Resulta inevitable hablar −alguien pensará que menos de lo debido−de la crisis profunda de la identidad espiritual de occidente
No es nostalgia, sino sentido de la oportunidad. Ha pasado poco más de un siglo de la publicación por Oswald Spengler de La Decadencia de Occidente, justo al final de la primera gran guerra. Muchas cosas han sucedido desde entonces, y no pocas esperanzadoras, como la constitución de la Unión Europea, años después del segundo gran conflicto mundial. Luego, la caída del Muro abrió nuevos horizontes de libertad y convivencia que, por desgracia, no acaban de consolidarse.
Nadie podía predecir que la expansión de un virus maligno, procedente de China, pondría todo patas arriba en el mundo entero; quizá de modo especial, en los países más desarrollados y tan seguros de sí mismos que bordeaban la arrogancia.
Un amigo se hacía eco hace unos días de la perplejidad de los epidemiólogos ante la difusión de la patología en las naciones más avanzadas: Europa, Estados Unidos, Canadá. Recuerdo el mensaje de tranquilidad que lanzó algún experto, a primeros de marzo: no había que tener miedo, ni pensar en los precedentes históricos, ni en grandes creaciones literarias como las de Manzoni o Camus; porque el desarrollo científico y clínico era capaz de superar los problemas.
La gran sorpresa es que, contra toda lógica, la pandemia causa muchas más víctimas en los países desarrollados que en zonas donde lo endémico es el déficit en educación e higiene, el exceso de insalubridad, los hacinamientos. Como si, a juicio de un articulista, la pobreza y la inmundicia crearan su propia inmunidad.
Ojalá sea así, porque el virus avanza velozmente, por desgracia, en Iberoamérica y en varios países africanos. Por otra parte, es también un hecho que, en los países desarrollados sufren más los efectos de la pandemia las minorías étnicas o los habitantes de barriadas más pobres. En la violencia desatada en Estados Unidos a raíz del caso George Floyd, no deja de influir el profundo malestar ante las tremendas diferencias sociales y étnicas reveladas por el virus: las muertes de afroamericanos son casi el triple de las de blancos, latinos y asiáticos; para The Economist, esa vulnerabilidad es una “emergencia nacional”. Algo semejante sucede en Reino Unido, aunque algo mejor: la diferencia es del doble o del 1,8 para los procedentes de Bangladesh y Pakistán.
La complejidad del problema se resiste a simplismos y estereotipos, pero resulta inevitable hablar −alguien pensará que menos de lo debido−de la crisis profunda de la identidad espiritual de occidente. No hace falta entrar en política, para desear que el mundo supere el grave déficit de liderazgo en un momento tan delicado. No se trata sólo de España, ni mucho menos. El problema es grave también en Estados Unidos, en Canadá o en Gran Bretaña; tampoco suben en las encuestas de popularidad bastantes de los líderes europeos.
De ahí el pensamiento recurrente de que sería momento para volver a empezar, para forjar una auténtica reconstrucción, y no económica. Hay que ir más allá −o más atrás− de Keynes o de planes a lo Marshall. Más bien se trataría de atender las llamadas de grandes figuras intelectuales. Me referiré sólo, también por cuestión de espacio, a una reciente entrevista a Rémi Brague, historiador de la filosofía, nacido en 1947, autor de importantes ensayos sobre el futuro de Europa.
Brague ha analizado en diversas ocasiones la incongruencia de no reconocer la herencia recibida. Expone brevemente cómo el cristianismo catalizó en su momento el nacimiento de las naciones de Europa. “La fusión de los habitantes romanizados del Imperio con los inmigrantes ‘bárbaros’ se produjo a través de la participación en una sola fe: los recién llegados adoptaron la religión de los conquistados”. Arrancaron así dos movimientos de largo alcance, constitutivos de Europa: la separación entre lo nacional y lo religioso y la apropiación de la herencia clásica; en consecuencia, “facilitó esa larga serie de Renacimientos que han impreso su sello en la historia cultural europea”.
Suele repetir un argumento muy laical, que potencia la autonomía de lo temporal, abierto al espíritu: el cristianismo no tiene que decir a occidente nada que no sepa desde hace mucho tiempo. “Solo hay una cosa que el cristianismo tiene la posibilidad y el deber de enseñar a los europeos de hoy: ver lo humano incluso donde otros solo ven lo biológico para seleccionar, lo económico para explotar, lo político para manipular”. Estas palabras, escritas hace años, son tremendamente actuales; podrían servir de punto de apoyo para esa reconstrucción de nuevo cuño indispensable en el futuro inmediato.