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«En mi infancia recibí una buena educación católica pero en la adolescencia mis amigos me decían: “Dios no existe, qué tontería, hay que progresar, hay que modernizarse…”. Y yo me dejaba llevar... A veces es bueno que venga alguien y te hable claro, y a mí, San Josemaría me habló a través de ese libro…
Incluimos el escrito de J.A., joven ex-presidiario, quien afirma que “gracias a Dios, tomó mi vida para reconstruirla de nuevo”.
Tenía 29 años y llevaba dos en prisión a causa de un delito. Por aquel entonces, veía a Dios muy lejos de mi vida. Le veía a Él en el cielo y a mí en la tierra. Lo único que tenía claro era que existía.
No sabía nada de San Josemaría Escrivá, hasta que una Religiosa de las Hijas de la Caridad me trajo un libro llamado Amigos de Dios. Después de leer dicho libro, puedo decir que, ahora sí sé que Dios no sólo está en el cielo y en la tierra, sino que también está dentro de mí.
En mi infancia recibí una buena educación católica pero en la adolescencia mis amigos me decían: «Dios no existe, qué tontería, hay que progresar, hay que modernizarse…». Y yo me dejaba llevar... A veces es bueno que venga alguien y te hable claro, y a mí, San Josemaría me habló a través de ese libro.
Me di cuenta de lo lejos de mi vida que había dejado al Señor y de cuánto le había defraudado. Ahí empecé a entender que Dios no es un número de socorro para llamar en caso de emergencia; descubrí que hay que quererle en las buenas y en las malas, y hay que tenerle siempre al lado, porque sin Él, no se puede hacer nada.
Gracias a ese libro empecé un camino que hasta hoy no me he arrepentido de tomar. Empecé a leerme todos los libros de San Josemaría y se los prestaba a mis compañeros de la cárcel, ¡que no me los devolvían!
Al pasar la cruz de la JMJ por la prisión, algo fuerte me sacudió el corazón y nació un sueño, un proyecto maravilloso: traer a mi hermana, que vivía en mi país, a la JMJ de Madrid y participar con ella. Yo trabajaba en la lavandería de prisión y ganaba muy poco dinero, pero ahorrándolo podía empezar a planteármelo seriamente.
Por aquel entonces mi hermana tenía 20 años, estudiaba en la Universidad y no contaba con los recursos económicos para poder venir. Mi familia se rompió hace seis años: mi padre abandonó a mi madre y las dejó, a ella y a mi hermana, prácticamente desahuciadas. Mi hermana, es cierto, estudia gracias a mi padre, pero con muchos esfuerzos.
Con esta ilusión, puse toda mi esperanza en el Señor y, después de un año de privarme de hasta lo más mínimo, logré reunir el dinero y enviárselo. Así, ella pudo inscribirse en la JMJ con la delegación oficial de la Conferencia Episcopal de mi país.
Cuando parecía que el sueño empezaba a hacerse realidad, a mí me denegaron el permiso para asistir a la JMJ. Llevaba cumplidos 4 años de una condena de 6, me quedaban 3 meses para obtener la libertad condicional, e inexplicablemente, la prisión, sabiendo que mi hermana venía y que yo había reunido el dinero con mucho sacrificio, me denegó los permisos sin razón alguna.
A dos meses de la JMJ estaba que me tiraba de los pelos; había escrito cartas al director de la prisión, al juez, a la Fuerza de Vigilancia Penitenciaria… les explicaba mi situación y la ilusión que me hacía vivir la JMJ con mi hermana, después de 4 años sin verla y sin ver a nadie de mi familia, ya que en España no tengo a nadie. No recibía respuesta y ya empezaba a perder la esperanza. Veía la JMJ a la vuelta de la esquina y estaba a punto de darme por vencido. En ese momento, mi hermana empezó una novena a San Josemaría, 9 días de mortificación, oración y recogimiento, pidiéndole que me dieran ese permiso que tanto necesitaba.
Ya me había hecho a la idea de que sólo mi hermana estaría en Madrid en agosto; para mí eso era lo más importante. Sin embargo, no dejaba de sentir por dentro la impotencia de que, a pesar de tanto esfuerzo, de tantas privaciones, no iba a poder acompañarla y que tendría que conformarme con verla dos horas tras un cristal. Tanto viaje para verla así.
Entonces, sucedió el milagro: el día después de que mi hermana terminara la novena, el décimo día, me llegó la resolución de la Fuerza, en donde resolvía autorizarme a salir los seis días de la JMJ para ir a Madrid y reencontrarme con ella.
No podía creerlo, pero por fin llegó la fecha de la JMJ y volví a ver a mi hermana. El momento culmen de esa semana fue el encuentro de los jóvenes con el Papa en Cuatro Vientos. Aquella noche decidí no hacer esperar más al Señor; decidí entregarle mi vida, vivir sólo para Él. Vivir en santidad, santificar mi trabajo, mis estudios, que empiezo a retomarlos; y santificar mi vida y la de los demás.
San Josemaría me ha enseñado a vivir: ese hombre me hizo reaccionar y le debo mucho de lo que soy. Él me formó espiritualmente y me ayudó a limpiarme por dentro, a perdonar, a pedir perdón, a perdonarme a mí mismo, y me enseñó que Jesús es realmente nuestro amigo, nuestro Padre, y que nos ama más que nadie. Antes de conocerle yo no tenía nada, no era nada. Ahora soy feliz y mi vida, gracias a Él, por fin tiene sentido.
Ahora que ya he cumplido mi condena, he vuelto a mi tierra distinto de como entré a la prisión; y todo gracias a Dios, que tomó mi vida para reconstruirla de nuevo. Ahora que le he entregado mi vida me estoy preparando para, si Dios quiere, acceder al seminario.
J. A.
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