Nuestra admiración no podía impedirnos soslayar la cuestión religiosa tan presente en su obra. Su ateísmo nos interpelaba porque, aunque inequívoco, era conciliador y no rehuía el diálogo con los cristianos
Hace ya 70 años que un fatal accidente de tráfico truncó la vida de Albert Camus. En mi Facultad de Filosofía de mediados de los años 60, la lectura de Camus era obligada. Una de mis primeras disputas fue la que nos enfrentó a Sartre con Camus. Yo pertenecía con fervor al bando de Camus. Era una opción de carácter moral. La justificación de Sartre del estalinismo y de sus crímenes nos parecía repugnante a los camusianos. En cambio, admirábamos en Camus su insobornable honradez intelectual: detestaba la mentira, aborrecía los crímenes, creía en la justicia y concebía la libertad, a la manera cervantina, como el mayor don del hombre, lo que le alejó definitivamente del materialismo histórico.
En estos días de aislamiento he vuelto a leer La peste acaso con la misma pasión con la que la leíamos entonces los universitarios de la JEC. Nuestras relaciones con Camus eran complejas. Nuestra admiración no podía impedirnos soslayar la cuestión religiosa tan presente en su obra. Su ateísmo nos interpelaba porque, aunque inequívoco, era conciliador y no rehuía el diálogo con los cristianos. En un coloquio en el convento de los dominicos de La Tour-Maubourg, a una estúpida pregunta sobre si no poseía «la gracia» contestó con una sonrisa: «Yo soy su Agustín anterior a la conversión. Me debato con el problema del mal y no salgo de él».
La peste es una gran metáfora del problema del mal, del que no puede estar ausente Dios. La epidemia es una invasión del mal que transforma a la ciudad y a sus habitantes. En las relaciones entre el doctor Rieux y el jesuita Paneloux se plasma la confrontación entre la visión atea y la religiosa de la existencia del mal. Camus confesaría que «quien me representa es Rieux». La visión de Paneloux se expresa en sus dos sermones. El primero presenta al Dios del Antiguo Testamento, un Dios justiciero, que manda la plaga como expiación de los pecados. Era el rostro de un Dios incomprensible y, desde luego, el jesuita que lo proclamaba nos resultaba antipático. Parecía que Rieux, el abnegado médico volcado a luchar contra la peste, que decía que «el único medio de combatirla es la honestidad», y Paneloux, no podían tener nada en común. Pero he aquí que el jesuita se incorpora como voluntario a los equipos que ayudaban al doctor y está siempre en primera línea. Ese antagonismo se transforma en algo que a nosotros nos confortaba: «Estamos trabajando juntos por algo que nos une más allá de las blasfemias y de las plegarias. Esto es lo único importante», le decía el doctor al jesuita.
El segundo sermón de Paneloux es radicalmente diferente del primero. Es el que llamábamos del Nuevo Testamento. Ante el mal y el sufrimiento el cristiano, o rechaza a Dios o se identifica con Cristo, es decir, se sacrifica. Es una opción radical. Paneloux la asume y ello le conduce a la muerte. Rieux dirá: «Los cristianos son mejores de lo que parecen». Cuando la peste es vencida, el narrador concluye «que hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio». Leer La peste es, desde luego, un trago en estas circunstancias, pero suscita esperanza. Por ello, recomiendo su lectura.
Eugenio Nasarre Ex secretario de Estado de Educación