Estamos viviendo una época en la que ciertos sectores ideológicos tratan de convencer a la sociedad de la identidad de ambos sexos, despreciando los datos científicos sobre la existencia de un dimorfismo sexual innato
Sin embargo, muchas mujeres, quieren ser ellas mismas, aportando sus valores y cualidades, y están dispuestas a luchar contra los roles sociales que les imponen un trabajo según los cánones masculinos que implican renunciar a la maternidad y despreocuparse de la familia.
La diferenciación sexual es una realidad a la que se ha resistido la humanidad en diversas ocasiones a lo largo de la historia. Así, por ejemplo, en la mitología griega encontramos lo que ahora se denomina el complejo de Diana, que expresa el rechazo a la condición femenina, y el complejo de Urano, como negación de la condición masculina. El debate sobre si la distinción entre varón y mujer determina su propia identidad, ha pertenecido tradicionalmente al ámbito de la filosofía, la ética y la antropología. En el siglo XIX la sexualidad humana recibió un intenso tratamiento desde el punto de vista antropológico con las investigaciones realizadas por Ludwig Feuerbach y Freud sobre la condición sexuada del ser humano y sus consecuencias.
Actualmente, todavía bajo la influencia de la revolución del 68 que implantó la indiferenciación sexual, estamos viviendo un momento histórico en el que, sometidos a la presión de la imperante ideología de género, expresiones como hombre, mujer, padre, madre, han perdido su sentido teleológico-antropológico y se encuentran vacías de contenido, borradas por una idea de identidad absoluta e intercambiabilidad entre los sexos que lo inunda todo, desde la educación en las escuelas hasta el contenido de las leyes. La organización de las Naciones Unidas ha sido el principal catalizador de estos cambios, imponiendo unos valores globales que presupone válidos y justos, creando una nueva «ética mundial», un nuevo orden social incuestionable a pesar de su falta de fundamentación antropológica, poniendo en tela de juicio verdades antropológicas esenciales del ser humano, como la alteridad sexual. Los nuevos conceptos son ya omnipresentes. Pero el intento de vivir sin una identidad, femenina o masculina, está provocando frustración e infelicidad entre muchas personas incapaces de ir en contra de su propia esencia. La crisis de identidad es el grave problema de la sociedad contemporánea en los países más desarrollados. Estamos ante una revolución silenciosa, desestructuradora de la identidad personal, cuya meta es llegar a una sociedad sin clases de sexo, por medio de la deconstrucción del lenguaje, las relaciones familiares, la reproducción, la sexualidad y la educación.
La lucha por la igualdad en derechos y deberes entre los sexos fue a lo largo de siglos una batalla por la justicia y la dignidad de la mujer. Sin embargo, como afirmó Sigrid Undsted, «el movimiento feminista se ha ocupado tan sólo de las ganancias y no de las pérdidas de la liberación».
En la década de los setenta, una vez alcanzada cierta igualdad, al menos formal, en derechos y deberes, comenzó un nuevo movimiento feminista de corte igualitarista cuya pretensión no era ya sólo la igualdad jurídica, sino la identidad con el varón en todas las facetas de la vida. En expresión de Burgraff, reclamaban una «igualdad funcional de los sexos». De las vindicaciones limitadas al ámbito público se pasó a la exigencia de igualdad también en la vida privada, reclamando la eliminación radical del tradicional reparto de papeles entre varón y mujer, lo que afectó a facetas tan íntimas como las relaciones sexuales, la maternidad, la crianza de los hijos o el matrimonio. La mujer comenzó a renunciar a su propia esencia femenina, sin ser consciente del menoscabo que esto implicaría a largo plazo para su libertad y su pleno desarrollo personal.
Al negar radicalmente la existencia de ciertos rasgos femeninos innatos, por vez primera en su historia el movimiento feminista iba contra sí mismo, contra su propia razón de ser, y se desnortaba autolesionando a las mujeres a las que en un principio defendió. La mujer asumió de forma espontánea, y sin queja alguna, que los roles masculinos eran los justos y oportunos, que debía imitarlos para lograr la igualdad, y adoptando un comportamiento y en ocasiones un aspecto varonil se traicionó a sí misma, sacrificando su alma femenina, a cambio de ser aceptada en el universo masculino.
