La Iglesia “escucha”, no para acomodar la palabra de Cristo, la palabra de Dios, a los oídos de las personas de cada siglo, de cada ambiente; no escucha para dar lecciones y mejorar la economía, o regular los vaivenes…
Ya hemos recordado en el artículo anterior el núcleo central de las enseñanzas de la Iglesia, de la Iglesia de Cristo, fundada por Él, y que seguirá adelante en el curso de la historia de los hombres, hasta que llegue el final del tiempo.
Para que la palabra y la vida de Dios que ha recibido, escuchado y meditado a lo largo de dos mil años, y que tiene que anunciar y enseñar hasta el fin de los tiempos, llegue a todos los rincones del mundo la Iglesia procura actuar como lo han hecho los primeros cristianos, como lo hizo san Pablo en Atenas. El apóstol, al recorrer las calles de la ciudad descubre una multitud de dioses que veneraban los atenienses. Y descubre también un pequeño altar al “dios desconocido”, que le sirve para ser consciente de la necesidad que tenían los atenienses, como todo ser humano, de descubrir al verdadero Dios, de conocer a Cristo, Dios y hombre verdadero.
San Pablo ha sabido escuchar el latir del corazón de aquellos hombres, y les predica a Cristo Muerto y Resucitado. En Él descubrirán el verdadero sentido de su vida y de sus preocupaciones
La misma actitud tuvo Pablo VI al escribir la Humanae vitae. Ha querido recordar a todos los hombres los preceptos de la ley natural, la ley moral y las palabras de Cristo, que dan pleno sentido a las normas para vivir una vida plena humana y sobrenatural en el matrimonio, y especialmente en la vida íntima de los esposos, y en la alegría de la transmisión de la vida, siguiendo y cooperando con el plan de Dios Creador.
“Nuestra palabra no sería expresión adecuada del pensamiento y de las solicitudes de la Iglesia, Madre y Maestra de todas las gentes, si, después de haber invitado a los hombres a observar y a respetar la ley divina referente al matrimonio, no les confortase en el camino de una honesta regulación de la natalidad, aun en medio de las difíciles condiciones que hoy afligen a las familias y a los pueblos. La Iglesia, efectivamente, no puede tener otra actitud para con los hombres que la del Redentor: conoce su debilidad, tiene compasión de las muchedumbres, acoge a los pecadores, pero no puede renunciar a enseñar la ley que en realidad es la propia de una vida humana llevada a su verdad originaria y conducida por el Espíritu de Dios” (Humanae vitae, n. 19).
En esta como en tantas otras materias, la Iglesia escucha el clamor de redención, de salvación que se esconde en lo hondo de cualquier alma humana; escucha el clamor del pecador que anhela arrepentirse y pedir perdón, y tener −con experiencia o sin ella− la alegría de ser perdonado por el mismo Hijo de Dios; el clamor de los pobres de espíritu que anhelan el reino de los cielos; el clamor de los que tienen hambre y sed de justicia;…
No escucha, en cambio el clamor del así llamado “espíritu del siglo”, que nadie sabe lo que es, que cada uno se puede inventar y vivir a su manera, y que sirve de bien poco. Lo sabe y lo conoce, pero no lo escucha, porque la Iglesia está para anunciar la salvación que Dios nos ofrece, no para vernos caminar por senderos que nos llevarían al fracaso como seres humanos, y a la pérdida de la amistad con Dios, que nos abre a la Vida Eterna, aunque los caminásemos con toda la libertad del mundo,
Escuchar es sin duda necesario; y la Iglesia −no este eclesiástico o el otro, sea quien sea y esté más o menos encumbrado− lo hace para llevar adelante su misión con el espíritu que recuerda muy bien estas palabras muy claras de la Gaudium et spes, n. 44: “Es propio de todo el pueblo de Dios, pero principalmente de los pastores y de los teólogos, auscultar, discernir, e interpretar, con la ayuda del Espíritu Santo, las múltiples voces de nuestro tiempo y valorarlas a la luz de la palabra divina, a fin de que la Verdad revelada pueda ser mejor percibida, mejor entendida y expresada en forma más adecuada” (44).
La Iglesia “escucha”, no para acomodar la palabra de Cristo, la palabra de Dios, a los oídos de las personas de cada siglo, de cada ambiente; no escucha para dar lecciones y mejorar la economía, o regular los vaivenes del clima que están yendo y viniendo desde la creación del mundo. Escucha para encontrar las palabras adecuadas y anuncia la Verdad eterna de Cristo; el Amor eterno de Dios Padre, la sabiduría eterna del Espíritu Santo, para que los hombres de cada época, puedan llegar a vivir la riqueza de sabiduría, de bondad, de amor, que Dios les ofrece.
Es la labor que la Iglesia ha llevado a cabo a lo largo de los siglos −la Tradición−, que Pablo VI ha realizado con la Humanae Vitae, y que nos permite ahora, a todos los creyentes, decir con Paul Claudel: “No conocía un solo sacerdote. No tenía un solo amigo católico. (…) Pero el gran libro que se me abrió y en el que hice mis estudios, fue la Iglesia. ¡Sea eternamente alabada esta Madre grande y majestuosa, en cuyo regazo he aprendido todo!”.