En esta obra, Recalcati, profesor y psicoanalista, describe al verdadero protagonista del proceso educativo, el maestro, es decir, a aquel docente que se apasiona por los contenidos que transmite y ama al alumno en su singularidad
Desde hace años, la escuela en Occidente, y muy especialmente en Europa, está en crisis. Se ha convertido en una institución preocupada por el entretenimiento de los alumnos más que en su formación, por la igualdad al precio de eliminar la excelencia, por dotar de soberanía al niño por encima de la autoridad del maestro.
Esta situación fue hace tiempo denunciada en España con especial brillantez por el profesor Ricardo Moreno Castillo, que en su «Panfleto antipedagógico» señalaba cómo nunca ha sido el curso más largo, ni han gastado tanto los alumnos en material escolar, ni la administración en mantener a expertos, equipos, gabinetes y psicólogos que asesoren a estudiantes y profesores, y nunca antes habían sido los conocimientos de los alumnos tan ridículos ni el desánimo de los profesores tan grande.
Además debemos aludir a los problemas adicionales añadidos con el uso masivo y erróneo de las nuevas tecnologías, utilizadas para acortar los procesos de aprendizaje y buscar atajos hacia el resultado, dañando la adquisición de conocimientos por uno mismo y descuidando, en palabras de Massimo Recalcati, «la disciplina paciente de la formación». «Las posibilidades de internet y de la información tecnológica de la enseñanza cultivan la ilusión de la exclusión del cuerpo erótico y de la transferencia de la relación de la enseñanza». Es lo que Ricardo Massa define como «falacia de la tecnología didáctica» en la que por desgracia nos encontramos sumergidos en estos tiempos de covid-19.
Massimo Recalcati, en su obra La hora de clase. Por una erótica de la enseñanza, abarca la ruinosa situación de la educación actual desde su perspectiva como profesor y como psiquiatra, aprovechando para ello, el hilo de su propia biografía escolar llena de fracasos, frustraciones y desencuentros, pero que acabará enderezándose gracias a la labor de algunos maestros inolvidables por su pasión y humanidad en el ejercicio de su labor docente; conscientes de que «el saber puede ser amado, puede convertirse en un cuerpo erótico… es decir, capaz de movilizar el deseo de saber».
Como señala el autor, el gran problema de la escuela actual es que ha dejado de ser decisiva en la formación de los individuos: «Garantizar la eficacia del rendimiento cognitivo se ha convertido en una exigencia prioritaria que succiona esos necesarios nichos de tiempos muertos, de pausas, de desviaciones, de bandazos, de fracasos, de crisis, que son, por el contrario, como bien saben los psicoanalistas, y no solo ellos, el corazón de todo auténtico proceso formativo… Hoy prevalece un modelo hipercognitivo que aspira a emanciparse por completo de toda preocupación por los valores, para fortalecer las competencias orientadas a resolver problemas en lugar de saber planteárselos».
En esta situación, el alumno queda reducido a «recipiente vacío, que ha de ser llenado de contenidos». La conocida expresión según la cual enseñar es encender un fuego, no llenar un cubo (atribuida a diversos autores, pero que pertenece muy posiblemente al poeta irlandés William Butler Yeats), hace tiempo que quedó olvidada e inutilizada en pro de un pragmatismo salvaje que lo inunda todo en aras del imperativo de la productividad por encima del saber y del espíritu crítico.
El aprendizaje, como señala Recalcati, no se realiza por el trasvase de una copa llena a otra vacía, porque el modelo en el que se cimienta no es jamás el de un vacío que ha de llenarse −las cabezas vacías de los alumnos en cuyo interior debe verterse el cemento del saber− sino el de «un vacío que ha de abrirse… Pero para ello el maestro debe ser capaz de despertar el deseo de saber del alumno y para ello el maestro ha de ser capaz de contagiar su pasión». Porque el saber no es de ninguna manera un objeto que pueda pasar de un recipiente a otro, sino la consecuencia final de un recorrido previo y complejo que todo individuo ha de descubrir por sí mismo, sin que haya, para garantizarlo, una trayectoria definida a priori.