De este modo ha llegado hasta la actualidad la idea, fuertemente implantada en la sociedad, de que trabajar en casa, ser buena esposa y madre, es atentatorio contra la dignidad de la mujer, algo humillante que la degrada, esclaviza e impide desarrollarse en plenitud. Y que, para ser una mujer moderna, es preciso previamente liberarse del yugo de la feminidad, en especial de la maternidad, entendida como un signo de represión y subordinación: la tiranía de la procreación.
Existe cierto desprecio hacia las mujeres que trabajan en su casa o cuidan de sus hijos, que resultan estigmatizadas y son consideradas poco atractivas o interesantes y nada productivas para la sociedad; frente a aquellas que renuncian a la maternidad o al cuidado personalizado de sus hijos desde sus primeros días de vida, que aparecen ante la opinión pública como heroínas, auténticas mujeres modernas que, lejos de esclavizarse «perdiendo el tiempo» en la atención a sus retoños, se entregan plenamente a su profesión, por la que lo sacrifican todo, lo que las libera y convierte en estereotipos de la emancipación femenina.
La creación de este estereotipo inverso, beneficiada por la actitud de algunas líderes políticas, distorsiona la imagen y perjudica la vida familiar de la mayoría de las mujeres, pues favorece la organización de la vida profesional como si no fueran madres y como si los trabajadores no tuvieran obligaciones familiares; dificultando así un cambio de mentalidad sobre la importancia real de la maternidad, tanto para la mujer en sí, como para la institución familiar, base incuestionable de la sociedad, sin la cual nunca podrán adoptarse medidas verdaderamente conciliadoras para la vida familiar y laboral. Leyes como la del aborto o la Ley de Igualdad, mediante la utilización de términos contradictorios como la «salud reproductiva», referida paradójicamente a las técnicas tendentes a evitar la reproducción a toda costa, son expuestas a la sociedad como la fórmula justa para liberar a la mujer y favorecer su desarrollo personal y profesional, cuando realmente lo que consiguen es su autodestrucción, afectando a su esencia y dignidad de manera irreversible.
Como resultado de esto, muchas mujeres tienden a ocultar su sensibilidad femenina/maternal como si fuera un defecto humillante y adoptan una postura cuasi masculina, simulando ser agresivas y competitivas en sus trabajos, yendo en último término en contra de sus verdaderos deseos. Como afirma la antropóloga Hellen Fisher, «parecen creer que si reconocen estos atributos femeninos estarán caracterizando a las mujeres como seres frágiles, no suficientemente duras para trabajos difíciles».
Actualmente las mujeres en lugar de verse esclavizadas por visiones patriarcales sobre las funciones domésticas, se ven presionadas por las expectativas sobre el tipo de trabajo asalariado que parece valer la pena, y actúan tratando de satisfacer las aspiraciones que los defensores de la corrección política y los ideólogos de género han puesto en ellas, en lugar de sus propias preferencias. Se trata de un nuevo tipo de esclavitud femenina: la tiranía de la ideología de género que provoca que muchas mujeres se sientan ajenas a sus propios trabajos y enajenadas por la insoportable presión interna que les provoca el ingente esfuerzo de negarse a sí mismas, tratando de ahogar unas prioridades específicamente femeninas que luchan por manifestarse. En este sentido, es abundante la reciente bibliografía científica que demuestra la existencia de un dimorfismo sexual innato que provoca en las mujeres sentimientos e intereses claramente diferentes a los de los varones.
Disponer de la capacidad, habilidad, inteligencia y oportunidad para dedicarse a un trabajo igual que cualquier hombre no implica que la mujer quiera hacerlo o que le produzca la misma satisfacción personal que a sus homólogos masculinos. Hoy en día muchas mujeres independientes, cansadas de imitar a los hombres, quieren ser ellas mismas, aportando sus valores y cualidades, y están dispuestas a luchar contra los roles sociales que les imponen un trabajo según los cánones masculinos que implican renunciar a la maternidad y despreocuparse de la familia.
Muchas mujeres inteligentes han desenmascarado la farsa de la intercambiabilidad de los sexos creada por los ideólogos de género y hoy ya no se apuntan a vestir de corbata, olvidar a los hombres exaltando el amor lésbico o triunfar en los negocios postergando su rol de madre. En los países modernos, con la mujer incorporada al mercado laboral, a la vida política, a la sociedad en general, surge un nuevo movimiento, pospatriarcal, posfeminista, posconstruccionista, que acepta la igualdad de hombre y mujer en cuanto a derechos y deberes democráticos, pero que reconoce y defiende las diferencias innatas existentes entre ambos sexos, demostradas científicamente, y que, lejos de separarnos y perjudicarnos, nos complementan y nos enriquecen.
