Si se establecen excepciones o se jerarquiza el valor de la vida humana, de modo que unas valgan más que otras, es muy corto el paso que falta para justificar un genocidio
Probablemente no sea el único a quien sorprendieron las manifestaciones del movimiento Black lives matter. Como alguien a quien sacan de un sueño (pesadilla, en este caso) o de una burbuja aislada del mundo, me costó digerir de repente un tema que no tuviera relación directa con la pandemia que vivimos, acostumbrado a que monopolizara las noticias de todos los medios. Quizás esa extrañeza, ese mirada con ojos nuevos, desde la distancia, como la del que es ajeno y mira desde fuera (no porque no le afecte el problema, sino porque no estaba preparado para él) me llevó a un examen más minucioso del tema.
Es cierto que la pandemia ha revolucionado de forma tan brusca todo nuestro mundo, que ha roto con la cotidianidad, tan buena para algunas cosas; pero tan mala para enfrentarse a los problemas: la repetición de lo malo nos hace vivir anestesiados, nos insensibiliza ante una realidad que debería removernos. La extrañeza que me produjo la noticia, sin embargo, no solo se debió a este hecho: algo en todo el problema (una sensación de anacronismo) me transportaba al siglo pasado, a una época que debería estar ya superada, al menos desde la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Un análisis detallado del lema de los manifestantes me llevaba a una de las claves de la ecuación. Dicho lema, nombre también del movimiento social que lo proclama, es o debería ser una obviedad: la vida de los negros importa, no por ser negros, sino porque son seres humanos. Si lo primero hoy en día necesita ser proclamado es porque no tenemos muy claro lo segundo, algo está fallando. Estamos, por tanto, ante un problema de foco, el clásico arreglar la casa por el tejado.
Se trata de un desenfoque que no se arregla con unas gafas, que llevamos arrastrando ya demasiado tiempo, porque esconde una concepción antropológica muy dañina que se está implantando en nuestra sociedad de forma lenta pero segura. La vida de los negros importa, la vida de los ancianos (o de los mayores de X) importa, la vida de las mujeres importa, la vida de los homosexuales importa, la vida de los inmigrantes importa, la vida de los niños, nacidos o no, importa, la vida de los enfermos importa, la vida de los que padecen algún síndrome, peculiaridad o enfermedad importa. Importa cualquier vida humana e importan todas por igual. Todas ellas tienen el derecho de existir, tenemos el deber de conservarlas y de evitar cualquier tipo de violencia contra ellas, el deber de protegerlas. Esta debería ser la base de cualquier legislación (o ejecución, incluso excepcional, de la ley). Si esto no se tiene muy claro, el resto de la legislación carece de los cimientos fundamentales, y con ella la sociedad que lo respalde. Si se establecen excepciones o se jerarquiza el valor de la vida humana, de modo que unas valgan más que otras, es muy corto el paso que falta para justificar un genocidio. Si se establece que determinados beneficios personales, comunitarios, sociales, económicos, sanitarios, o de cualquier índole están por encima de la vida de un solo individuo, cualquier vida acaba siendo prescindible.
La vida humana tiene valor en sí misma y cualquier humano tiene por ello una serie de derechos fundamentales intrínsecos a su condición. Esa debe ser la idea que subyazca a cualquier decisión gubernamental y la premisa que sustente cualquier debate actual: racismo, cuidado de los ancianos en las residencias y derecho a asistencia, inmigración, eutanasia, violencia en la familia, aborto, homofobia, ecología, tortura, pena de muerte… Si se pierde esa premisa, cualquier decisión será un golpecito a la brújula, contribuirá a perder el norte.
El problema del cambio paulatino en la concepción antropológica que mencionaba antes es que cuando las cosas se rompen de golpe, a menudo es sencillo repararlas: es fácil hacer que todo vuelva a encajar. Cuando algo se va erosionando, sufre un deterioro constante y en varios focos, la solución puede llevarnos al tristemente famoso Ecce Homo de Borja. Hoy, a menudo, el foco está sobre todo en el ser humano como problema y su muerte (o daño) es, como mucho, un daño colateral, un mal menor, cuando no la solución. Pero si importa el humano, si importa la vida humana, importa lo demás, el mundo que le rodea; si no, el instinto de supervivencia y el egoísmo relativizan cualquier daño que se pueda causar y vamos perdiendo añicos para recomponer el puzle.
Alberto de Lucas Vicente es Investigador del Instituto Cultura y Sociedad, Universidad de Navarra