Llenando recipientes el conocimiento se adquiere sin esfuerzo de forma inmediata (favorecido en muchas ocasiones por el uso masivo de la tecnología, como el paso de datos de un ordenador a otro) y se pierde lo que Recalcati denomina «el erotismo de la enseñanza y la sublimación de los conocimientos». O lo que en otras palabras Jorge Wagensberg denominó el «gozo intelectual»: sin gozo no hay pedagogía, no hay conocimiento verdadero sin disfrute. Según Wagensberg, «el gozo intelectual es el gran logro de la selección natural que da paso a la selección cultural y, con ella, a la creatividad humana». El gozo intelectual empuja y orienta nuestra natural indolencia hacia el conocimiento inteligible, algo decisivo tanto a la hora de sobrevivir como a la hora de sublimar el alma (Jorge Wagensberg, El gozo intelectual. Teoría y práctica sobre la inteligibilidad y la belleza, 2007).
En la misma línea, el experto en educación británico Ken Robinson afirmaba que «la educación debe enfocarse a que encontremos nuestro elemento: la zona donde convergen nuestras capacidades y deseos con la realidad. Cuando la alcanzas, la música del universo resuena en ti, una sensación a la que todos estamos llamados” (K. Robinson: «La creatividad se aprende igual que se aprende a leer», La Vanguardia, lunes, 12 de noviembre de 2012).
El saber puede y debe ser amado, convirtiéndose en un «cuerpo erótico». Se trata de encontrar por medio de la enseñanza aquel goce capaz de ensanchar los horizontes del alumno y hacer su vida más rica y satisfactoria. Esa debería ser la principal función de la escuela: «Hacer del conocimiento un objeto capaz de despertar el deseo, un objeto erotizado en condiciones de funcionar como causa del deseo, capaz de estimular, de atraer, de poner en movimiento al alumno… capaz de movilizar el deseo de saber».
Una enseñanza digna de ese nombre no pretende llenar las cabezas pasivas con idénticos contenidos (que mantiene al sujeto en posición de sometimiento y dependencia acrítica), que unifica y apelmaza provocando que los sujetos renuncien al uso de la razón por sí mismos; sino activar en cada alumno de forma diferente e individual el deseo de conocer por uno mismo; no pretende la uniformización, sino «el arrebato», el movimiento activo y consciente del alumno en busca de lo que le falta, de lo que desea aprender, de lo que le atrae, capturado por un nuevo saber. No se trata de conceder el saber al otro, sino de provocar el impulso del deseo hacia el saber.
Lo primero −la transferencia automática e indiscutida de conocimiento− es la base del adoctrinamiento. Lo segundo −el despertar del deseo hacia el saber− es la base de la libertad individual. Lo primero es una manifestación de autoritarismo del maestro sobre el alumno. Lo segundo es una manifestación de amor pues, en palabras de Recalcati, «ese es el regalo más valioso, ya que no vincula al discípulo a obediencia alguna, sino que lo deja libre de irse, de separarse del maestro».
En este sentido señalaba Robert Redeker que la educación se extravía si cae en la ilusión democrática. Toda educación debe ser aristocrática, en la medida en que se propone crear excepciones y no semejantes. No clones. La educación no se plantea fabricar el hombre de la calle, el hombre sondeado, el hombre cualquiera, el hombre sin cualidades, sino más bien un único, una excepción (Robert Redeker, La crisis de la escuela, ¿es una crisis de sociedad o una crisis de (la) vida?, Conferencia en Barcelona, 18 de octubre de 2007).
Pero en la actualidad existen diversos escollos que hacen imposible la «erotización» de la enseñanza. Uno de ellos es la absurda idea de que el niño debe ser libre para adquirir por sí solo los conocimientos, quedando el maestro como mero observador. Esta idea, anticuada y obsoleta, no pertenece al siglo XXI sino que fue ya instaurada por Rousseau que aconsejaba dejar al niño que se desarrollase al ritmo de la naturaleza y pedía que se eliminaran del diccionario pedagógico los verbos obedecer y mandar y propiciaba que fuera el propio niño quien estableciera sus propias reglas de comportamiento. Luego con la revolución del 68 adquirió un nuevo y fortalecido impulso que renació de nuevo a finales de la década de los ochenta −bajo la influencia del psicólogo ginebrino Jean Piaget− con el denominado «constructivismo pedagógico» según el cual, el alumno adquiere el conocimiento a través de un proceso de construcción individual y subjetivo, a partir de su propia forma de ser, pensar e interpretar la información. En este proceso, el maestro debe renunciar a la transmisión de cualquier conocimiento objetivo y, en consecuencia, la negación de la existencia de verdades absolutas o lo que es lo mismo el triunfo del relativismo académico que, paralelo al relativismo moral, impregna la práctica pedagógica de los últimos años.
