Desde el momento del Bautismo el cristiano ha comenzado a vivir una vida nueva, que tiene su fuente en la vida de Jesucristo y en la gracia que Él nos ganó con su muerte y resurrección
El Papa San León Magno habla acerca de la grandeza de la vida cristiana, con palabras elocuentes: “Cristiano, reconoce tu dignidad. Puesto que ahora participas de la naturaleza divina, no degeneres volviendo a la bajeza de tu vida pasada. Recuerda a qué Cabeza perteneces y de qué Cuerpo eres miembro. Acuérdate de que has sido arrancado del poder de las tinieblas para ser trasladado a la luz del Reino de Dios” (Sermón 21, 2-3).
En el Credo reconocemos la riqueza de los regalos de Dios para el hombre, creado, redimido y santificado por Él. Por la gracia divina hemos sido hechos “hijos de Dios” (Juan 1, 12) y “partícipes de la naturaleza divina” (2 Pedro 1, 4). Esta gracia la recibimos por los Sacramentos y por la oración, y somos invitados a llevar una “vida digna del Evangelio de Cristo” (Filipenses 1, 27).
La vida propia del cristiano no es solamente una vida humanamente virtuosa, sino una vida unida a Jesucristo, que es el dador de toda gracia y quien nos impulsa a “ser perfectos como el Padre celestial es perfecto” (Mateo 5, 48). La perfección puramente humana tiene un techo muy bajo, y el espacio limitado de nuestras fuerzas y de la vida terrena. En cambio el seguimiento de Cristo tiene un horizonte ilimitado.
En efecto, desde el momento del Bautismo el cristiano ha comenzado a vivir una vida nueva, que tiene su fuente en la vida de Jesucristo y en la gracia que Él nos ganó con su muerte y resurrección. Los cristianos están “muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús” (Romanos 6, 11). Sin embargo, una vida auténticamente cristiana no se alcanza por inercia, de un modo automático, sino que requiere del esfuerzo personal. San Pablo animaba a los cristianos en este empeño de ser “imitadores de Dios, como hijos queridos y vivir en el amor” (Efesios 5, 1); conformar sus sentimientos, palabras y acciones con “los sentimientos que tuvo Cristo” (Filipenses 2, 5). Esto requiere la colaboración con el Espíritu Santo, que actúa eficazmente en nuestras almas… si le dejamos.
“El camino de Cristo «lleva a la vida», un camino contrario «lleva a la perdición» (Mateo 7, 13; cf Deuteronomio 30, 15-20). La parábola evangélica de los dos caminos está siempre presente en la catequesis de la Iglesia. Significa la importancia de las decisiones morales para nuestra salvación. «Hay dos caminos, el uno el de la vida, el otro el de la muerte; pero entre los dos, una gran diferencia» (Didaché 1, 1)” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1696).
La dignidad cristiana exige una conducta recta, moralmente ejemplar, gozosa y atrayente. La vida nueva del cristiano tiene unos requerimientos, que deben ser aprendidos y practicados, y que el Catecismo de la Iglesia Católica (cf n. 1697) resume así en sus puntos principales:
El Espíritu Santo, Maestro interior de la vida según Cristo, que inspira, conduce, rectifica y fortalece;
La realidad de la gracia, por la que nuestras obras dan fruto para la vida eterna;
Las bienaventuranzas, resumen del camino de Cristo, único camino hacia la dicha eterna a la que aspira el corazón humano;
El pecado como realidad que cada hombre debe reconocer en su propia vida, y el perdón divino que conforta;
Las virtudes humanas que tienen el atractivo y la belleza de rectas disposiciones hacia el bien;
Las virtudes cristianas de fe, esperanza y caridad, que resplandecen especialmente en la vida de los santos;
El doble precepto del amor de caridad hacia Dios y hacia el prójimo, resumen de todos los mandamientos de Dios;
La Iglesia, como comunión solidaria de gracias, en la que la vida cristiana crece y se despliega.
“La referencia primera y última de esta catequesis será siempre Jesucristo que es «el camino, la verdad y la vida» (Juan 14, 6). Contemplándole en la fe, los fieles de Cristo pueden esperar que Él realice en ellos sus promesas, y que amándolo con el amor con que Él nos ha amado realicen las obras que corresponden a su dignidad” (Catecismo…, n. 1698).