Exigen la corresponsabilidad e interdependencia hombre-mujer, tanto en lo privado como en lo público, y están radicalmente en contra del llamado feminismo de género por considerarlo elitista, egoísta, ginocéntrico, misoándrico y por ahondar la división de los sexos.
La mujer no tiene por qué querer lo mismo que quiere el hombre. Sus parámetros de éxito son absolutamente diferentes, como lo son los motivadores bioquímicos de sus conductas. Existe una nueva generación de mujeres que evitan los altos cargos o las jornadas laborales eternas, no porque no puedan hacerlo perfectamente, sino porque no les proporciona la satisfacción personal que ansían. Nadie ni nada les impide alcanzar los puestos más remunerados y complicados, simplemente prefieren trabajos más sencillos para poder dedicar mayor tiempo a su realización personal a través del cuidado de los hijos y de una adecuada valoración de la maternidad.
Durante muchos años los «ideales sociales» imperantes han nublado las actitudes femeninas hacia la intersección del cuidado de los hijos y el trabajo, una cuestión tan personal y con frecuencia, tan regida por la biología. Sin embargo, hoy hay abundantes estudios que demuestran que muchas más mujeres que hombres rechazan ascensos pensando en la familia, incluso cuando hablamos de los niveles más elevados. Muchas mujeres, apoyadas por sus maridos, evalúan sus prioridades y deciden a favor de la familia, no como una forma de sacrifico o autoinmolación, sino por puro placer personal, como una vía de autorrealización que las llena de felicidad. Quizá tengan menos ingresos, pero están más satisfechas.
En Estados Unidos, actualmente está extendiéndose un fenómeno llamativo: «la fuga de cerebros femeninos». Se trata de mujeres que abandonan puestos de trabajo altamente remunerados y de prestigio pero con jornadas laborales eternas, porque lejos de encontrar la felicidad se sienten frustradas y experimentan «un verdadero retrato de culpabilidad» hacia sus familias que las oprime y angustia. La economista S. A. Hewlett descubrió que el doble de mujeres que de hombres manifiestan e interiorizan el impacto negativo que ese tipo de puestos tiene sobre la familia (conducta de los hijos, rendimiento escolar, hábitos de alimentación, trastornos psíquicos…) y sienten que el trabajo entra en conflicto con sus emociones más básicas.
La posibilidad de seguir los propios deseos en lugar de hacer lo que otros creen que se debería hacer (por ser lo políticamente correcto) es una de las características de las sociedades libres más avanzadas. Que las mujeres sigan su tendencia biológica y sus preferencias innatas, en lugar de los mandatos impuestos por los ideólogos del momento, redundará en la felicidad personal de la mujer, en el bienestar de los hijos y la estabilidad familiar y, en consecuencia, supondrá un beneficio para la sociedad entera. No se trata de un retorno a tiempos pasados, sino de una actitud radicalmente progresista de mujeres que buscan el equilibrio en sus vidas y que apuestan por un futuro fascinante en el ámbito personal y prometedor en el profesional.
No reconocer las diferencias entre sexos, hace que las jornadas laborales y los puestos de trabajo sigan diseñados según los conceptos de competitividad, plena dedicación y éxito masculinos.
Muchas mujeres aman sus carreras profesionales, pero cuando su bioquímica se modifica para adaptarse a la gestación y al parto su sentido de la importancia relativa de su trabajo cambia también, como han demostrado psicólogos y psiquiatras de muy diferentes tendencias.
Las mujeres tal y como son, con toda su feminidad, integran en la empresa, como un valor incuestionable, su propia manera de percibir y comprender la realidad, tan diferente a la de los hombres.
Vivimos en una era en la que las aptitudes naturales de las mujeres están siendo demostradas. El mercado de trabajo las necesita. Se han convertido en un bien social y económico de vital importancia. Pero es preciso que la sociedad asuma que las mujeres tienen carreras menos lineales, formalizar programas de ascenso más flexibles, reconocer la maternidad como un mérito y una gran aportación social y, por lo tanto, valorada curricularmente, adoptar formas imaginativas de reincorporación al trabajo tras una maternidad, en definitiva, reconocer que las diferencias entre los sexos existen y exigen un tratamiento oportuno en términos de igualdad que necesariamente pasa por conceder ciertas distinciones y especialidades a lo que la naturaleza misma ha diferenciado.