La autoformación, como afirma Recalcati, no existe más que como fantasma narcisista, el alumno que rechaza ser formado por otro vive el «mito hipermoderno de la autogeneración de sí mismo, rechaza la filiación simbólica que lo inscribe en el Otro, se pretende prometeicamente amo del fuego al declararse sin padres… La escuela para ser tal debe oponerse al mito narcisista de la autoformación».
Vivimos una época, a ojos de Recalcati, en la que la única obligación que parece existir es la del goce en sí mismo. «El economicismo que desbarata el proceso educativo se acopla paradógicamente a la exigencia de evitar el pensamiento crítico. No hay que pedir a los jóvenes que piensen, sino que lo fundamental es interactuar con ellos, entretenerlos, distraerlos, enfatizar el valor de relacionarse en cuanto tal. De esta manera la escuela abandona su función y se desliza hacia algo nuevo, que la reduce a una suerte de parque infantil en el que se está exento de toda relación comprometida con el saber»; de este modo el profesor se transforma en compañero de juegos.
En relación con este aspecto ya decía Miguel de Unamuno: «El maestro que enseña jugando, acaba jugando a enseñar. El alumno que aprende jugando, acaba jugando a aprender».
Y es que, como mantiene Fernando Sabater, «la misma idea de ir a la escuela a jugar es disparatada; para jugar los niños se bastan y sobran por sí solos… precisamente lo primero que aprendemos en la escuela es que no se puede estar siempre jugando… el propósito de la escuela es preparar a los niños para la vida adulta, no confirmarles en regocijos infantiles» (Fernando Savater, El valor de educar, 2004).
Este modelo demagógicamente atractivo deja a los alumnos sin conocimientos y a la sociedad sin capacidad de reacción. La enseñanza siempre implica cierta forma de coacción, de pugna entre voluntades. No se puede educar a un niño sin contrariarle en mayor o menor medida. Para poder ilustrar el espíritu primero hay que formar la voluntad y eso siempre duele bastante. Ningún niño quiere aprender aquello que le cuesta trabajo asimilar y que le quita el tiempo precioso que desea dedicar a sus juegos.
Recalcati critica también el desprecio por la memoria en la labor docente. Algo que en España fue defendido desde el siglo XIX con especial fervor por Rafael Torres Campos que, en verano de 1878, asistió como representante de la Institución Libre de Enseñanza a la Exposición Universal de París, de donde volvió convencido de la bondad de esta nueva idea pedagógica en boga en Francia, bajo la denominación de «enseñanza intuitiva», que proclamaba el abandono de la enseñanza tradicional por demasiado memorística y abstracta.
Al respecto, Recalcati, mantiene que todo proceso de conocimiento implica la memoria, pero solo con el fin de suspenderla para hacer posible un nuevo acto, una subjetivización inédita, es decir, una desindentificación del discurso ya establecido del otro. El aprendizaje conlleva siempre una imprescindible cuota de olvido que permita al sujeto la separación del saber ya sabido del otro. Aprender de memoria, no significa solo someterse a la autoridad del discurso preconstituido, abdicar servilmente del propio discurso para identificarnos de forma pasiva con el discurso del otro, sino también dar nuestro consentimiento a sumergirnos en el lenguaje como sede de nuestra providencia. La escuela no solo debería ser testimonio de la educación en el olvido para hacer posible el acto singular de la subjetivización del saber, sino también de la educación en la memoria como condición previa imprescindible del olvido.
La educación humanista no sólo consiste en «enseñar a aprender», en fomentar la «espontaneidad creadora del alumno», ni mucho menos en preparar técnicamente, sino también en transmitir contenidos fraguados en la dialéctica de los siglos y en desarrollar la memoria de un legado pasado que da sentido al presente y abre el paso al futuro (Fernando Savater, El valor de educar, 2004).
Como afirma el profesor Ricardo Moreno, leer a Virgilio puede ser algo muy hermoso, pero para ello hay que estudiarse primero las declinaciones latinas, una de las cosas más aburridas del mundo. La memoria proporciona unos conocimientos «a modo de perchero» donde se irán colgando otras cosas que se vayan aprendiendo.
En esta situación Recalcati hace una apuesta firme por el amor: «Es solo el amor −el eros− con el que un profesor envuelve el saber lo que hace que ese saber sea digno de interés para sus alumnos, elevándolo a objeto capaz de causar deseo… la transmisión del saber sólo se produce por contagio, por testimonio».
