El derecho al ejercicio de la libertad es una exigencia inseparable de la dignidad de la persona
Las Provincias
Es cierto que el Estado debe cubrir las necesidades básicas de los ciudadanos siempre que falte la iniciativa social, pero si el Estado suple a los individuos o a las sociedades menores, ya está atentando contra su libertad de crear todo lo que le sea posible
Hace unos años escribí un artículo con la misma temática que éste. Un ilustre profesor, y viejo militante socialista, me respondió desde su columna tildándome de anarquista. Lo hacía con la delicadeza propia del que sabe discrepar sin herir y con la confianza del buen trato existente entre ambos. Comimos juntos después y hasta nos reímos con nuestras discrepancias.
He recordado este agradable suceso mientras leo un magnífico editorial de Las Provincias titulado "Educación en libertad". Basa su defensa de la libertad sobre tan importante asunto en los datos conocidos del espectacular aumento de alumnos en los colegios concertados, así como de la caída en los centros públicos. Resulta que la libertad es hasta rentable porque, además de que la Administración no necesita construir colegios, los alumnos concertados le salen por la mitad de precio. Lo sorprendente es que, ante estos datos, siempre que se reclama una enseñanza de calidad se pide la pública, mientras que muchas familias la buscan en otra parte. Incluso se pretende obligar a llenar los centros públicos y no permitir más concertados, cuando lo realista y responsable sería ir pensando qué hacer con los primeros.
La manía de algunas formaciones políticas o sindicales por lo público, es disonante con los tiempos y con la libertad. Constituye una especie de tic sobre el que reflexionar. Es cierto que el Estado debe cubrir las necesidades básicas de los ciudadanos siempre que falte la iniciativa social, pero si el Estado suple a los individuos o a las sociedades menores, ya está atentando contra su libertad de crear todo lo que le sea posible. El estatismo ha invertido los términos, permitiendo a la sociedad la realización de tareas desatendidas por la Administración Pública. Tal inversión del principio de subsidiaridad es nociva en sí misma: mata iniciativa, creatividad, capacidad emprendedora y, sobre todo, la libertad.
Afirmó el Concilio Vaticano II algo útil para todos: «La libertad se vigoriza cuando el hombre acepta las inevitables obligaciones de la vida social, toma sobre sí las multiformes exigencias de la vida humana y se obliga al servicio de la comunidad en la que vive». Todo esto viene dificultado por un Estado absorbente, enraizado en totalitarismos precedentes y sus epígonos de lo políticamente correcto, derivación plácidamente aceptada por una Europa que admitió en su día el marxismo, tal vez con deliberada ignorancia, como consiente ahora formas veladas de totalitarismo edificado por leyes constrictoras de la libertad. Una expresión humorística del asunto podría ser el "No podemos conducir por usted". Menos mal.
Toda persona es libre y responsable y tiene la facultad nativa de ser tratada como tal. Por eso, el derecho al ejercicio de la libertad es una exigencia inseparable de su dignidad. En las sociedades democráticas es más difícil restringir ese derecho, pero es de fácil manipulación llevándolo a una libertad sin sentido, o driblando derechos humanos como capacidad para buscar la verdad y profesar las propias ideas religiosas, culturales y políticas, expresar sus opiniones —sabemos que hay temas tabú sobre los que no se puede opinar, como identificar sexo y género—, decidir el oportuno estado de vida y, dentro de lo posible, el propio trabajo, asumir iniciativas de carácter económico, social y político, posibilidad de educar a los hijos según las personales convicciones, realidad de una justicia verdadera...
Pues bien, esos derechos caen por un estatismo quizá bienintencionado, pero restador de libertad. Muchos pueden pensar que ahora hay más libertades que nunca y no les falta razón. Mas ¿son esas las libertades que perfeccionan al hombre? Algunos dirán que ahora se puede investigar con embriones, puede drogarse, puede abortar o divorciarse, puede casarse sin distinción de sexos,... Existen otras más serias, pero las citadas no son las libertades que cimentan una verdadera sociedad democrática, es más: no son libertad.
Muchos pensamos que más interesante es la existencia de mayores oportunidades para participar en la vida social, económica, cultural, política, informativa; de promover unos niveles de solidaridad más altos entre personas, sociedades, comunidades autónomas, pueblos; de suscitar más valores y virtudes que fundamenten la vida social: la verdad, la lealtad, la justicia, la laboriosidad, la sobriedad y la templanza, el uso justo de los bienes materiales o del espíritu, el derecho al trabajo y vivienda, etc. Todo esto no es una suerte de teoría mientras que lo enumerado anteriormente sería la práctica. Todo se traduce luego en leyes y conductas que determinan la suerte de un pueblo. Y todo queda disminuido por una excesiva intervención del Estado.
Sirvan de final unas palabras escritas por el cardenal Ratzinger en su obra Verdad, valores, poder: la libertad conserva su dignidad cuando permanece vinculada a su fundamento y a su cometido morales. Una libertad cuyo único argumento consista en la posibilidad de satisfacer las necesidades no sería una libertad humana, seguiría recluida en el ámbito animal. La libertad individual huera se anula a sí misma porque la libertad del individuo sólo puede subsistir en un orden de libertades. La libertad necesita una trama común, que podríamos definir como fortalecimiento de los derechos humanos.