Judy Rosener, profesora de la Graduate School of Management de la Universidad de California, cree que las compañías que utilicen a pleno rendimiento las diversas dotes de las mujeres serán las más innovadoras, productivas y rentables: «Las organizaciones que no tengan en cuenta las ventajas competitivas que representa la mujer lo hará a su propio riesgo».
Como afirmaba Indira Gandhi, «antes ser líder significaba tener buenos músculos; pero hoy en día significa llevarse bien con la gente». La facilidad de la mujer para crear redes de contacto y alcanzar consensos será cada vez más valorada a medida que las empresas vayan desmantelando las estructuras jerárquicas de gestión, dando mayor énfasis al trabajo igualitario en equipo. Con su imaginación, flexibilidad, intuición, amplia visión contextual y a largo plazo en todos los ámbitos del mundo empresarial y su destreza lingüística y social, las mujeres han logrado ya una fuerte presencia en las ocupaciones y profesiones de servicios, y dominarán muchos de estos ámbitos en años venideros, aportando a las gentes de todo el mundo soluciones imaginativas para sus preocupaciones diarias, así como nuevas e ingeniosas formas de actuación, inimaginables para el universo masculino.
Además, la mujer que ha sido madre tiene otros talentos añadidos. El «cerebro maternal» es diferente, ya que las hormonas generadas durante la gestación, parto y lactancia lo hacen más flexible, adaptable e incluso valiente, pues, en palabras de la doctora Brizendine, «tales son las habilidades y talentos que necesitarán para custodiar y proteger a sus bebés».
Y estos cambios, según los expertos, permanecen durante toda la vida. Gracias a los milenios dedicados a la crianza de niños inquietos, las mujeres han desarrollado muchas habilidades especiales: poder gestionar varios asuntos al mismo tiempo, ser práctica y versátil, ser afectiva pero objetiva, constante, paciente, ágiles en la adopción de decisiones en situaciones imprevistas y con un enorme espíritu de sacrificio y capacidad de sufrimiento. Todas estas son cualidades muy valoradas en las nuevas empresas, más ágiles, flexibles y familiares. La maternidad es, sin duda alguna, la mejor preparación para los negocios. Cualquier empresario inteligente que desee aprovecharse de las muchas virtudes del cerebro maternal deberá favorecer a la mujer en el trabajo concediéndole la flexibilidad y tranquilidad que requiere para sentir que satisface plenamente sus obligaciones de madre.
Las mujeres no son clones de los hombres, tienen diferentes influencias hormonales y respuestas neuroendocrinas distintas.
En consecuencia, si se las trata como tales, con jornadas laborales inflexibles, horarios eternos, exigencias de traslados para ascender o reuniones interminables a horas intempestivas, seguirá habiendo un éxodo femenino de aquellas que se lo puedan permitir, y una insatisfacción e infelicidad personal, que redundará en un trabajo de menor calidad, en aquellas que por falta de medios no tengan otra alternativa.
Actualmente, estamos viviendo una época, tal vez la única en toda la historia de la evolución humana, en la que ciertos sectores ideológicos y políticos tratan de convencer a la sociedad de la identidad de ambos sexos. Prefieren ignorar la creciente bibliografía que demuestra científicamente la existencia de diferencias genéticas heredadas y mantienen en su lugar que hombres y mujeres nacen como hojas en blanco, en las que las experiencias de la infancia marcan la aparición de las personalidades masculina o femenina.
Superado el 68, la verdadera revolución sexual será aquella que, recobrando los fundamentos antropológicos esenciales del ser humano y sustentándose en los descubrimientos científicos sobre la alteridad sexual, reconozca que la mujer y el hombre, cada uno desde su perspectiva, realizan un tipo de humanidad distinta, con valores y características propias.
En contra de la ideología imperante distorsionadora de la realidad, es necesario recordar cómo la naturaleza humana y la dimensión cultural se integran en un proceso amplio y complejo que constituye la formación de la propia identidad, en la que ambas dimensiones, la femenina y la masculina, se corresponden y complementan. No se trata de un retroceso conservador, sino de un progreso con visión de futuro, pues reconociendo las diferencias se podrá abrir un debate productivo sobre cómo corregir los desequilibrios, y una cuestión de justicia, porque el ser humano sólo alcanzará su plena realización existencial cuando se comporte con autenticidad respecto de su condición, femenina o masculina.
María Calvo Charro, en nuevarevista.net.
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