Lo clausuró con una solemne profesión de fe, auténtico anticipo sintético del futuro catecismo de la Iglesia
ReligionConfidencial.com
Al final de los sesenta, la perturbación doctrinal era muy intensa, y Pablo VI quiso confirmar en la fe a los buscadores sinceros de la Verdad con una profesión de fe explícita sobre sus contenidos esenciales, tan maltratados a veces en aquel tiempo
Lo clausuró Pablo VI el 30 de junio de 1968 —el Año se había proclamado con motivo del XIX centenario del martirio de los Apóstoles Pedro y Pablo en Roma—, con una solemne profesión de fe, auténtico anticipo sintético del futuro catecismo de la Iglesia. Lo he releído con interés y, a falta de otro tema en estas fechas veraniegas, me permito ponerlo a consideración de todos.
Pablo VI subrayaba el doble objetivo de aquella conmemoración: no sólo «testimoniar nuestra inquebrantable voluntad de conservar íntegramente el depósito de la fe (cf. 1Tim 6,20),que ellos nos transmitieron», sino también «robustecer nuestro propósito de llevar la misma fe a la vida en este tiempo en que la Iglesia tiene que peregrinar en este mundo».
Al agradecer a los fieles su participación en el evento, el Papa cumplió su ministerio petrino de confirmar en la fe a los hermanos (cf. Lc 22,32), haciendo su propia y sentida profesión de fe. Sin «llamarla verdadera y propiamente definición dogmática», repetía y explicaba la fórmula del Credo de Nicea: «es decir, la fórmula de la tradición inmortal de la santa Iglesia de Dios».
La aceleración histórica del siglo XX se había hecho más intensa en el orbe católico desde que Juan XXIII convocó el Concilio Vaticano II. Los cambios culturales y sociales se proyectaban sobre la Iglesia en un ambiente que removía las convicciones, con un fuerte sentido crítico y, sobre todo, con una especie de obsesión por el aggiornamento, que casi no dejaba títere con cabeza.
Pablo VI, como hizo en otros momentos de su pontificado, no dejó de animar decididamente los trabajos teológicos y pastorales, pero previniendo contra el riesgo de arrumbar verdades permanentes de la doctrina cristiana: «Si esto sucediera —y vemos dolorosamente que hoy sucede en realidad—, llevaría la perturbación y la duda a los fieles ánimos de muchos».
Los problemas distan de estar resueltos. Las relaciones entre razón y fe, entre ciencias humanas y saber teológico, o las cuestiones relativas a la "inculturación" de las verdades reveladas, figuran en el primer plano de la inquietud intelectual y del ministerio de Benedicto XVI. Me parece evidente la continuidad con tantos trabajos del entonces Cardenal Ratzinger, así como de encíclicas tan importantes de Juan Pablo II, como Veritatis splendor (1993) o Fides et Ratio (1998).
Pero, al final de los sesenta, la perturbación doctrinal era muy intensa, y Pablo VI quiso confirmar en la fe a los buscadores sinceros de la Verdad con una profesión de fe explícita sobre sus contenidos esenciales, tan maltratados a veces en aquel tiempo. En torno a un Concilio ecuménico con fines pastorales, se había desatado desde la modernidad una nueva tormenta antidogmática. Y consideró preciso afirmar pública y solemnemente la fe en puntos centrales, desde la Unidad y Trinidad de Dios, o la realidad del Cristo histórico, hasta las grandes nociones escatológicas.
En aquel ambiente cultural, resultaba novedoso recordar que Dios es «absolutamente uno en su santísima esencia como en todas sus demás perfecciones»; hasta el punto de que «sólo Dios puede otorgarnos un conocimiento recto y pleno de sí mismo, revelándose a sí mismo como Padre, Hijo y Espíritu Santo». Frente al viejo iluminismo, Pablo VI sentía la necesidad de recordar que «la vida íntima de la divinidad supera infinitamente todo aquello que nosotros podemos entender de modo humano».
Reafirmó también un punto controvertido, que siguió debatiéndose hasta los últimos Sínodos de obispos convocados en Roma durante su pontificado: la doble realidad de la Iglesia mística y jerárquica: «Ella es el Cuerpo místico de Cristo, sociedad visible, equipada de órganos jerárquicos, y, a la vez, comunidad espiritual; Iglesia terrestre, Pueblo de Dios peregrinante aquí en la tierra e Iglesia enriquecida por bienes celestes, germen y comienzo del reino de Dios». Entre ellos el consolidado principio de la «infalibilidad de que goza el Sucesor de Pedro cuando habla ex cathedra y que reside también en el Cuerpo de los obispos cuando ejerce con el mismo el supremo magisterio».
Como es natural, la profesión de fe de Pablo VI matizaba la pugna entre espiritualismos y horizontalismos. Resultaba coherente en un pontífice que, en su encíclica Populorum progressio, también de 1967, había descrito el desarrollo económico como «nuevo nombre de la paz»: la Iglesia, «mientras no cesa de amonestar a todos sus hijos que no tienen aquí en la tierra ciudad permanente (cf. Heb 13,14),los estimula también, a cada uno según su condición de vida y sus recursos, a que fomenten el desarrollo de la propia ciudad humana, promuevan la justicia, la paz y la concordia fraterna entre los hombres y presten ayuda a sus hermanos, sobre todo a los más pobres y a los más infelices».
En fin, Pablo VI incluyó, dentro de la mariología, un detalle de entidad que se incorpora plenamente a la praxis de la Iglesia en su pontificado (aunque se consolidaría con fuerza renovada con Juan Pablo II): la afirmación de la Virgen María como Madre de la Iglesia.