El auténtico docente es aquel capaz de transformar la hora de clase en aventuras, encuentros, hondas experiencias intelectuales y emocionales. La hora de clase debe abrir siempre un mundo, provocar un encuentro. Y son aquellos que son conscientes de la imposibilidad de su función, aquellos que no se identifican con el profesor ideal, aquellos que están en contacto con su propia insuficiencia. Aquellos que aman su labor y aman al alumno.
En la misma línea señala Recalcati que «en la clase la confianza se genera cuando la palabra del docente se revela digna de respeto y sólo se vuelve tal si se apasiona por lo que enseña… la hora de clase es el momento en el que el maestro debe promover el amor por el conocimiento, como condición para todo aprendizaje posible… una clase sólo será tal si sabe mantener despierto el deseo, si es capaz de generar transferencia, arrebato, enamoramiento primario del saber… la Escuela como centinela del erotismo del saber, de la posibilidad contingente del despertar… una clase nunca deja de ser el milagro de la encarnación viva y erótica del saber que contagia y pone en movimiento», lo que significa que sabe amar la «vid torcida», lo que implica la excepción, la desviación, la divergencia, la heterodoxia. La escuela no debe ser el lugar de enderezamiento de vides torcidas. Sabemos que son precisamente las distorsiones, las anomalías, las desviaciones del surco ya trazado de la normalidad las que manifiestan por lo general los talentos más fructíferos de nuestra juventud. Debemos aprender como docentes a amar la torcedura de la vid en lugar de tratar autoritariamente de enderezarla. Debemos ser jardineros no escultores de los alumnos.
Por ello, es fundamental que el profesor ame su materia, «lo que más cuenta en la formación de un joven no es el contenido del conocimiento sino la transmisión del amor por el conocimiento… el amor por el saber… Solo así la palabra del docente será digna de respeto. Solo si se apasiona por lo que enseña. Una hora de clase impartida con pasión, con amor por el saber y por el alumno puede cambiar la vida de quien la recibe, puede dar al destino otra dirección, permite al alumno toparse con lo inesperado, lo inédito, lo asombroso, lo maravilloso. Puede llegar a ser una experiencia mental y humana intensísima, provoca despertares, deseos, cuestiones, arrebato, enamoramiento del saber».
El profesor, el verdadero profesor, ama al alumno, como el padre ama al hijo, y por ello debe existir una diferencia simbólica entre el alumno y el maestro. No puede existir ninguna simetría falsamente igualitaria de la relación didáctica. Una diferencia simbólica distribuye claramente sus posiciones. «La transmisión del saber esta siempre inscrita en un proceso de filiación». El profesor es en definitiva alguien que por encima de todo «sabe amar a quien está aprendiendo». Esta es la razón por la que un profesor, un verdadero profesor, nunca podrá ser reemplazado por un ordenador.
El amor no es tanto un sentimiento, una tendencia, como una actitud. El amor permite al maestro ver en el niño lo que otros ojos indiferentes no perciben. Este conocimiento y comprensión del niño permitirá al maestro descubrir en qué es talentoso. ¡Todos somos superdotados en algo! Se trata de descubrir en qué. Esa debería ser la principal función de la educación. Hoy, en cambio, está enfocada a clonar estudiantes. Como señala Redeker, la mayoría de los ciudadanos malgastan su vida haciendo cosas que no les interesan realmente, pero que creen que deben hacer para ser productivos y aceptados. Sólo una pequeña minoría es feliz con su trabajo, y suelen ser quienes desafiaron la imposición de mediocridad del sistema. Son quienes se negaron a asumir el gran error anticreativo: creer que sólo unos pocos superdotados tienen talento. Y debería hacer lo contrario: descubrir qué es único en cada uno de ellos (R. Redeker, La crisis de la escuela, ¿es una crisis de sociedad o una crisis de (la) vida?, Conferencia en Barcelona, 18 de octubre de 2007).
Educar es pues conocer, comprender y amar al alumno. En este sentido el autor insiste: «Pensar en transmitir el saber sin tener que pasar por una relación con quien lo encarna es una ilusión, porque no existe didáctica más que dentro de una relación humana» (lo que es prácticamente imposible de alcanzar en la educación online).
El maestro tiene que amar a los niños, sin amor a la infancia no hay posible pedagogía práctica. En palabras de Georg Kerschensteiner: «El educador ve en el niño el futuro realizador de sus valores, de los valores humanos. Y así como el educador ama los valores y percibe más o menos claramente su propia imperfección en este sentido, así también ama a su obra, al educando, en cuya alma se siente asimismo compenetrado en fe, esperanza, amor y respeto» (Georg Kerschensteiner, El alma del educador y el problema de la formación del maestro, 1928).
