El camino de continua conversión implica una peregrinación interior hacia la verdad, cuya conmoción en la conciencia personal impele a abandonar el absurdo y a la búsqueda incesante de una autenticidad sin límites
¿Puede el ser humano cambiar de carácter a lo largo de su existencia? ¿Se produce la transformación de modo paulatino o repentino? ¿Afecta al ámbito innato de la persona o solo al adquirido mediante el aprendizaje? ¿Guarda relación con la edad o puede producirse en cualquier etapa de la vida? Son éstas cuestiones controvertidas. Responder a ellas es todavía más difícil si el planteamiento se traslada a la dimensión espiritual del individuo, cuyo abismo es insondable por naturaleza. Baste recordar al respecto la advertencia de san Agustín (354-430): “Los hombres pueden hablar, pueden ser vistos a través de las acciones que hacen con sus miembros, pueden ser escuchados en sus conversaciones; pero ¿de quién se puede penetrar el pensamiento?, ¿de quién se puede leer en su corazón?”.
Sin embargo, es innegable que todo ser humano experimenta una necesidad natural de cambio. El instinto de superación espiritual es una buena muestra de esta tendencia y la conversión religiosa su manifestación más radical. En el caso de la vivencia de la fe cristiana, el tránsito del creyente por este mundo lleva aparejada la satisfacción de un deseo de transformación que le acerque a la mayor perfección posible. Este camino de continua conversión implica una peregrinación interior hacia la verdad, cuya conmoción en la conciencia personal impele a abandonar el absurdo y a la búsqueda incesante de una autenticidad sin límites.
Cuando aparecen expuestos con toda su crudeza viejos planteamientos erróneos, actitudes viciadas y orientaciones negativas que −aun inconscientemente− condicionaron la conducta de la persona con respecto a Dios, resulta difícil no sentir el deseo de desprenderse para siempre de aquellas antiguas tendencias. La experiencia del sinsentido total o parcial de un mundo sin Dios y el consiguiente sufrimiento que ello comporta conducen a la conversión. Por medio de ella, el hombre se reencuentra con el Ser Supremo, renace a sí mismo y se reintegra en la gran familia de la creación armonizada con su Creador.
Pero este proceso acontece con frecuencia de forma lenta y, en ocasiones excepcionales, de modo súbito. Esta última expresión es la que se dio en la trayectoria vital de Narciso Yepes (1927-1997), el genial músico murciano que llegó a ser un referente universal en guitarra clásica. Salvo su bautismo, llevado a cabo nada más venir al mundo, no recibió ni una sola noción que ilustrase y alimentase su fe hasta los veinticinco años de edad, por lo que su vida de cristiano tuvo un largo paréntesis de vacío: no practicó, ni creyó, ni le preocupó lo más mínimo la vida espiritual y la trascendencia, de modo que Dios no contó en su existencia.
Sin embargo, en la mañana del 18 de mayo de 1951 −cuando se encontraba en París, acodado en un puente del Sena viendo fluir el agua− escuchó en su interior una voz que le preguntaba ¿Qué estás haciendo? En ese instante todo cambió para él: sintió la necesidad de plantearse por qué y para quién vivía, respondió inmediatamente, entró en la iglesia más próxima y habló con un sacerdote durante tres horas. A partir de ese día buscó instrucción religiosa para su fe católica, dormida de 1927 a 1951, y al año siguiente comulgó por primera vez. Desde aquel momento el Todopoderoso entró definitivamente de lleno en su vida. Desde entonces nunca dejó de creer en Él, de amarle y de ser consciente de que Dios le amó siempre.
La de Yepes fue una conversión súbita, inesperada y sencilla, pero no todas son así, porque −como él mismo explicó después− “cada hombre es un proyecto divino distinto y único; y para cada hombre Dios tiene un camino propio, unos momentos y unos puntos de encuentro, unas gracias y unas exigencias”. Lo que sí tienen en común todas las conversiones es que en ellas se da la maravillosa intervención del Espíritu Santo, que, penetrando el corazón humano y venciendo su resistencia interior, se transforma en “dulce huésped del alma”. De esta forma, la conversión del individuo se realiza cuando, gracias a la confluencia de todas sus potencias espirituales, apuesta por la fe en la verdad eterna.
Es −según describió Evelyn Waugh (1903-1966), novelista británico converso al catolicismo− “como salir a través de una chimenea de un mundo de espejos donde todo es una caricatura absurda, para entrar en el auténtico mundo creado por Dios”. En ese preciso momento se produce el inicio de la peregrinación del alma en busca del designio liberador de Dios, que, desde siempre, desea salvar −en Cristo− a todos los hombres para que vivan con Él una existencia sin fin. Este es el plan eterno de regeneración de la humanidad, expresión concreta de la presencia de la misericordia de Dios en el mundo. Gracias a ella el intérprete musical de Recuerdos de la Alhambra estaba convencido de que “el hombre, por muy abyecto que sea, siempre está a tiempo para dejar de serlo”.