Hemos descubierto que éramos demasiado vulnerables y que sólo una acción solidaria con la mirada puesta en el bien común sacará de veras a la humanidad del atolladero
Aunque no deja de ejercer con firmeza su autoridad apostólica, el papa Francisco ha mostrado claramente a lo largo de su pontificado la necesidad del diálogo y el entendimiento entre hombres y pueblos. Por si alguno lo había olvidado, la encíclica Fratelli tutti se encarga, por así decir, de sistematizar el pensamiento y el impulso del pontífice a lo largo de los años en torno a esta manifestación esencial de la doctrina y la praxis cristianas.
En circunstancias normales, tal vez las gentes −especialmente en el mundo desarrollado− habrían recibido este nuevo texto pontificio con el distanciamiento y la prepotencia de quien no está dispuesto a recibir lecciones morales, porque confía solo en su razón y en su poder. Pero quizá la pandemia ha cambiado más de lo que parece el esquema: hemos descubierto que éramos demasiado vulnerables y que sólo una acción solidaria con la mirada puesta en el bien común sacará de veras a la humanidad del atolladero. Al contrario, el empecinamiento en la propia soberbia conduce necesariamente al fracaso, como estamos comprobando en España, no sólo en Madrid.
Papas santos bien cercanos intentaron enderezar el rumbo del mundo y de la Iglesia, con la excepcional aportación del Concilio Ecuménico convocado por Juan XXIII y clausurado por Pablo VI. Ambos iluminaron las conciencias con documentos precisos, como la encíclica Pacem in terris, auténtico tratado de los derechos humanos constructores de la concordia humana, o la Ecclesiam suam, carta magna quizá del diálogo apostólico. De la pasión de ambos participaban tanto los sucesores como obispos de Roma que decidieron adoptar por vez primera en la historia un nombre compuesto al ser elegidos para la sede petrina. Y continuaron el gran objetivo de aplicar la doctrina conciliar: unas pocas semanas el primero, y largos años Juan Pablo II. Y Benedicto y Francisco.
La encíclica sobre la fraternidad y la amistad social es particularmente necesaria hoy, en un mundo fragmentado −la globalidad es más engañosa de lo que parece−, con evidente crisis de liderazgos y falta de confianza de los ciudadanos en muchos de sus dirigentes. Hay que hacer un acto de fe profundo en el papa, y más bien contra corriente, para aceptar que la política sea cauce de la caridad social. Como en tantas épocas históricas, el deber ser está como en un horizonte brillante, demasiado alejado del ser. Pero Roma no puede renunciar a la esperanza...
La tragedia es que la atonía de criterios éticos fundamentales conduce casi necesariamente al empobrecimiento de la libertad humana, cuando no a su negación. Benedicto XVI repitió el retornelo de la “dictadura del relativismo”. Y tenía razón en Ratisbona, frente al escándalo de los biempensantes. Por eso, fue importante el hecho de que una figura del orbe musulmán −el juez Mohamed Mahmoud Abdel Salam, Secretario General del Alto Comité para la Fraternidad Humana− interviniese en el acto solemne de presentación de la encíclica del papa Francisco. Porque, cuando hablo arriba de “repúblicas laicas”, no pienso sólo en la peculiar cruzada de Emmanuel Macron contra el “separatismo” y la integración forzosa del Islam en Francia. También son en el fondo laicas las repúblicas islámicas −no religiosas, aun confesionales− como tantos estados occidentales laicistas de derecho o de hecho.
Con su estilo literario, Francisco sintetiza en unos pocos verbos el espíritu cristiano ante los emigrantes: acoger, proteger, promover e integrar (n. 123). Podrían aplicarse al general trato con los demás, más allá de los duros movimientos de las poblaciones en nuestro tiempo. Dibujan un corazón abierto, tal vez el de un extraño que se convierte en próximo, como el buen samaritano, descrito una vez más en el capítulo II de la encíclica. Y mueven a comprender y querer, incluso a quienes no comprenden ni respetan nuestra libertad. Como es lógico, sin dejar de condenar la opresión.
Francisco recuerda también, cuando trata en el capítulo octavo el servicio de las religiones a la fraternidad, que no tendrá bases sólidas y estables sin una apertura al Padre de todos, con una cita de la Caritas in veritate de Benedicto XVI: “la razón, por sí sola, es capaz de aceptar la igualdad entre los hombres y de establecer una convivencia cívica entre ellos, pero no consigue fundar la hermandad” (n. 19).
Completa ese texto, en n. 273, el que considera “texto emblemático de Juan Pablo II”, de Centesimus annus, n. 44: “Si no existe una verdad trascendente, con cuya obediencia el hombre conquista su plena identidad, tampoco existe ningún principio seguro que garantice relaciones justas entre los hombres: los intereses de clase, grupo o nación, los contraponen inevitablemente unos a otros. Si no se reconoce la verdad trascendente, triunfa la fuerza del poder, y cada uno tiende a utilizar hasta el extremo los medios de que dispone para imponer su propio interés o la propia opinión, sin respetar los derechos de los demás. [...] La raíz del totalitarismo moderno hay que verla, por tanto, en la negación de la dignidad trascendente de la persona humana, imagen visible de Dios invisible y, precisamente por esto, sujeto natural de derechos que nadie puede violar: ni el individuo, el grupo, la clase social, ni la nación o el Estado. No puede hacerlo tampoco la mayoría de un cuerpo social, poniéndose en contra de la minoría”.