En estas circunstancias, podemos decir que, no es tanto la educación lo que está en crisis, sino la vida. Una crisis de la vida humana, una crisis del hombre. Como señaló Charles Péguy: «Las crisis de la enseñanza no son crisis de la enseñanza; son crisis de vida; denuncian, representan crisis de la propia vida; son crisis de vida parciales, eminentes, que anuncian y denuncian crisis de la vida general; o, si se quiere, las crisis de la vida general, las crisis de la vida social, se agravan, se recogen, culminan en las crisis de la enseñanza, que parecen particulares o parciales, pero que en realidad son totales porque representa el todo de la vida social ; (…) cuando una sociedad no puede enseñar, no es en absoluto que le falte accidentalmente algún aparato o alguna industria; cuando una sociedad no puede enseñar, es que esta sociedad no puede enseñarse a sí misma; para toda la humanidad, enseñar es, en el fondo, enseñarse; una sociedad que no enseña es una sociedad que no se quiere; que no se estima; y este es el caso de la sociedad moderna.”(Charles Péguy, Pour la rentrée, Oeuvres complètes, Tomo I, 1897-1899).
Detrás de la cuestión de la educación se encierra la cuestión del hombre, «la verdad propia del ser humano» (recordemos al respecto las palabras de Benedicto XVI dirigidas a los profesores de Universidad en El Escorial, agosto 2011: «La Universidad es la casa donde se busca la verdad propia del ser humano»). Esta imposibilidad de responder a la pregunta del hombre, esta desaparición histórica del ideal del hombre, verdadero crepúsculo, es la causa principal de la crisis de la educación, la crisis de la enseñanza, que no es ni una crisis sociológica, ni una crisis pedagógica, sino una crisis metafísica, de la que solamente se puede salir mediante una reconstrucción de la idea racional del hombre (Redeker). Como afirmó Manuel García Morente, el tipo ideal de educación es aquella que trata de desarrollar al individuo, elevándolo hasta el máximum posible de humanidad en todas las direcciones y rebasa infinitamente todos los límites de la individualidad, penetrando con sus más profundas raíces en la comunidad humana. «La humanidad como ideal del hombre, tal es el sentido de la educación» (Manuel García Morente, «Prólogo» a la Pedagogía social de Paul Natorp, La Lectura, Madrid, 1913).
Esta es la idea básica del libro de Recalcati. Una obra que, desde el sentido común y sobre la base que le aporta al autor su experiencia tanto de profesor, como de psicoanalista, propugna la vuelta a la disciplina, a la exigencia, al esfuerzo personal, al sentido de la responsabilidad, al fomento de la memoria, del entendimiento y de la voluntad; colocando en el lugar que le corresponde al maestro, al verdadero maestro −el que se apasiona por los contenidos que transmite y ama al alumno en su singularidad propia− protagonista del proceso educativo.
Pero este libro es ante todo y sobre todo un sentido y emotivo elogio a aquellos maestros que aman su labor docente, que se apasionan con la transmisión de conocimientos, que ven a sus alumnos como seres únicos e irrepetibles destinados a ampliar e incluso cambiar los conocimientos adquiridos desde la pasión por el saber. Profesores que son capaces de abrir mundos nuevos ante los ojos de los niños, plantear retos, despertar su espíritu crítico. Profesores sabedores de que su misión no es crear clones, ni llenar recipientes, sino favorecer el deseo de saber de cada alumno por derroteros inexplicables, nuevos, heterodoxos. Profesores sabedores de que el buen alumno no es el que copia a su maestro sino el que lo supera por sus propios razonamientos. Maestros que saben que una hora de clase nunca es baladí; porque puede estar repleta de aventuras, encuentros, hondas experiencias intelectuales y emocionales capaces de cambiar la vida de un niño. Un profesor pleno de peso simbólico y de autoridad (en un tiempo caracterizado por la horizontalidad líquida y la indiferenciación simbólica de los roles) adquirida por su pasión hacia los conocimientos que transmite, sabedor humilde a su vez de “la imposibilidad de saber todo el saber”.
Un libro que da respuesta a la deuda simbólica que tenemos con los maestros a los que debemos restituir urgentemente su valor como «figura central en el proceso humanizador de la vida».
María Calvo Charro
Fuente: nuevarevista.net.
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