Decían los antiguos que querer lo mismo y rechazar lo mismo, es lo reconocido como el contenido de la amistad y del cariño: hacerse semejante al otro, que lleva a un pensar y querer comunes
En tiempos de coronavirus, y de distanciamiento social o separación personal, nos pasa, al menos a mí, que dedicando menos tiempo a mis amigos, debido a las diversas situaciones y “bombardeos” que provoca el coronavirus, sin embargo me está acercando más a ellos. No sé, quizá sea la necesidad que tenemos de darnos apoyo y de estrechar lazos en momentos de incertidumbre. Como indica Cicerón, en su libro sobre la amistad −Laelius de amicitia−, resulta que “la amistad contiene muchísimas y grandísimas ventajas… porque hace brillar una buena esperanza para el futuro y no permite que los espíritus se debiliten o decaigan… Y los ausentes están presentes y los necesitados tienen abundancia y los débiles están fuertes”.
Decían los antiguos que idem velle, idem nolle, querer lo mismo y rechazar lo mismo, es lo reconocido como el contenido de la amistad y del cariño: hacerse semejante al otro, que lleva a un pensar y querer comunes. Son los pequeños círculos de amistad adensada los que transforman el mundo. Ahí no valen cabriolas intelectuales: se derrumban ante la sencillez de la mistad sincera y de la verdad desnuda. Cicerón, en la obra citada, da una hermosa definición de lo que es la amistad: “una coincidencia en todos los asuntos humanos y divinos, unida con afecto mutuo y benevolencia”. Por ello, añade, solo los buenos, los que quieren ser virtuosos y tienen fines nobles, pueden ser amigos: los malos nunca pueden ser amigos, sino meros compinches.
Ciertamente, el concepto clásico de amistad no es del todo completo, ya que implica un lazo entre personas que tienen una semejanza de carácter formal basado en unos códigos comunes firmemente establecidos. Y en la que subyace la idea de la reciprocidad, es decir el equilibrio entre los intercambios, materiales o simbólicos, que realizan los amigos.
Sin menoscabo de lo anterior, y siguiendo la estela ciceroniana de la benevolencia, el cristianismo dará una impronta muy elevada al concepto de amistad, que es enaltecida a máxima categoría divina: ahora somos amigos e hijos de Dios, que hace salir el sol sobre buenos y malos, y que hace llover sobre justos e injustos. Ciertamente, no desea la muerte del malvado, sino que se arrepienta y viva. Esto significa que Dios, que quiere ser nuestro amigo, ya no nos considera unos pringados, pues nadie es más amigo que aquel que da la vida por sus amigos, como dijo Cristo. Y no solamente eso, sino que lo demuestra con un hecho sublime: la misma cruz. Ya no hay reciprocidad, sino un darse sin esperar devolución. Lo que a veces acontece en nuestra vida: hacer el bien sin esperar a que nos paguen con la misma moneda. Y para el amigo de Dios, sus preceptos no son ya algo externo, mandado, pues la amistad comporta que nuestra voluntad se adecúe a la suya −idem velle, idem nolle− y que sus mandatos no sean una imposición exterior, sino que nazcan de nuestra propia voluntad, porque me da la gana, una vez considerado con el amigo la bondad de su consejo, que es precisamente el fruto maduro de la amistad: ayudarnos a ser buenos.