El poder de las historias es la razón por la que, desde el año pasado, hemos enriquecido nuestra vivencia del Adviento con una genialidad
Los niños adoran las historias. Hay un misterioso resorte que se activa en cada uno de ellos cuando comenzamos una narración. Sus pupilas se dilatan y se clavan en nuestros labios mientras contamos las hazañas de un héroe, las aventuras de un personaje de cuento o incluso una anécdota del trabajo. Cualquiera sabe que ponerse a leer en alto un cuento en el salón es el toque de sirena para que venga una bandada de niños agolpándose para encontrar el lugar más ventajoso junto al libro. Este poder de las historias es la razón por la que, desde el año pasado, hemos enriquecido nuestra vivencia del Adviento con una genialidad.
El año pasado descubrimos la tradición del Árbol de Jesé, que consiste en ir narrando día a día, durante el Adviento, la genealogía de Jesús desde la creación del mundo hasta llegar a su nacimiento. Cada narración se representa con un adorno que se coloca diariamente en un arbolito en casa, y que podemos acompañar con una reflexión o una oración. En este artículo de Aleteia cuento el origen profético de esta práctica familiar y en qué consiste de forma detallada, por lo que no me voy a detener ahora en ello. Lo que hoy quisiera compartir es cómo esta tradición de Adviento me ha hecho reflexionar sobre la potencia que tiene la narratividad en los niños, en concreto, en su crecimiento en la fe.
En su obra Tras la virtud (Ed. Crítica), el filósofo escocés Alasdair MacIntyre dice lo siguiente: “Prívese a los niños de las narraciones y se les dejará sin guión, tartamudos angustiados en sus acciones y en sus palabras. No hay modo de entender ninguna sociedad, incluyendo la nuestra, que no pase por el cúmulo de narraciones que constituyen sus recursos dramáticos básicos”. Al igual que la literatura nos adentra en la comprensión del mundo en que vivimos, así también la narración de las historias contenidas en la Sagrada Escritura nos permite comprender nuestra fe.
Sin embargo, no se trata de una mera comprensión teórica de nuestras creencias, sino de una comprensión de nosotros mismos. La historia de la salvación contenida en la Escritura no es un cuento ni un relato de ficción. Tampoco es simplemente una narración de acontecimientos pasados que ocurrieron a un pueblo escogido.
La Biblia nos habla de cómo Dios mismo ha acontecido en la vida de ese pueblo y, a través de él, en cada una de nuestras vidas. Esta historia nos habla de nuestra identidad, de nuestra infidelidad, de nuestra debilidad y de la misteriosa elección de Dios sobre cada uno de nosotros; pero, sobre todo, nos habla de un Dios que actúa con fuerza en la historia, que cumple sus promesas y que hace proezas a través de siervos inútiles.
Explica G.K. Chesterton en Enormes minucias que “Los cuentos de hadas no dan al niño su primera idea de los fantasmas. Lo que los cuentos de hadas dan al niño es su primera idea clara de una posible victoria sobre el fantasma. El bebé ha conocido íntimamente al dragón desde siempre, desde que supo imaginar. Lo que el cuento de hadas hace es proporcionarle un San Jorge capaz de matar al dragón”.
Así también la historia contenida en la Escritura no nos da la idea de que somos pecadores, ya sabemos nosotros de nuestra debilidad; con ese dragón nos venimos topando desde la infancia. Lo que el relato bíblico nos muestra es que existe un Dios capaz de matar a ese dragón, de doblegar al enemigo.
Me parece que a veces, durante el Adviento, ponemos el acento excesivamente en el comportamiento de nuestros hijos. Aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, nos servimos de viejas tácticas como decirles que, si no se portan bien, los Reyes Magos les traerán carbón o, al modo nórdico, colocando el famoso elfo travieso de Papá Noel que les vigila durante el día para mandar un informe completo sobre su conducta al Polo Norte cada noche.
Incluso los calendarios de Adviento con sus buenos propósitos podemos acabar convirtiéndolos en un examen de conducta: “¿Has compartido hoy con tu hermano? Mira que si te portas así no va a tener Jesús preparada su cunita para nacer…”. Con esta forma de actuar creo que mandamos un mensaje contradictorio: pensar que tenemos que ser buenos o no pecar para que Jesús pueda nacer y entrar en nuestra vida. Pareciera que la salvación nos la tenemos que ganar a puños y con mucha fuerza de voluntad.
Pero lo cierto es que Jesús no nació en el lugar donde habitaban las mejores personas de Belén. No miró si el lugar estaba decorado con esmero, si habían puesto velas aromáticas o si los habitantes de aquella casa eran dignos de su presencia. Jesús nació en un pesebre maloliente, en un establo probablemente lleno de porquería, entre comida y excrementos de animales. No parece el lugar más digno para que naciera el Rey de reyes y, sin embargo, allí fue donde lo hizo. María y José se quedaron donde les dejaron entrar.
Por eso creo que el Adviento es un tiempo para estar en vela, esperando y anhelando Su venida. Es el momento idóneo para avivar el deseo de que venga a nosotros un Salvador. Porque lo necesitamos. Necesitamos que venga a nuestra vida concreta el único capaz de liberarnos de las tinieblas y de la sombra de la muerte. Prepararnos para su venida significa reconocer que solos no podemos transformar nuestra vida, sino que necesitamos de su presencia para hacer de nosotros una nueva creación.
Y esto es lo que nos muestra constantemente la historia de la Salvación contenida en la Biblia. En ella reconocemos a un Dios que elige a unos ancianos incapaces de engendrar como Abraham y Saray para formar un gran pueblo, que opta por una extranjera como Rut para hacer posible el linaje de Cristo, que convierte en rey a un adúltero y asesino como David, o que elige a un cobarde e huidizo Jonás como profeta.
Estas historias son tremendamente humanas y son una buena noticia para nosotros y nuestros hijos. Los niños tienen experiencia de pecado. Saben que, aunque lo intenten, la mayoría de las veces no obedecen a la primera, ni a la segunda ni a la quinta. Saben que les nace la ira cuando un hermano les rompe su juguete favorito o cuando les garabatean los deberes del colegio. Saben que les cuesta perdonar cuando un amigo les insulta. El dragón lo conocen y a ellos esto también les hace sufrir.
Por eso debemos presentarles al San Jorge. Al hablarles de la acción de Dios en la historia del pueblo de Israel les estamos ayudando a reconocer también la acción de Dios en su propia vida. En la suya, como en la nuestra, Dios provee maná en medio del desierto, nos elige a pesar de nuestra incapacidad, abre ante nosotros las aguas de abismos insondables y hace una alianza en la que sólo Él se compromete.
La tradición del Árbol de Jesé, que tan desconocida es aún en España (pero a eso le vamos a poner remedio…), es una forma magnífica de ver materializada la acción de Dios con un lenguaje que ellos tan bien entienden: el de la narratividad. No es esta la única forma de hacerlo, sin duda. Pero es una muy atractiva. Por eso en este Adviento, para mí la clave será descubrir en familia la necesidad que tenemos de que venga el Salvador a la podredumbre de nuestro pesebre y de nuestro hogar. Al igual que Zaqueo, nosotros necesitamos también que entre la Salvación a nuestra casa.
Nota: Si os interesa hacer el árbol de Jesé este Adviento y no queréis complicaros la vida haciendo los adornos, Blessings ha sacado un pack estupendo con 25 figuras de madera tallada y un descargable con las lecturas de cada historia.
Isis Barajas, en mujeresteniamosqueser.com
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