Evangelio del 23º domingo del Tiempo ordinario (Ciclo A) y comentario al evangelio
Si tu hermano peca contra ti, vete y corrígele a solas tú con él. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano. Si no escucha, toma entonces contigo a uno o dos, para que cualquier asunto quede firme por la palabra de dos o tres testigos. Pero si no quiere escucharlos, díselo a la iglesia. Si tampoco quiere escuchar a la iglesia, tenlo por pagano y publicano.
Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo.
Os aseguro también que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra sobre cualquier cosa que quieran pedir, mi Padre que está en los cielos se lo concederá. Pues donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos.
Componen el evangelio de este domingo tres dichos de Jesús que regulan aspectos importantes para la futura vida de la Iglesia: la corrección fraterna entre los fieles, el poder de atar y desatar otorgado a los apóstoles y sus sucesores y la eficacia de la oración en común.
El mensaje de Jesús no hace impecables a los hombres; pero sí les pide amarse unos a otros a pesar de sus defectos y errores. Una muestra clara de este amor es la mutua ayuda por medio del perdón y de la corrección. Con esta primera enseñanza, Jesús invita a cada uno a vivir el papel de un juez misericordioso que trata con comprensión a quien le ha agraviado o yerra en algo. Por eso, “la práctica de la corrección fraterna −que tiene entraña evangélica− es una prueba de sobrenatural cariño y de confianza −decía san Josemaría−. Agradécela cuando la recibas, y no dejes de practicarla con quienes convives”[1]. La corrección fraterna evita también, como señala el Papa Francisco, “esa amargura del corazón que lleva a la ira y al resentimiento y que nos conducen a insultar y agredir. Es muy feo ver salir de la boca de un cristiano un insulto o una agresión. (…) Insultar no es cristiano”[2].
Sobre la corrección fraterna, verdadero acto de nobleza y amistad, hablaron bastantes Padres de la Iglesia, quienes sacaban consecuencias prácticas a partir de las palabras de Jesús. Por ejemplo, san Agustín amonestaba así a sus fieles: “debemos, pues, corregir al hermano por amor; no con deseos de hacer daño, sino con la cariñosa intención de lograr su enmienda. Si así lo hacemos, cumpliremos muy bien el precepto”[3].
En cuanto al segundo dicho de Jesús (v. 18), el Catecismo de la Iglesia explica que «las palabras atar y desatar significan: aquel a quien excluyáis de vuestra comunión, será excluido de la comunión con Dios; aquél a quien recibáis de nuevo en vuestra comunión, Dios lo acogerá también en la suya. La reconciliación con la Iglesia es inseparable de la reconciliación con Dios» (n. 1445). Después de hablar de la reconciliación entre hermanos, Jesús entrega a sus apóstoles la potestad de reconciliar a los fieles con la Iglesia. Este poder se expresa ordinariamente por medio de la confesión de los pecados a través del confesor, que ha recibido el poder del obispo, sucesor de los apóstoles.
Por último, Jesús se refiere a “otro fruto de la caridad en la comunidad: la oración en común −decía Benedicto XVI−. La oración personal es ciertamente importante, es más, indispensable, pero el Señor asegura su presencia a la comunidad que −incluso siendo muy pequeña− es unida y unánime, porque ella refleja la realidad misma de Dios uno y trino, perfecta comunión de amor”[4]. Cuando oramos juntos no solo movemos a Dios a concedernos lo que pedimos, sino que además se nos regala la presencia del mismo Dios entre nosotros que es, en definitiva, el principal don que podemos y debemos pedir.
Como explica el Magisterio, “Cristo está siempre presente en su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica. Está presente en el sacrificio de la Misa, tanto en la persona del ministro, ofreciéndose ahora por ministerio de los sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la cruz, como, sobre todo, bajo las especies eucarísticas. Está presente con su fuerza en los sacramentos, de modo que, cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza. Está presente en su palabra, pues, cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es Él quien habla. Está presente, por último, cuando la Iglesia suplica y canta salmos, pues él mismo prometió: Donde dos o tres estén reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”[5].
Fuente: opusdei.org.
[1] San Josemaría, Forja, n. 566.
[2] Papa Francisco, Ángelus, 7 de septiembre de 2014.
[3] San Agustín, Sermón 82.
[4] Papa Benedicto XVI, Ángelus, 4 de septiembre de 2011.
[5] Conc. Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, n. 7.
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