Cada persona humana es única, aunque seamos centenares de millones. Dios creó el mundo para nosotros, y para que nosotros lo elevemos hasta Él, sirviéndole y amándole
He aquí la raíz más profunda de la dignidad humana. Es una de las primeras y principales verdades reveladas por Dios: “Dios creó al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó” (Génesis 1, 27). La persona humana no es un ente más entre todos los que integran el universo; es la “única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma” (Conc. Vaticano II. Const. Gaudium et spes, n. 24), puesto que cada hombre es persona, singular e irrepetible. Sólo él es “capaz de conocer y amar a su Creador” (Gaudium et spes, n. 12). El amor de Dios resplandece de un modo especial en la creación del hombre. Como escribe Santa Catalina de Siena: “¿Qué cosa, o quien, fue el motivo de que establecieras al hombre en semejante dignidad? Ciertamente, nada que no fuera el amor inextinguible con el que contemplaste a tu criatura en ti mismo y te dejaste cautivar de amor por ella. Por amor lo creaste, por amor le diste un ser capaz de gustar tu Bien eterno” (El Diálogo 4, 13).
Cada persona humana no es solamente algo, sino alguien. La persona conoce y posee su propia intimidad, dispone libremente de sus actos, puede amar y darse a las otras personas y al mismo Dios. Además, al recibir el don de la gracia ha sido llamada a una particular amistad con Dios, a quien da una respuesta propia de fe y de amor. Cada persona humana es única, aunque seamos centenares de millones. Dios creó el mundo para nosotros, y para que nosotros lo elevemos hasta Él, sirviéndole y amándole. Toda vida humana, aun la más débil, limitada o disminuida, es digna de consideración y de amor. Si Dios ama tanto a cada uno de nosotros, ¿quién soy yo para despreciar o marginar a nadie?
¿Quién es el hombre? Hay en él un profundo misterio: es capaz de todas las bajezas y de todas las grandezas. No hay dos personas iguales. Cada persona es siempre sorprendente, y nunca acabamos de conocerla por completo. He aquí una profunda razón para que sea imposible la clonación de las personas humanas. Técnicamente parece demasiado difícil e improbable. Moralmente sería una acción gravemente reprobable. Pero, además, es metafísicamente imposible, ya que la persona, cada persona, es íntimamente suya, incomunicable, irrepetible; aunque pueda haber semejanzas externas.
El Concilio Vaticano II hace una afirmación de gran alcance antropológico: “Realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo Encarnado” (Const. Gaudium et spes, n. 22). Sólo mirando al que, además de perfecto Dios, es también perfecto hombre, podemos vislumbrar la dignidad y la grandeza de cada persona humana. La Biblia y los Padres de la Iglesia nos hablan de Jesucristo como nuevo Adán, cabeza de la humanidad restaurada y resurgida por la obra de la Encarnación y de la Redención. Del primer Adán recibimos la vida natural, pero de Cristo hemos sido renacidos, después del pecado, a la vida superior de los hijos de Dios.
He aquí también la más fuerte razón para la fraternidad entre todos los hombres. “Debido a la comunidad de origen, el género humano forma una unidad. Porque Dios «creó de un solo principio, todo el lenguaje humano» (Hechos de losApóstoles 17, 26)” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 360). Tal como afirmaba el Papa Pío XII: “Maravillosa visión que nos hace contemplar el género humano en la unidad de su origen en Dios (...); en la unidad de su naturaleza, compuesta de igual modo en todos de un cuerpo material y de un alma espiritual; en la unidad de su fin inmediato y de su misión en el mundo; en la unidad de su morada: la tierra, cuyos bienes todos los hombres, por derecho natural, pueden usar para sostener y desarrollar la vida; en la unidad de su fin sobrenatural: Dios mismo a quien todos deben tender; en la unidad de los medios para alcanzar este fin; (...) en la unidad de su rescate realizado para todos por Cristo” (Enc. Summi Pontificatus, 3).
La rica “variedad de las personas, las culturas y los pueblos” (Catecismo..., n. 361) requiere de una solidaria fraternidad, que no es una entelequia abstracta sino un respeto y amor verdadero por cada persona. Para que no podamos decir lo que exclamaba aquél: “Yo, a la humanidad, la amo; lo que me molesta es la gente”.