual que se contagia lo malo, se puede y se debe contagiar lo bueno. Que la mediocridad aspire a la excelencia y la desidia muestre sus vergüenzas ante el empeño y la voluntad. Hagámoslo por ellos y por todos, sin dejar, de verdad, atrás a nadie.
Alberto Royo es profesor de Música en el IES Tierra Estella. Autor de: Contra la nueva educación (2016), La sociedad gaseosa (2017) y Cuaderno de un profesor (2019), todos ellos publicados por Plataforma Editorial.
Fuente: elmundo.es
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