Desde la primera Nochebuena, la infancia cambia de percepción y se reviste de una dignidad reforzada que obliga a la reverencia
La Navidad se saborea más con niños o, al menos, haciéndose niños, viéndoles disfrutar o asomándose al mundo de Belén con los ojos asombrados de una criatura que no consigue soportar tanta ilusión. La Navidad es su fiesta. Dice el filósofo Higinio Marín que la Navidad marcó el descubrimiento de la infancia como elemento esencial de lo humano. Hasta entonces, incluso los filósofos más insignes la menospreciaban: Sócrates, Platón o el propio Aristóteles, que admitía el infanticidio en algunos supuestos. Dice Marín que, para recuperar lo humano, hizo falta un niño al que adorar. Con la llegada de ese Niño, la visión de la infancia cambió para siempre. Y la de la dignidad humana o la libertad y se hizo posible la Historia.
Desde la primera Nochebuena, la infancia cambia de percepción y se reviste de una dignidad reforzada que obliga a la reverencia. Hasta el punto de que el Niño de Belén, ya hecho Jesús de Nazaret, maestro y taumaturgo, lanzará las amenazas más severas de su predicación contra aquellos que se atrevan a maltratar a un niño: más les valdría, dijo, que se ataran una piedra de molino al cuello y se tiraran al mar, porque el ángel del niño testificará contra ellos ante Dios.
En Navidad se celebra también la matanza de los inocentes que perpetró el rey Herodes porque no quería adorar al Niño, sino sustituirlo, ocupar su trono, que lo adoraran a él. Es la cansina y dolorosa historia que la humanidad repite cada poco: primero intentamos matar a Dios. Luego nos ponemos en su lugar. Y después instauramos el reino de todas las crueldades, donde no tienen cabida la ternura ni la misericordia, porque sin Dios carecen de sentido. Pero la Navidad siempre vuelve.